Nuestro siglo, maleado por las vastas simplificaciones de la propaganda patriótica o comercial
Jorge Luis Borges
Hace unas semanas murió uno de los escritores más influyentes en el pensamiento moderno. Con la muerte de Ray Bradbury, concluye el siglo XX literario y empieza la revisión de su escalofriante testamento.
En cierto momento Harold Bloom, el vetusto profesor de Literatura en Yale, reconoció haber notado que Shakespeare nos enseñó a hablarnos a nosotros mismos, mientras que Cervantes instruyó sobre cómo hablar los unos con los otros. Cada escritor deja una suerte de aleccionamiento a la humanidad; su legado consiste en la transformación de la especie y, al mismo tiempo, la especie va enriqueciendo al escritor. El mismo Bloom ha confesado que su adorado Shakespeare goza de mejor salud ahora que en el siglo XVIII, por ejemplo. En fin, que en el caso de Ray Bradbury, él nos enseñó a cuidarnos de nosotros mismos.
Permítame, en este punto y a riesgo de resultar pedante, una confesión y un paréntesis. Confesión: aún no me recupero de la briosa sacudida que me propinó Fahrenheit 451 cuando lo leí en mi último año de preparatoria; todavía hoy conservo en mi memoria –y espero que para siempre– una cita, aquélla que Bradbury pide prestada a James Boswell (paréntesis): «No podemos determinar el momento preciso en el que nace una amistad. Así como al llenar un recipiente gota a gota, hay una gota final que lo hace desbordarse, así, en la amistad, tras una serie de gentilezas, hay una gota final que acelera los latidos del corazón».1
Quizá por esa enérgica conmoción juvenil y contra la opinión de muchos, me parece que Bradbury no construyó una literatura de ciencia ficción sino algo mucho más complejo. Entenderé, por supuesto, que en este momento usted piense que soy un idiota engreído y que bote la revista para irse a burlar de mí a otra parte; pero, deme un minuto, si me lo permite, que trataré de explicar mi aventurado parecer.
Contra la libertad
Por supuesto, usted recordará algunas distopías furiosas como 1984 o Un mundo feliz, aquellas novelas inspiradas en Nosotros, el malavenido relato de Yevgeni Zamiatin, de 1921, que animó también a la famosa película de Fritz Lang; desesperadas historias de la primera mitad del siglo XX que imaginaron las horrendas consecuencias de los estados totalitarios que pretendían imponer una idea de felicidad a sus gobernados en medio de ridículos escenarios de paz y seguridad sempiternas, amor y riqueza prodigados para cualquiera por un ente gubernamental poderoso y pertinaz.
Advertirá que, tanto en el caso de Orwell como en el de Huxley –sobre todo en el primero–, el gobierno absoluto es el enemigo a vencer, un opresor irredento y sin corazón, sin cara siquiera, que somete a la pobrecita humanidad. Los mecanismos mediante los cuales el poderío de la dictadura cobra sentido aparecen con menor o mayor gracia; pero, en esencia, apelan a la anulación de la libertad. En 1984, la vigilancia omnipresente; en Un mundo feliz, el control biológico.
De una grosería supina sería abundar aquí sobre los fastos frutos que supone cancelar el albedrío humano; el sueño del opresor y pesadilla del oprimido que inspiró las alabanzas carcelarias de Viktor Frankl, aquellas de «aunque me encierren nunca podrían obligarme a tal», etcétera. Total, que usted sabe perfectamente cuánto vale la libertad y la aprecia por encima de cualquier otra realidad de su entorno por lo que cualquier otra observación al respecto sobraría.
Pero, ayúdeme; es decir, no deje usted que me desvíe. Vamos a ver; la novela apenas cumplirá 60 años de haberse publicado por primera vez. Permítame recordarle que, por aquellos años, el mundo gozaba de una paz inédita tras los arrebatos megalómanos de Hitler y Estados Unidos, el Plan Marshall apenas alcanzaba una década de haberse instaurado, la televisión contaba con unos pocos años de desarrollo –faltaban todavía dos años para la fundación de Telesistema Mexicano, de Azcárraga Vidaurreta, por ejemplo– y la carrera espacial aún se mantenía en el papel. Acá en México, con Adolfo Ruiz Cortines en la presidencia de la república, María Félix lloraba la muerte de Jorge Negrete –en ese año se estrenó Reportaje, la película que los uniría por última vez– y La colmena, de Camilo José Cela, venía desembarcando de España con gran expectativa.
