Los valores del sueño democrático no se quedan en el mundo de las ideas. Cada uno tiene resultados muy concretos que nos permiten evaluar qué tan democrática es nuestra sociedad, y qué deberíamos hacer para mejorarla.
Los hombres habitamos un espacio común. En nuestra democracia, por más incipiente que nos parezca, cada uno de quienes la vivimos estamos investidos de una condición que nos permite ser iguales. Al menos, en la teoría democrática todos los ciudadanos gozamos de los mismos derechos y tenemos acceso a las mismas oportunidades, por el simple hecho de ser parte de esa sociedad.
Los ciudadanos tenemos una serie de elementos comunes: derechos, espacios, posibilidades. Participamos de un proyecto compartido, pues aspiramos a vivir en una sociedad capaz de permitirnos acceder a una serie de bienes, que nos permiten el desarrollo libre de cada uno, y una vida junto con los otros para edificar una sociedad donde se dé cabida a nuestras aspiraciones.
El sueño de toda democracia comparte ideas grandes: justicia, igualdad, libertad, participación. Esas ideas requieren de sistemas que los garanticen y de instituciones que las salvaguarden. Pero, por encima de todo, reclaman personas que las vivan y hagan así que se mantengan vivas en la sociedad.
ENTRE EL OBJETIVISMO Y EL SUBJETIVISMO
Hace unas semanas leía un interesante ensayo1 en el que, entre otras ideas, se plantea cómo hay una oscilación entre el aspecto objetivo y el subjetivo en la vida humana. Ésta es otra manera de expresar la tensión que hay desde el interior al exterior, del ámbito personal a su plasmación en un bien objetivo, al que puede tenerse acceso. En el ámbito de la ciudadanía sería como mirar a los intangibles que la hacen posible: diálogo, participación, libertades, justicia y, por otra parte, a sus concreciones prácticas o resultados objetivos que me indican que puedo acceder a esos bienes.
Así, el diálogo es real cuando existen espacios donde puedo intercambiar ideas y expresar mis opiniones: prensa, internet, agrupaciones donde hay un intercambio libre de propuesta, el propio voto. En el caso de la justicia, consiste en tener la posibilidad de acceder a ella mediante la salvaguarda de los derechos del débil frente al poderoso o ante aquel que pretende arrebatarlos. Si nos referimos a la libertad, podríamos encontrarlo en la posibilidad de acceder a los bienes que la hagan posible: propiedad, trabajo, etcétera.
En el terreno subjetivo, encontramos las acciones que puede hacer el individuo y que conforman hábitos personales que inciden en el modo como funciona la sociedad; en tanto, en el ámbito objetivo encontramos las concreciones fácticas que nos permiten hablar de logros o bienes a los cuales se puede acceder para participar en la arena pública.
Una sociedad incapaz de plasmar en puntos objetivos y concretos, a los cuales cualquiera pueda acceder, no consigue reflejar en la práctica los bienes del ciudadano. Una sociedad que no cultiva los hábitos que hacen posible la vida en sociedad tampoco consigue forjar una cultura capaz de preservar la condición de ciudadano en el tiempo.
¿LAS APARIENCIAS ENGAÑAN?
Es bien conocido el dicho: “las apariencias engañan”. Sin embargo, hay quienes sostienen lo contrario: “la apariencia es lo único que no engaña”2. Cada una de estas afirmaciones tiene un punto. El primer caso nos previene de la posibilidad de dejarnos engañar cuando vemos una serie de “datos duros” que nos muestran una realidad externa que quizá no refleje una auténtica identidad. El segundo, nos resguarda de ese escepticismo que se niega a ver en algunos resultados tangibles la construcción de una sociedad más democrática y, por ende, más participativa y, por decirlo así, más ciudadana.
