Los roles clásicos de nuestros antepasados homínidos son: la mujer a la casa y el hombre a la caza. Sin embargo, debido a su rudeza y riesgo de perder la vida, el papel masculino cobró mayor relevancia y estatus. La autora asegura que la cocina, actividad en principio femenina, fue aún más importante que la cacería, pues de ella dependía la buena nutrición del hombre-cazador; sin contar que su desempeño originó los conceptos de familia y matrimonio.
A lo largo de la historia, la figura del hombrecazador ha explicado la sociedad y la división del trabajo y de nuestros ancestros homínidos. Richard Wrangham,1 de la Universidad de Harvard, pone en duda esta hipótesis, pero no se atreve a sacar todas sus consecuencias. No obstante, sus investigaciones permiten una afirmación asombrosa: es la cocina y no la caza la actividad protagonista y con ella, obviamente, la mujer, cuya dedicación a esta tarea es «una regla admirablemente consistente» en las culturas primitivas y fuente de otras características humanas de importancia.
Por lo general, la dedicación de la mujer a la casa y del hombre a la caza se despacha con una frase sencilla: por conveniencia mutua. En efecto, para que surja la división de trabajo, y con ella la familia, es usual interpretar que la caza y sus efectos (ausencia del hombre en el hogar, aporte de alimentos) determinaron a su vez la dedicación de la mujer a las tareas domésticas (cuidado el hogar, preparación de los alimentos). Sin embargo, hasta hoy ninguna explicación repara en una pregunta: la extenuante actividad de la caza, ¿puede llevarse a cabo por igual si la alimentación es cruda o cocida?
Hasta hace poco –y aquí la corriente feminista tiene razón– la actividad masculina y cazadora fue entendida siempre como la determinante. Tan es así que en los años 60 proliferaron afirmaciones como: «nuestra inteligencia, nuestros intereses y emociones y la vida social básica, son todos productos evolucionarios de la adaptación a la caza».2 Sin embargo, las mismas feministas no han aportado ninguna solución convincente.
Wrangham tampoco se atreve, pero pone las bases al ofrecer otra explicación: la caza sólo es posible si antes ha habido una alimentación suficiente para que el cazador pueda realizar esta actividad agotadora y larga en duración. Por tanto, si la dieta del hombre tuviese como base la comida cruda, tal como sucede con los primates, entonces emplearía un aproximado de cinco horas diarias para ingerir las calorías necesarias que le permitieran dedicarse a tarea tan fundamental. Esto supondría casi 50% del día laboral, que dura aproximadamente 12 horas. En pocas palabras, si la dieta fuera cruda, la caza simplemente se tornaría inviable.
La aparición de la cocina como actividad cotidiana transforma los mismos alimentos, los hace más energéticos, con más calorías, más suaves de digerir, menos amargos y menos astringentes. El tiempo dedicado a comer se reduce drásticamente a dos horas diarias. Eso sí, siempre y cuando las mujeres dediquen el espacio y conocimientos necesarios a actividades cotidianas como la cocina y el dominio del fuego.
MUJER Y COCINA
Por tanto, la aparición de la cocina cambia radicalmente, no sólo el modo en que nuestros antepasados comieron, sino también su conducta social y la estructura de la jornada laboral. Si un hombre dedica la mayor parte del día a la caza, sólo puede satisfacer su hambre fácilmente si a su regreso se encuentra con la comida guisada. Pero si la comida que le espera es cruda tendría un gran problema para resolver…
Una tesis semejante necesita abundante justificación, pues levanta objeciones pertinentes: sin alimento, no hay cocina y, obviamente, los ingredientes más importantes no son los que aporta la mujer mediante la recolección de plantas, sino los que dependen del hombre-cazador. Sin embargo, esta postura no repara en que el comportamiento humano, en relación a la comida, no sólo difiere en demasía del de los animales, sino también –y esto es lo nuevo– presenta una notable distinción entre varón y mujer.
