Por qué fracasan los países. Los orígenes del poder, la prosperidad y la pobreza
Daron Acemoglu y James A. Robinson
Ediciones Culturales Paidós CRÍTICA.
México, 2013
589 págs.
Minorías y grupos de elite tiemblan ante la idea de generar cambios, pues la denominada «destrucción creativa» amenaza sus intereses económicos, que promueven la desigualdad social. Por qué fracasan los países, ha merecido la crítica favorable de varios premios Nobel de Economía: Kenneth J. Arrow (1972), Robert Solow (1987), Gary Becker (1992), Michael Spence (2001), George Akerloff (2001) y Peter Diamond (2010).
¿Qué determina que un país sea rico o pobre? ¿Cómo se explica que, en condiciones similares, en algunos países haya hambrunas y en otros no? ¿Se debe a cuestiones culturales? ¿A su ubicación geográfica? ¿Qué papel tiene la política en estas cuestiones? Este libro sostiene que el éxito económico de los países proviene de las diferencias entre sus instituciones, las reglas que influyen en cómo funciona la economía y los incentivos que motivan a las personas. Por ello, la clave para el desarrollo económico y la prosperidad son las instituciones políticas con representación plural y voluntad integradora que apoyan a instituciones económicas con carácter inclusivo.
LA INNOVACIÓN AMENAZA A LAS ELITES
El estudio de dos tipos de instituciones (reglas) constituyen el argumento central: las extractivas y las incluyentes. Las primeras permiten a uno o más grupos (elites) de la sociedad extraer riqueza de los demás; y las segundas obligan a la inclusión de más grupos de la sociedad en la repartición de la riqueza producida. Aunque las extractivas pueden promover crecimiento económico, lo harán sólo por un tiempo limitado –hasta agotar los recursos de la sociedad– y terminarán por fracasar. Las incluyentes, en cambio, no sólo permiten el crecimiento de forma más estable, sino que generan un círculo virtuoso al incluir a más grupos en la distribución.
Las instituciones extractivas no son fáciles de destruir porque los grupos beneficiados por la extracción de riqueza harán hasta lo imposible por evitar cambios (concepto basado en la «ley de hierro de la oligarquía» de Robert Michels, quien sostiene que en la autocracia como en la democracia siempre gobernará una minoría o elite). Ante la innovación dichos grupos se sentirán amenazados por la «destrucción creativa», (concepto original de Joseph Schumpeter), puesto que cualquier cambio de ese tipo amenaza la capacidad extractiva de las elites, éstas no querrán que ocurra y limitarán la innovación.
El proceso gradual mediante el que una sociedad evoluciona, al eliminar tales instituciones extractivas, surge de los grandes acontecimientos, o «coyunturas críticas», que perturban el equilibrio político. El cambio tiene lugar como resultado de la interacción entre las instituciones existentes y esas coyunturas críticas. Entonces, el proceso político es el que determinan las instituciones económicas.
El primer país que experimentó un crecimiento sostenido fue Inglaterra a partir del desarrollo de la revolución industrial y sus grandes avances tecnológicos. Dicho proceso pronto se extendió a la mayor parte de Europa occidental, Estados Unidos, Canadá, ciertos países de Asia y Oceanía.
A diferencia de otras publicaciones de los mismos autores, este libro no incluye estadísticas más allá de una serie de mapas entre los que destaca el de la distribución de la riqueza (y la pobreza) en el mundo, con cifras del PIB per cápita en 2008 representada en cuatro grupos:
- Menos de $2,000 USD anuales (61 países)
- Entre $2,000 USD y $7,500 USD anuales (58 países)
- Entre $7,500 USD y $20,000 USD anuales (28 países, incluido México)
- Más de $20,000 USD anuales (50 países)
En otro capítulo, Acemoglu y Robinson se ocupan de las «teorías que no funcionan»; en ellas, argumentan que la causa de que un país sea pobre no es su situación geográfica ni su cultura ni el hecho de que sus líderes no sepan qué políticas aplicar. Éstas son precisamente las demostraciones más cuestionadas por críticos como Jeffrey Sachs y Jared Diamond.
Un examen de los 30 países más pobres del mundo muestra la correlación directa entre amplios núcleos de población analfabeta y su asentamiento en regiones inhóspitas, como África, y certifica que la ubicación geográfica y la cultura no pueden ser excluidas de los factores determinantes de la riqueza o la pobreza. Sin embargo, la tesis de Por qué fracasan los países es válida para una enorme mayoría de naciones. En este punto destaca el examen de los caminos divergentes que tomaron: la empobrecida Corea del Norte y la próspera Corea del Sur, Singapur en el sudeste asiático, Israel en Medio Oriente, Botsuana en el sur de África, Costa Rica en Centroamérica y otros; agregaría a Alemania Occidental y Alemania del Este.
Las instituciones extractivas, por su propia lógica, logran crear riqueza porque ésta puede ser extraída por los gobernantes que monopolizan el poder político e introducen cierto grado de ley y orden para estimular la actividad económica. Bajo estos criterios se analizan ejemplos relevantes como la Unión Soviética, que entre 1928 y 1960 alcanzó tasas de crecimiento del PIB de 6% anual, lo que indujo en esa época a Paul Samuelson, premio Nobel de Economía, a pronosticar que dicho país sería el más poderoso del mundo.