Si damos una mirada al mundo podemos observar –en una gran mayoría de países– que hay una serie de elementos objetivos al alcance de un gran número de habitantes de la tierra. Pensemos en la universalidad del voto, en la capacidad de expresar libremente las ideas, en la posibilidad de acceder a una serie de bienes que, en otras épocas y circunstancias, resultaban prácticamente imposibles. Ahí podemos encontrar una serie de elementos que nos hablan de una sociedad que permite al individuo tener canales claros de acceso a la participación en la vida de la sociedad.
Junto a esos avances nos encontramos con otras realidades que expresan lo contrario. Una creciente desigualdad en todos sitios, un desencanto marcado –quizá pueda hablarse de una desconfianza– a los métodos tradicionales de participación. Llama la atención en algunos países los porcentajes tan exiguos de participación en votaciones sobre quién gobernará un país o en elecciones sobre autoridades municipales o estatales.
Las quejas se articulan muchísimas veces en torno a la ineficiencia del Estado. Si hay problemas de violencia es el Estado. Si la corrupción campea en muchos lugares, son los políticos. Y podríamos seguir enunciando un largo etcétera, donde los culpables de muchos de los problemas son los políticos. ¿Y los ciudadanos? ¿Tenemos alguna responsabilidad en la buena o mala marcha de nuestra sociedad?
No piense el lector que me convertiré en un defensor del Estado y de los políticos profesionales. No, no lo haré. Es indudable que han contribuido de manera importante al hartazgo y a muchos de los males que se padecen. Pero pienso que quizá para cambiar debemos empezar por nosotros los ciudadanos y no por ellos. Siempre es bueno empezar por donde realmente se puede provocar un cambio y qué mejor que el propio.
POLÍTICA DE A PIE
La palabra política es, en cierto sentido, una mala palabra. Cuando la proferimos es inevitable pensar en corrupción, impunidad, privilegios, intereses y otras muchas ideas que hacen se enarquen las cejas cuando alguien se presenta como un político profesional. A lo largo de las últimas décadas hemos visto con cansancio desfilar a personajes –de diversas ideologías y cataduras– de un partido a otro con el único y desinteresado afán de seguir sirviendo a la patria, mientras cobran su nómina de los impuestos que pagamos entre todos.
Pero hagamos un pequeño ejercicio y pensemos en la palabra política. Proviene del griego y se refiere a todo aquello que atañe a la ciudad. Hacemos política cada vez que participamos en la vida de nuestra comunidad. Podemos pensar en aspectos, si se quiere muy elementales, que configuran el modo como habitamos nuestra sociedad. Es política tirar o no tirar la basura en la calle; respetar o no las reglas de tránsito que facilitan la circulación en la ciudad –las escritas en los reglamentos y las que denotan una cierta corrección no escrita, como el conocido uno y uno–; el respeto e interés con el que escuchamos o no, a quienes piensan distinto de nosotros. Tras esas conductas hay un modo de vivir y de habitar la ciudad, la sociedad que refleja nuestro talante ciudadano.
Hace tiempo leí de Alexander Solzhenitsyn una idea que me parece iluminadora para expresar lo que he tratado de decir: “Se ha vuelto incómodo afirmar que el mal encuentra hogar en el corazón del hombre, antes de penetrar en el sistema político”. En este artículo pienso incurrir en esa incomodidad.
LA CORRUPCIÓN SOMOS TODOS
Antes de entrar en este fenómeno, tengo que explicar qué entiendo por el término corrupción. Es obtener ventaja económica: vender por dinero, en el caso de quien tiene el poder de darlo, el acceso a un bien al que no se tiene derecho. Otra de sus variantes tiene que ver con ineficiencias o retrasos fingidos por parte de quien detenta el poder, para obtener un beneficio crematístico de quien solicita acceso a aquello a lo que tiene derecho. El ciudadano puede ser el agente que está dispuesto a comprar algo o una víctima que sufre un asalto –a mano burocratizada– de un funcionario. Ante ambas situaciones cabe una actitud combativa. En el primer caso, negándose a emplear dinero para obtener un beneficio indebido; en el otro, organizándose para denunciar el abuso de autoridad y asociarse con otros para evitar se siga generalizando la solicitud de dinero para que un empleado del Estado haga lo que debe hacer.