A diferencia de los animales, los seres humanos somos capaces de compartir la comida. Mientras ellos pelean por la presa, nosotros la distribuimos con nuestros comensales. En el ser humano cada familia representa una mini-economía que, principalmente, gira en torno a la distribución, preparación, consumo y conservación del alimento como fuente vital. Pero hay algo más, el hombre-cazador nunca sale a cazar solo sino en grupo y la regla es que el conjunto «decide» quién se queda con la presa del día, sin que ésta pertenezca necesariamente a quien la cazó. Por tanto, no hay una estricta relación entre matar y poseer, sino más bien entre matar y repartir.
Frente a Hobbes, que definiría al hombre como «un lobo contra el hombre», la sociabilidad y la ayuda mutua están por encima del derecho a la propiedad. El hombre-cazador no tiene la obligación de llevar algo para comer a su casa, actitud que se entiende sólo a la luz de la otra cara de la moneda: la mujer que cocina y organiza su hogar sabe cómo hacer durar el alimento, lo administra y guarda, y sabe también que, de la recolección que haga cada mañana, puede depender el alimento de toda la familia. Por esto, Wrangham no duda en afirmar que el trabajo de la mujer en su casa es la contribución más importante a la pareja, incluso más relevante que la caza.
LA MUJER INSTAURA LA PROPIEDAD
Esta otra cara de la moneda implica la aparición de un primitivo derecho a la propiedad. Sorprendentemente, en el caso del grupo de mujeres que cada mañana sale a recolectar frutos y plantas, no se da la misma conducta que en los cazadores. Lo recogido por la mujer le pertenece a ella y sólo a ella; no es objeto de distribución comunitaria. Es más, la paz social en un campo habitado por distintas familias depende de este primer derecho a la propiedad: la mujer posee el alimento para ponerlo a disposición de su esposo y su familia (si está casada) u ofrecerlo (si es soltera) a otro hombre y, en ese caso, dar lugar a la vida matrimonial. Toda alteración de esta norma básica perturba la paz social. Un hombre que pide comida a una mujer casada o una mujer casada que ofrece comida a un hombre están en peligro de ser acusados de adulterio. Ese ofrecimiento debe ser autorizado y bendecido.
Sólo en los seres humanos encontramos esta conducta, la protección que ejerce la mujer respecto del alimento es única entre los primates. Incluso el origen de la casa, el hogar, la familia y el matrimonio no puede prescindir de esta conducta singular. El pensamiento tradicional considera el origen de estas estructuras en las relaciones sexuales, pero esta propuesta puede complementarse. Para que haya matrimonio es preciso tener en cuenta que sólo el ser humano es capaz de poseer. Si es capaz de poseer, entonces también es capaz de tener una relación recíproca, única y permanente, que implique la donación corporal y la de todo lo que conlleva ser humano. Esta percepción, ausente en el mundo animal, comienza con una realidad tan cotidiana como la comida, fruto de un trabajo femenino: la recolección y la cocina.
Según estos presupuestos, no es que el sexo no cuente, es que no basta: lo que hizo posible la aparición de la institución familiar, sólo entre los homínidos, es la toma de conciencia de unas notas ausentes en los animales. El sexo no es un invento humano; en cambio, aunque la deep ecology y otras ideologías argumenten lo contrario, los animales carecen de derechos y por tanto de deberes, y como consecuencia, de la capacidad de decisión para crear una realidad como el matrimonio. La relación conyugal surge en este contexto y las tradiciones en torno a la comida y a la casa sustentan precisamente su aparición. No en vano la etnografía siempre ha constatado que, en la mayor parte de las sociedades primitivas, la mujer casada goza de un alto estatus y de considerable autonomía. La autora Catherine Perlés no duda en afirmar que «cocinar es una actividad social, que exige unas relaciones definidas y que soporta y refuerza normas sociales».
LA COCINA Y LA EVOLUCIÓN
Matt Ridley afirma que hoy en día escasean ideas realmente novedosas e importantes sobre la evolución. Sin embargo, las que ofrece Wrangham lo son, pues los beneficios que ha tenido el ser humano a lo largo de la evolución se entienden mejor con comida cocinada que con comida cruda. Esto es evidente en dos casos: la aparición del sistema digestivo humano y el crecimiento de la masa cerebral. Los dos van de la mano.
