No es fácil pensar en los videojuegos como obras de arte, pero el arte no es sólo lo bello, es también todo lo que impacta en nuestra psique. La complejidad y la realidad simbólicas que ofrecen los videojuegos generan un espacio donde la dimensión lúdica humana encuentra una forma de expresión bastante acabada. Si no somos receptivos a nuevas y diversas experiencias, nuestro mundo se empobrece.
Muchas tentativas se han ensayado a lo largo de la historia del pensamiento con el propósito de definir la esencia del hombre. El hombre como «animal racional» o como «animal político», por ejemplo, son caracterizaciones que se remontan a la Antigüedad y que, sin duda, ponen de relieve aspectos fundamentales de nuestra condición. Sin embargo, muchas veces, en nuestro intento por comprender al hombre, soslayamos nuestra dimensión como homo symbolicus, es decir, como agentes creadores de símbolos y dadores de significados y como homo ludens, nuestra facultad de encontrar gozo y divertimento en distintas esferas de actividad.
Por supuesto, las otras tentativas de definición son también válidas: nos identificamos plenamente con la racionalidad –condición indispensable para tener conciencia de nosotros mismos y desarrollar los talentos– así como con la necesidad de establecer comunidades políticas para superar las distintas contingencias y llevar una vida buena, como afirmaba Aristóteles. Pero muchos hombres –si no es que todos–sentimos que hay algo más en nuestra existencia que no recogen aquellas sentencias del pensamiento antiguo. La vida afectiva, emocional, imaginativa, creadora y, en algunos casos, artística, parecen ser también rasgos que nos definen, y dejar de lado esa parte de nuestro ser, en cualquier intento de esbozar una antropología, no hace justicia a nuestra naturaleza. Presento aquí algunas consideraciones de estas dos otras dimensiones, con particular énfasis en la última, la lúdica.
EL ARTISTA CREA SÍMBOLOS E IMÁGENES
Las raíces de la aspiración de interpretar y reconfigurar imaginativamente el cosmos se pueden rastrear hasta los orígenes de la civilización. El hombre ha buscado desde siempre dar una expresión a todo aquello que podría denominarse su mundo interior: sus ideas y proyectos, sentimientos y emociones, anhelos y esperanzas, miedos y fracasos. Es claro que el ser humano no se conforma con aceptar la situación en que vive tal como es. Somos agentes que buscamos interpelar el entorno e interpelarnos a nosotros mismos, lo que trae por consecuencia una transformación de la realidad. Nos rehusamos a aceptar el mundo como nos es dado; tenemos el deseo profundo de comprender quiénes somos, dónde nos encontramos y hacia dónde iremos.
Son preguntas de naturaleza perenne, no exclusivas de una sociedad o cultura particular, que atraviesan la historia de la humanidad. Sin embargo, no hemos alcanzado una respuesta definitiva. Es tarea ineludible, engarzada en lo más íntimo de nuestra naturaleza, plantearnos esos interrogantes e intentar develar, aunque sea en forma parcial y limitada, respuestas propias que, para bien o para mal, representan el esfuerzo por descifrar nuestro lugar en el universo.
Los intentos de contestar estos interrogantes no se circunscriben a un único ámbito de la praxis humana. La religión y la ciencia, por ejemplo, son esferas fundamentales donde el hombre cumple con esta vocación existencial de formular preguntas sobre su realidad y de encontrar respuestas para afrontar su existencia. Abordo ahora la esfera de lo «artístico», pero entendida en un sentido más amplio que las «bellas artes».
La concepción de lo artístico que tengo en mente alude más bien al término griego clásico de poiesis, que significa «creación» de forma amplia. El hombre es capaz de crear cosas nuevas y dotarlas, en cierta medida, de algo propio, las extrae del mundo natural y les concede una muestra de su propia espiritualidad.
Por supuesto, no toda poiesis o creación supone igual compromiso del hombre con lo que crea: distintos utensilios o herramientas de la vida práctica tienen como propósito desempeñar funciones básicas, cotidianas o elementales. Pero cuando el hombre busca configurar significativamente su mundo termina por crear un imaginario simbólico donde él y otros pueden reencontrarse a sí mismos.
El artista, en un sentido amplio, es creador de símbolos o imágenes, pero paradójicamente es también el primer espectador de su obra. Un espectador ciertamente privilegiado, puesto que conoce la obra desde sus primeros momentos de inspiración, su desarrollo y, finalmente, su concreción. Pero no es su último espectador o juez, ni tiene, como muchos dirían, la última palabra sobre ella. Las creaciones humanas tienen una vida propia que se extiende, en ocasiones, más allá de los límites de la vida del autor, y que terminan por decir algo valioso a generaciones históricamente alejadas del contexto de origen de la obra.
En ese quehacer simbólico, que alude a la primera dimensión referida, en la que el hombre busca dar expresión a su mundo interno, muchas veces se encuentra ya la semilla de lo lúdico, es decir, la semilla de un juego que permite combinar elementos heterogéneos de forma libre y creativa. Esta idea ha jugado un papel poderoso en la imaginación occidental. El gran poeta Friedrich Schiller sostuvo, por ejemplo, que sólo el artista que logra hacer de su obra una suerte de juego, que posea el mismo grado de espontaneidad que tienen los niños cuando se divierten, puede ser considerado propiamente como un genio.