En forma análoga se relata el caso de China tras la muerte de Mao Zedong y su extraordinario crecimiento bajo distintos liderazgos de elites extractivas aglutinadas por el Partido Comunista. Se afirman que si en China no se dan profundas transformaciones políticas hacia la participación democrática, se agotará el modelo de desarrollo.
CAUSAS DE LA DESIGUALDAD, REVISEMOS LA HISTORIA
Más adelante, en la lectura se describe cómo el colonialismo europeo (español, portugués, inglés, francés, holandés y otros) empobreció grandes zonas del mundo mediante la explotación de los indígenas y fundamentalmente por efectos de la esclavitud, tanto en las Américas como en África misma. Estos fenómenos, gestados en instituciones políticas y económicas extractivas, fueron determinantes del modelo económico descrito por Arthur Lewis (premio Nobel 1979), como el «paradigma de la economía dual». Lewis sostiene que muchas economías subdesarrolladas tienen una estructura dual: el sector moderno asociado con la vida urbana, la industria y el uso de tecnologías avanzadas; y el sector tradicional asociado con la vida rural, la agricultura y tecnología atrasadas. Los autores reconocen estos planteamientos y los ejemplifican en Sudáfrica. En mi opinión también son aplicables a México y otros países en América Latina.
Desde el neolítico al presente, los autores recorren el mundo en busca de una explicación al éxito o fracaso de una variedad de sociedades y países. No obstante el barniz cultural y la amenidad de sus citas, esta extensión temporal del análisis carece de sentido práctico, pues los propios autores concluyen (p. 499), que «la mayoría de las diferencias económicas que observamos a nuestro alrededor hoy en día surgieron durante los últimos 200 años a partir de la revolución industrial y sus grandes avances tecnológicos».
Desde el capítulo 1 se ocupan de México en una comparación con los Estados Unidos, en una vasta investigación, por cierto odiosa y dolorosa: tan cerca, y sin embargo tan diferentes. El punto de partida es la comparación entre Nogales, Arizona y Nogales, Sonora cuya población, cultura y situación geográfica es la misma; entonces: ¿Por qué una es rica y la otra es pobre? ¿Cómo pueden ser tan distintas las dos mitades de lo que es esencialmente la misma ciudad? Los autores sostienen que los habitantes de Nogales, Arizona tienen acceso a las instituciones económicas estadounidenses, lo que les permite adquirir formación académica y profesional, elegir su trabajo y ganar sueldos más elevados. Los incentivos creados por las distintas instituciones de las dos Nogales y los países en los que se encuentran son la razón principal que explica las diferencias en prosperidad económica en ambos lados de la frontera.
¿Por qué las instituciones de Estados Unidos conducen mucho más al éxito económico que las de México o, de hecho, que las del resto de América Latina? La respuesta se encuentra en cómo se formaron las distintas sociedades en el periodo colonial y cómo se produjo una divergencia institucional cuyas implicaciones todavía perduran. El mismo capítulo se remonta a los procesos de colonización española y las instituciones extractivas perfeccionadas en México que fueron ávidamente adoptadas en los territorios que actualmente corresponden a Perú, Colombia, Chile, Bolivia, Guatemala y otros.
A pesar de que estas instituciones generaban mucha riqueza para la Corona española, los conquistadores y sus descendientes, también convirtieron a América Latina en uno de los continentes más desiguales del mundo. El recurso más abundante y valioso era la población indígena, misma que se explotaba por medio de la encomienda. Por el contrario en las colonias de Norteamérica como Virginia, con una mínima densidad de población, la opción para lograr una colonia próspera era crear instituciones que dieran incentivos a los propios colonos para invertir y trabajar arduamente. En este punto considero que los autores omiten el exterminio indígena y la esclavitud en Norteamérica.
El libro profundiza en los antecedentes históricos de los movimientos de independencia en Norteamérica y México, y estudia en paralelo la evolución de las instituciones que dieron lugar a la constitución de Filadelfia en 1787 y el Plan de Iguala de 1821. Califica la campaña de Miguel Hidalgo como «revuelta y guerra étnica que unificó a las elites de poder (españoles, criollos e iglesia) en su contra». Dichas elites, opuestas a las reformas liberales Borbónicas de la Constitución de Cádiz (1812), «finalmente respaldaron el movimiento de independencia encabezado por Agustín de Iturbide, quien convertido en dictador anuló el congreso aprobado constitucionalmente; modelo que se repetiría una y otra vez en el México del siglo XIX».
Si Estados Unidos se enfrentó a cinco años de inestabilidad política entre 1860 y 1865 (conflictos por la esclavitud), México lo hizo a una inestabilidad constante durante sus primeros cincuenta años de independencia. Entre 1824 y 1867 hubo 52 presidentes. Dicha inestabilidad condujo a derechos de propiedad inseguros y debilitó al Estado Mexicano en términos de poca autoridad y nula capacidad para recaudar impuestos o proporcionar servicios públicos. Y mientras Estados Unidos experimentaba con la revolución industrial en la primera mitad del siglo XIX, México se hacía cada vez más pobre (pág. 48). En este punto los autores omiten también el grave despojo que sufrió México sobre más de la mitad del territorio.