Para demostrarlo, la arqueología ya no suele aportar datos fiables y es preciso recurrir a otra ciencia que ha ganado buen terreno en su contribución a las teorías evolutivas: la biología. La boca pequeña, las mandíbulas ligeras, los dientes diminutos, el estómago chico y el colon y los intestinos mucho menos largos que los primates, hacen pensar que sólo una dieta con alta densidad de calorías y de consistencia mucho más suave que las carnes crudas es la causa de estas evidentes novedades anatómicas. Entre otras cosas, la drástica reducción del tiempo dedicado a comer y masticar debió influir en lo que suele denominarse proceso de hominización.
En la cadena de cambios, principalmente morfológicos, que ocurren en los millones de años que unen a Lucy (Australopithecus) con el Homo sapiens sapiens, hay dos hitos importantes: el paso de Lucy al Homo habilis, con el crecimiento de la masa cerebral y la aparición de una industria incipiente; y el paso del Homo habilis al Homo erectus o ergaster, con una masa cerebral aún mayor y cambios en el sistema digestivo marcadamente distintos de los animales.
Es opinión aceptada que el paso del primer estadio al segundo se debió a la alimentación carnívora de Lucy. Poco se sabe, en cambio, de la causa del segundo hito. Wrangham aporta una explicación plausible: el hecho de que el Homo habilis pudiera matar a animales más grandes justificaría un aparato digestivo suficientemente fuerte como para comer carnes más duras y en mayor cantidad. Sin embargo, nos encontramos con un escenario no sólo distinto, sino además totalmente contrario.
El Homo perdió muchas notas: desarrolló un modo de alimentarse que no exigía de él fuertes mandíbulas o dientes, ni procesos digestivos largos. Por esto, se trata de aceptar que gracias al control del fuego y a la práctica de la cocina empezó una cultura que permitió asimilar mayor cantidad de energía en condiciones gastronómicas más sofisticadas. En efecto, cuando nuestros ancestros descubren la riqueza de comida guisada, surge una nueva oportunidad evolutiva. Esto se confirma pues, hasta el día de hoy, ninguna cultura ha desarrollado una alimentación con base en comida cruda.
EN CONTRA DE LOS GRANDES GURÚS
Estas tesis contrastan con las de los mayores exponentes del tema. Charles Darwin, por ejemplo, da por supuesto que cuando se descubre el fuego, el hombre ya contaba con todas las características morfológicas actuales. Claude Levy-Strauss reforzó el aspecto «simbólico» del cocinar: actividad útil para que el hombre primitivo demostrara que no era una bestia más. Otros autores más recientes como Symons o Fernández-Armesto admiten que la cocina ha influido en la configuración del ser humano, pero no logran decir cómo ni por qué. Y es que la causa no está en la comida, sino en la comida cocinada y en las técnicas que aparecieron para mejorarla. Cocinar no sólo nos dio mejor comida, también nos hizo físicamente más humanos: permitió que nuestro cerebro creciera y que nuestro aparato digestivo se adaptara a las dimensiones actuales, mucho más pequeñas que las de los primates. Fue por tanto un factor decisivo en nuestro proceso de hominización.
Pero aún podemos añadir algo más. En virtud de esta actividad, la mujer se constituyó como el primer sujeto de derecho a la propiedad y desarrolló la primera actividad económica.
La recolección, el almacenaje y la preparación de alimentos, gracias al dominio del fuego, constituyen un universal antropológico que dio lugar a otro todavía más importante: la casa en su dimensión humana, como lugar donde la familia se origina y desarrolla, y como punto de referencia al que sus miembros vuelven, principalmente el hombre-cazador que, con o sin presa, regresa en busca del alimento preparado a lo largo del día, para reponer fuerzas y volver a su actividad.
Aunque sea políticamente incorrecto, no queda más remedio que admitir que la mujer-cocinera está en la base de la división del trabajo y de la vida social familiar; además es la primera en ejercer un derecho a la propiedad. Sin ella, no hubiese aparecido el hombre-cazador.
Notas Finales
1 Wrangham, Richard. Catching Fire. How Cooking Made Us Human. Profile Books, London, 2009, 309 págs.
2 Sherwood-Washburn-Chet Lancaster.