Es difícil, ciertamente, establecer generalizaciones en materia de creación artística. Hay en la historia creadores que parecen haberse torturado a sí mismos con tal de sacar adelante su obra maestra y que no responden al ideal lúdico propuesto por Schiller. De Gustave Flaubert se cuenta que podía pasar días enteros, en un análisis minucioso y exhaustivo, tratando de encontrar la palabra idónea para una oración en un diálogo de sus novelas –procedimiento que, sin duda, buscaba eliminar cualquier margen de contingencia; aunque cabe decir que eso no nos impide gozar lúdicamente de sus obras–.
Pero también hay creadores que han entendido sus obras, desde su concepción, como una forma de juego, donde lo espontáneo, lo azaroso y lo impredecible desempeñan un papel fundamental. Pienso en grandes compositores de jazz, como Charlie Parker y, en el ámbito de la literatura, en un fiel admirador de Parker, como Julio Cortázar, quien concibió Rayuela, su obra maestra, como un libro de alternativas donde el lector podía jugar con el tipo de lectura y, finalmente, con el tipo de novela que quería leer. En estos casos queda de manifiesto que el juego no es sólo de quien lo crea, sino también de quienes lo juegan, es decir, de los escuchas y de los lectores.
MAYOR LIBERTAD, SIN DOMINAR NI IMPONER
Hay una concepción bastante arraigada en las sociedades contemporáneas de que los juegos son cosa de niños. El juego en la vida adulta parece tener un papel restringido a ciertos contextos particulares. Se piensa, por lo general, que el hombre –si acaso le está permitido jugar– debe jugar menos que el niño. Una concepción bastante estrecha de lo que es el juego a mi parecer. Una buena película, por decir un caso, puede suscitar un juego imaginativo, en un espectador atento, mediante la presentación innovadora de imágenes, la creación de situaciones de incertidumbre en la trama, y la resolución de la historia con un final inesperado o abierto a diversas interpretaciones.
Incluso, remontándonos de nuevo al contexto clásico, podemos decir que la tragedia griega, tal como la juzga Aristóteles en su Poética, tiene un papel liberador para la audiencia, en tanto que al contemplarla, ha de «expiar» o «purificar» las pasiones. Pero esto sólo es posible cuando el observador se involucra emocionalmente, lo que le permite ser auténtico destinatario del nudo dramático que representan los actores. Podemos decir que ya desde sus orígenes en el contexto clásico, se piensa que quien observa una obra de teatro, escucha una pieza de música o contempla una escultura está inmerso, con todo su ser, en esa actividad, lo que le posibilita una experiencia vital de reconocimiento y comprensión.
Un gran filósofo alemán del siglo XX, Hans-Georg Gadamer, acentuaba precisamente esa experiencia liberadora del juego, tanto en lo artístico como en la vida cotidiana. Lo que Gadamer detecta con acierto en su magna obra Verdad y método es que en el juego encontramos órdenes de discurso y acción menos ceñidas que las de otros ámbitos humanos. En el ámbito estético, la relación de juego entre un sujeto y una obra de arte no es ni de dominación ni de imposición.
La obra marca ciertos límites básicos de lo que se debe interpretar o comprender, como las reglas del ajedrez, por ejemplo, que marcan la pauta de los movimientos válidos en una partida. Si alguien ve una puesta en escena de la tragedia del Rey Lear y juzga en ella puro divertimento, chapuza y sátira –aunque, sin duda, parte del genio de Shakespeare consiste en presentar, en medio de lo trágico, algunos momentos cómicos–, puede concluirse que su lectura o apreciación de la obra se aparta de lo que la obra sugiere en líneas generales. O en otros términos: algo en su propia subjetividad le está impidiendo gozar de la obra en sus facetas más ricas. Pero, a pesar de los límites que la obra impone, hay un gran margen para que un espectador se involucre de forma personal, sin que ello implique que la esté desfigurando.
En la medida en que alguien, por ejemplo, puede sumergirse imaginativa y reflexivamente y, por lo tanto, con significativa libertad, en el mundo de la obra para entender la cólera del rey Lear, colocarse en el lugar de Cordelia para explicarse su noble reticencia a mostrar afecto a su padre o reconstruir los complejos móviles del complot que traman los duques de Albany y Cornwall, se vuelve, en un sentido, cocreador o copartícipe de la tragedia shakespeareana. Lo mismo puede decirse de cuando leemos poesía en voz alta: en tanto que leemos un poema con nuestra propia inflexión de voz, nuestra cadencia, y con matices particulares, volvemos a dar vida, de forma lúdica y espontánea, a una obra que, de lo contrario, se quedaría solamente en el papel sin encontrar nunca su música y su sonido.