Más adelante encontramos las figuras de Maximiliano, Benito Juárez, Sebastián Lerdo de Tejada y Porfirio Díaz. Sobre este último se dice que violaba los derechos de propiedad de la población facilitando la expropiación de enormes extensiones de tierra, concedía monopolios y otorgaba favores a sus seguidores en todo tipo de negocios, incluida la banca. De este modo en 1910, cuando empezó la revolución mexicana, sólo había 42 bancos y dos de ellos controlaban 60% de los activos bancarios en el país; en contraste con los 27 mil 800 que había en Estados Unidos hacia 1914. Tras la pérdida del poder por el presidente Díaz los autores se ocupan en forma somera de la revolución mexicana (p. 54) y dan un salto de casi 90 años al México actual con relatos inexactos sobre Carlos Slim, su riqueza y sus prácticas monopólicas, obviamente mediante comparaciones con Bill Gates.
Al embarcarse en la aventura de analizar tal diversidad de países y su evolución histórica, los autores divagan y pierden el enfoque sobre los cambios institucionales que las «coyunturas críticas» –utilizando sus términos– provocaron en los países que se examinaron en el libro. Opino que ése es el caso de México, sobre el cual se omiten dos periodos: el «postrevolucionario» (1929-1936), formativo de los pactos políticos que restablecieron la paz interna, y el «moderno», de 1936 a la fecha. Estos momentos son fundamentales para el cambio, creación y fortalecimiento gradual del marco jurídico y las instituciones mexicanas.
Sin embargo, entre 1929 y 2000 México fue gobernado por un partido único integrado por elites de poder. Y a partir de 2000, el país avanzó en la transición democrática y la alternancia en el poder; proceso equivalente a «coyunturas críticas» en beneficio de las instituciones.
¿Y qué ha logrado la población mexicana tras toda esta historia? La respuesta es positiva en comparación con 1929; pero a la fecha más de 50 millones de compatriotas viven en la pobreza pues carecen de: nutrición, de salud, de educación, de agua potable, de vivienda y todo lo demás. Y para cada una de dichas carencias existen varias anquilosadas instituciones. En consecuencia y de acuerdo a la tesis del libro podemos suponer que las instituciones mexicanas son en su mayoría «extractivas».
EL PESIMISMO NUBLA EL CAMINO AL PROGRESO
La pobreza mexicana es la causa subyacente de nuestra realidad política. Ostentamos un estado nacional depositario del monopolio del poder y varios cuasi estados donde las organizaciones criminales, grupos clandestinos y autodefensas, exhiben la violencia ilegítima, extraen recursos de la sociedad a modo de cuotas o impuestos y resuelven disputas entre particulares. Toleramos a gobernantes deshonestos en todos los niveles, con la concurrencia de empresarios y ciudadanos que propician la corrupción. Antiguas elites sindicales de maestros y pseudo-estudiantes frenan la reforma educativa. Los mismos partidos políticos se han convertido en camarillas privilegiadas carentes de pluralidad, controles y contrapesos. En suma, las leyes no se cumplen.
¿Y cuál es nuestra actitud ante los hechos? El enojo y el pesimismo empañan la visión perspectiva de los problemas y lo mucho que hemos avanzado en la construcción de un entramado institucional. Sobre el particular, Jesús Silva Herzog Márquez (Diario Reforma), escribe: «el peligro de la irritación es perder la medida de los problemas y olvidar la dimensión de los cambios recientes. Es cierto que la pluralidad y la competencia no instalaron controles y contrapesos, la dinámica virtuosa no ocurrió. México fue capaz de construir una democracia germinal. Hay que repetirlo porque hace apenas unas décadas no teníamos partidos equilibrados, elecciones competidas, representación plural, un Poder Ejecutivo acotado por otros poderes constitucionales, un Congreso en el que ninguna fuerza política podía hacer su simple voluntad, una Corte central en la resolución de litigios políticos, una clara ampliación del ejercicio de las libertades, y súmele usted».
Para terminar la reseña de este libro –cuya lectura recomiendo– en el capítulo final, el 15, Acemoglu y Robinson concluyen que nuestro país «no solamente ha logrado la centralización política, también ha hecho avances significativos hacia un pluralismo incipiente».
En la Reunión Cumbre de las Américas 2015, el presidente Barack Obama expresó: «la sociedad civil es catalizadora del cambio. Las naciones fuertes tienen ciudadanos activos». ¿Y qué pueden hacer los ciudadanos de una nación empobrecida como México para provocar los cambios? Aparte de la violencia antes descrita, existen múltiples opciones de participación ciudadana para canalizar el enojo; esto es trabajando para reducir la pobreza. Permanecer indiferentes y dar la espalda a los procesos políticos implica riesgos mayores, incluido el populismo. Tengamos presente la cita de H. L. Mencken al referirse a la democracia: «es la patética fe en una sabiduría colectiva surgida de la ignorancia individual».