Es difícil en un sistema corrupto no tener alguna participación dentro del fenómeno. Pero, si vemos que es un fenómeno creciente, no podemos mantenernos al margen del problema y no combatirlo, aun cuando no se sea víctima del caso concreto. La corrupción provoca una sensación de impotencia y construye un imaginario muy delicado, pues parece que la razón más importante para tener éxito en una sociedad es el dinero. Una sociedad en la que anida el pago por la obtención de bienes que no me pertenecen, o en la que requiero volver a pagar por aquellos a los que tengo derecho, es una sociedad que revierte la razón de justicia en favor del poder económico. No es de extrañar que en una sociedad así haya personas que busquen acceder al dinero por cualquier medio, pues en esa sociedad la carta de ciudadanía es un billete que te permite insertarte en el tramado político y social y de ese modo intercambiar bienes y obtener beneficios.
¿JUSTICIA PARA TODOS?
Pongo un ejemplo que me ha llamado poderosamente la atención. Recientemente tuve la fortuna de encontrarme con una Ted Talk cautivadora y muy interesante3. En ella, un abogado estadounidense relata algunas experiencias respecto del acceso a la justicia de la población afroamericana en los Estados Unidos. A lo largo de la conversación, con datos sacados de su experiencia, plantea una idea que formula de un modo terrible: “tenemos un sistema de justicia que trata mejor al rico y culpable que al pobre e inocente”. Escuchar ese testimonio cimbró mis entrañas de una manera muy profunda y no pude sino mirar, en ese espejo, la triste realidad del sistema de justicia de nuestro país. Conforme avanza en su relato, llega a una durísima conclusión, señalando que lo opuesto a la noción de pobreza no es riqueza, sino justicia.
Quizá muchos hayan leído o visto el magnífico relato de Matar un ruiseñor, donde Harper Lee nos cuenta con lujo de detalle la historia de una injusticia; con el triste agravante de que está motivada también por una serie de prejuicios que hacen que al otro no se le vea como igual.
La inequidad y la falta de acceso a la justicia, aunada a una capacidad económica capaz de comprarlo todo, genera ciudadanías, en la práctica –si bien no en su enunciación teórica– de muy distinta naturaleza. Una sociedad que no da a todos los mismos derechos es una sociedad que no trata a sus ciudadanos de igual manera. Una sociedad que ha permitido se albergue la inequidad en lo más íntimo de sus entrañas.
Hasta aquí podría uno decir que todos esos asuntos le quedan lejanos, que no podemos hacer nada ante ello. No mirar y no denunciar la injusticia cuando se sabe es un modo de construir nuestra ciudadanía. Pues “la democracia es una estructura no de piedra, sino de palabras”4. Se construye con nuestras palabras. Le damos voz o no a quienes no tienen acceso a lo mismo que nosotros. La ciudadanía es ese rejuego de saberse solidario con el otro. Una ciudadanía solidaria es una ciudadanía que advierte el destino propio en el vivir de los demás. No cabe la actitud de indiferencia o de mirar en otra dirección.
La injusticia o la falta de acceso a la justicia prevalecen cuando junto al juez inicuo se congregan ciudadanos silenciosos. Cuando tenemos la capacidad de no mirar y no hacer nada por lo que está mal, quizá porque previamente hemos elaborado juicios que hacen entendible que haya clases de ciudadanos. Así, no es extraña una sociedad clasista y segregada que no mira el valor del otro, sino que lo juzga por la posición social que guarda.
Una ciudadanía que no confiere acceso a otros es una ciudadanía que separa y genera clases y grados de pertenencia en una sociedad. Bien comprendo que no se puede anular del todo los grupos sociales, pues es parte de la dimensión social, pero lo que no es tolerable es segregar a algunos de su acceso a los bienes que como ciudadanos les corresponden.