EL ARTE COMO AGENTE LÚDICO
Nuestro mundo contemporáneo ofrece otras formas de juego sobre las que vale la pena reparar. En el terreno de las artes, ya desde las vanguardias estéticas de comienzos siglo XX, se montan las llamadas «instalaciones», en donde el espectador interactúa en un entorno nuevo con la obra, o incluso siendo a veces la obra misma un entorno. En muchas ocasiones el espectador puede tocarla, reacomodarla o alterarla de forma considerable. Ya sea que este tipo de arte nos guste o no, es evidente que la idea del juego anima esta nueva forma de creación.
Lo que vanguardias como el dadaísmo, el surrealismo o el arte pop pusieron de relieve es que la distancia entre el espectador y la obra no es una brecha insalvable, como sugerían ciertas concepciones artísticas decimonónicas. El arte no tiene una dimensión exclusivamente sacra, que mantiene alejado al destinatario en una actitud llanamente contemplativa. El arte puede convertirse en un objeto o un entorno que potencia nuestra capacidad como agentes lúdicos y nos permite adquirir, aunque sea momentáneamente, una nueva forma de identidad.
VIDEOJUEGOS: DIMENSIÓN LÚDICA ACABADA
Quizá en el contexto contemporáneo, los videojuegos son la manifestación más tangible de esas nuevas identidades que adquirimos mediante el juego. Los role playing games o juegos de rol nos sumergen en una realidad virtual, dentro de un personaje, cuyos propósitos se convierten de alguna forma en los nuestros. La famosa saga de Zelda, en que el héroe Link debe proteger a la princesa que da título al juego, se convirtió, desde sus inicios, en todo un fenómeno social, y ha generado que muchos de los gamers o videojugadores se sientan inmersos existencialmente en las vicisitudes y peripecias de este curioso personaje.
Por otro lado, hay juegos de rol que permiten a los gamers crear, desde el comienzo, sus propias identidades, como Second Life o Sims y les proporcionan un espectro de acción paralelo al que podrían tener en la vida real. De hecho el nombre de Second Life es muy ilustrativo: se trata literalmente de una segunda vida para el gamer, en la que puede interactuar en la red con otras personas que poseen identidades virtuales semejantes. Dejando de lado la cuestión sobre si los videojuegos pueden considerarse obras de arte en un sentido convencional, lo cierto es que la complejidad y la realidad simbólica que ofrecen genera un espacio donde la dimensión lúdica humana encuentra una forma de expresión bastante acabada.
Estas consideraciones sobre los videojuegos y los juegos en general nos llevan a una reflexión profunda sobre la naturaleza de la Estética como disciplina del pensamiento. Mucho se ha discutido sobre si la Estética es una disciplina teórica o práctica. En este texto me es imposible desarrollar con amplitud mi postura al respecto, pero la presento al menos de forma esquemática.
Considero que la Estética es una disciplina mixta. Por un lado permite debates sumamente abstractos y teóricos –no por ello menos valiosos–, sobre la definición del arte y la belleza, los distintos elementos cognitivos y afectivos que configuran la experiencia estética, o la diferencia entre el arte y otras formas de creación humanas como la técnica. Ésta es la faceta o el plano que suele ponerse de relieve en cuanto disciplina académica.
Sin embargo, es innegable que la experiencia estética –entendiendo no sólo la de lo bello, sino toda la que inhiere de modo significativo en la psyché del ser humano– está atada de forma ineludible a lo que somos, y en la medida en que no cultivamos la capacidad de ser receptivos a muchas diversas experiencias, el mundo en el que nos desenvolvemos se vuelve más pobre, inauténtico y desarticulado.
Los grandes artistas y pensadores que han reflexionado sobre el arte nos dan esta lección. Nuestra vida es susceptible de enriquecerse de modo considerable en la medida en que se abre hacia distintas experiencias de significado, entre las cuales el juego, en muchas de sus manifestaciones, es esencial. Poner esto de manifiesto es quizás una de las tareas más importantes de la Estética en cuanto disciplina práctica.
Pero no debemos entender la receptividad hacia este tipo de experiencias y prácticas en términos meramente pasivos. No sólo para ser un gran conocedor del arte, sino para lograr que incida de forma relevante en nosotros, hemos de superar la idea de que basta dirigir la mirada hacia una pintura o prestar oído a una pieza musical para apropiarnos de la obra. La experiencia plena de lo estético no se da nunca sin nuestra colaboración e involucramiento. Es menester entrenar la mirada, educar el oído, y enriquecer el lenguaje para que podamos ser partícipes de esos juegos que ocupan un lugar central en la existencia contemporánea.
Naturalmente, el juego o los juegos en los que participamos, también son capaces de alienarnos si desconsideramos otro tipo de valores esenciales en la vida humana. Pensemos por ejemplo en los excesos que ocurren, como apunta Søren Kierkegaard, cuando se entroniza lo estético por encima de lo ético o lo religioso, haciendo de la existencia misma un puro divertimento sin compromiso.
Pero esto no es motivo para dejar de lado una esfera que, si cultivamos adecuadamente, nos permite reconocer nuestro papel en el mundo y redescubrir nuestra humanidad de formas insospechadas.