El gran pequeño (Little Boy)
Dirección: Alejandro Monteverde
País: Estados Unidos
Año: 2015
Producción: Alejandro Monteverde, Leo Severino, Eduardo Verástegui
Siempre he sido fan de las historias de redención y transformación, de los personajes que se atreven a salir de sus propios límites para enfrentar aquello que consideran más amenazante, o bien, que se comprometen a buscar algo más allá de sí mismos y de sus circunstancias adversas. En cine, la lista es larga y muy variada, con ejemplos que van desde la magnífica Los siete samuráis (1954) hasta la taquillera y clásica de los ochenta Karate Kid (1984), sin mencionar el mundo de las películas para niños y los dibujos animados, que nos han dejado tanto escenas entrañables como exageraciones sensibleras.
Hace poco vi Little Boy, la nueva película de Alejandro Monteverde que se estrenó en México en mayo (y cuyo lanzamiento en DVD se programó para agosto). Si antes mencioné Karate Kid y Los siete samuráis no fue mera coincidencia, pero antes de pasar al tema, quiero contar que –además de la película llamó mi atención la historia que hay detrás de los seis años que permitieron materializar este proyecto: la fundación en 2004 de Metanoia, una productora con sede en Beverly Hills cuyo propósito es crear películas que no sólo entretengan sino que también rescaten valores e inspiren al cambio.
La historia misma de esta productora es transformación. Al menos así lo cuenta su fundador Eduardo Verástegui, quien, después de una exitosa carrera internacional en el mundo del espectáculo, decidió cambiar de rumbo y emprendió una búsqueda espiritual. Para volver su carrera congruente con sus valores fundó Metanoia Films, junto con Leo Severino. En 2006 estrenaron Bella, ganadora del premio People’s Choice en el Festival Internacional de Cine de Toronto. Considero muy valioso e iluminador aventurarse hacia un propósito superior en un ambiente que se ha identificado, por lo general, con la ganancia inmediata y el entretenimiento: los medios masivos de comunicación y la industria del espectáculo.
Regresemos a Little Boy. La historia transcurre en el imaginario pueblito californiano de O’Hare, a mediados de la Segunda Guerra Mundial. Pepper Busbee es un niño de ocho años que padece problemas de crecimiento. Muy apegado a su padre, a quien considera su «socio» y su mejor amigo, vive en un mundo de aventuras y juegos donde todo es posible, tal como en las historietas de Ben Eagle, un ilusionista y superhéroe justiciero que en los momentos críticos, cuando la derrota parece aplastar sus esperanzas, le pregunta a su compañero: «¿Crees que podemos hacer esto?», el otro responde que sí, y triunfan, siempre.
El mundo idílico de Pepper se esfuma cuando su padre debe partir a la guerra (las razones son un aspecto débil del argumento) y él se enfrenta con un ambiente hostil: es perseguido y burlado de manera constante por su pequeña estatura. A instancias del padre Oliver, Pepper se vuelve amigo de Hashimoto, un solitario japonés que vive a las afueras de O’Hare. Es ahí donde todo comienza. El único deseo de «Little Boy», como lo apoda el pueblo, es que su padre regrese de la guerra. El cura Oliver le habla sobre la fe en Dios, Hashimoto sobre la fe en uno mismo (como la de los samuráis), y las historietas de Ben Eagle, sobre un poder mental fantástico que salva a las personas en peligro y hace milagros. ¿Cómo convivirán en un niño pequeño estas tres clases de creencias? ¿Se conjugarán para darle lo que necesita? Más allá de lo que sucede en esta historia, Little Boy nos habla de una fe inquebrantable y de cómo ésta transforma lo que no estaba previsto, para un bien mayor, a veces a costa de lo que esperábamos.