DEL TALANTE DEL CIUDADANO SE CONSTRUYE LA CIUDAD
La vida en sociedad es una dinámica en la que se obtienen resultados y se persiguen fines. Hay logros que permiten poner al alcance de la mano un fin que se desea alcanzar. Contar con tribunales donde se imparte justicia es un resultado, que esos tribunales hagan real la justicia es su fin; tristemente, uno no siempre logrado. En la vida social nos movemos entre los qués y los cómos. Deseamos unos objetivos y tenemos unos mecanismos que nos permiten ir acercándonos a esos bienes que perseguimos.
Detrás de los resultados hay un ethos, un carácter, un modo de ser que posibilita que la sociedad vaya logrando esos fines. ¿Cuáles son algunas de las características que podrían acompañar ese carácter propio del ciudadano?
Una actitud de diálogo. Saber escuchar y saber hablar. Tener un discurso y unas ideas que puedan intercambiarse con los otros, sin perder de vista que en el diálogo son más importantes las personas que las ideas. Dialogar no consiste en que un punto de vista prevalezca sobre otro, sino en tener la capacidad de reconfigurar el modo que veo el mundo, porque se ha enriquecido con la visión que aporta el otro. Los problemas humanos y sociales son tan complejos que difícilmente se pueden abarcar con una sola mirada. Requieren de la conjunción de muchas para aproximarse a una visión más completa de la realidad. Dialogar exige respeto, dominio de sí y la convicción de que el otro tiene algo valioso que decir. Al escribir esto no puedo dejar de contar la historia de un buen empresario que construyó un proyecto social de gran calado tras tomarse una cerveza con uno de los individuos a los que deseaba ayudar. Juntos han emprendido un proyecto mucho más interesante que el que hubieran podido hacer si no hubiesen sido capaces de dialogar. Me refiero a Héctor Sánchez y su empresa Osel Centro Sur que reconstruye y vitaliza el tejido social en barrios tradicionales y desgastados a través del arte urbano con artistas emergentes locales y contribuye a potenciar la economía y el turismo en esos lugares.
Saberse protagonistas de nuestra realidad. La política es muy seria como para dejarla toda en manos de los políticos. Hay que activar la participación de los ciudadanos entre sí para ir generando respuestas a nuestros problemas. Emociona ver cómo en nuestro país hay muchas iniciativas que han surgido de la voluntad de alguien que supo que podía hacer la diferencia. Y lo más notable, ver que ha conseguido hacerla. “Todos buscamos un sentido sobre lo que significa estar completamente vinculado con algo. Todos entendemos que vivir realmente no es simplemente existir… que en una democracia no basta con cuidar la familia sin sentirse a cargo de la sociedad.”5
No perder la esperanza. No pensar que el mundo es tan difícil que ya no puede hacerse nada valioso. La ciudadanía es una tarea que se hace poco a poco, en la que hay avances y retrocesos. Una aventura en la que cada uno aporta algo y juntos construimos una casa común. Un lugar en el que nos sentimos satisfechos porque es mucho lo que se ha logrado y nos sentimos hartos de no haber conseguido otros muchos retos más. Pero para eso somos nosotros, los ciudadanos, los protagonistas de aquello que nos falta por hacer. Ser ciudadano es trabajar hoy para lograr mañana un mejor futuro.
¹ Inciarte, Fernando; Cultura y Vida; EUNSA
2 Inciarte, Fernando; Cultura y Vida; EUNSA; 2016; p. 40
3 We need to talk about an injustice, Bryan Stevenson
4 Hubard, Julio; “Cómo se pierden las democracias”; Letras Libres http://www.letraslibres.com/mexico-espana/como-se-pierden-las-democracias
5 http://www.newyorker.com/culture/persons-of-interest/how-to-restore-your-faith-in-democracy