Simplemente, la más escalofriante
En ese año, con una frialdad escandalosa, Fahrenheit 451 puso al lector de entonces ante su propio destino. Bradbury, de 33 años, atinó a describir realidades que hoy a nadie sorprenden (la televisión plana o los auriculares telefónicos), pero que son simples anécdotas comparadas con su pronóstico de una sociedad estulta e indefensa, enajenada y banal, ingenua y desdeñosa.
Me parece que, dada la anécdota y el año en el que fue escrita, la distopía de Ray Bradbury es, simplemente, la más escalofriante de entre sus contemporáneas; sobre todo por su escasa parafernalia. En 1984 o Un mundo feliz los escenarios no dejan de ofrecerse como épicas debacles de nuestros paraísos particulares; recuerde por ejemplo la devastación de las iglesias cristianas o la mega fábrica humana en la novela de Huxley, por mencionar sólo un par de ejemplos. Bradbury, en cambio, es mucho más simple; la nocturnidad de una calle, unos ojos que se miran por horas, un tipo que huye, unos libros que arden; un escenario, en fin, cotidiano y cercano para cualquiera, hasta para el más falto de imaginación.
Quizá usted no haya calculado tampoco lo que anticipó Fahrenheit 451. Esta sociedad derrotada e ignorante, asombrada por chunches que se dejan rozar con la yema de los dedos para darnos las claves del éxito y que cumplen sistemáticamente nuestro deseo de saberlo todo; esta sociedad, la nuestra, seducida por la novedad y los anticancerígenos, fue descrita oportunamente por Bradbury en su novela, entregada por partes en revistas y pasquines de mala muerte y cuya edición definitiva podría ser la de 1953.
La felicidad como una máscara
Siempre he pensado que Bradbury bautizó a su protagonista-bombero –encarnado por Oskar Werner en la cinta de Truffaut– pensando en Michel de Montaigne y en Guy de Maupassant. Ignoro si sea verdad, pero me gusta creerlo. El caso es que Guy Montag, miembro del cuerpo de bomberos, anda quemando libros para salvaguardar a la humanidad de tan peligrosa pieza y con la noble misión de no dejar que «un torrente de filosofía lóbrega invada el universo».
He aquí el elemento más estremecedor del relato; que el enemigo que ha secuestrado las voluntades no es un enconado tirano ni un estado despótico. Quienes han conseguido la rendición cívica en favor del gobierno son, en el relato, los propios ciudadanos. ¿Cómo? Bradbury lo tenía claro: el libro es el arma más peligrosa porque nos abre la puerta del pensamiento y nos conduce al cuestionamiento constante, a someter nuestras propias al crisol de la crítica. Suena a perogrullada; pero, créame, no lo es.
Mire, me detendré en la que, quizá, es la parte más escalofriante de toda la novela, esa en la que Montag y su jefe, el capitán Beatty, conversan largamente. Hasta antes de esa distendida charla, Montag era un hombre feliz; un trabajo digno y humanamente loable, una mujer guapa, la vida resuelta, justas aspiraciones… una existencia envidiable. Sin embargo, el inexperto bombero hurta un libro, lo esconde y lo lee y luego, su encuentro con la joven Clarissa pone en entredicho muchas de sus convicciones y toda la cabeza le da vueltas. La inesperada vista del capitán Beatty responde a esas inquietudes.
¿Cómo llegamos a tal estado de la cuestión? ¿Por qué es un delito la posesión de libros? ¿Por qué el cuerpo de bomberos se dedica a quemarlos? ¿Por qué son una amenaza? ¿Por qué es mejor la televisión, cuya señal ininterrumpida se deja ver a todo lo largo y ancho de una habitación, hecha una con los muros y a la que ahora llamamos «la familia»?
No comenzó desde el gobierno, admite Beatty, «No hubo órdenes ni declaraciones ni censura en un principio, ¡no! La tecnología, la explotación en masa, y la presión de las minorías provocó todo esto» y, a partir de esta fiebre por la eficacia, se abreviaron los años de estudio, cuando se relajó la disciplina y se hizo a un lado la historia, la filosofía y el lenguaje. «Las letras y la gramática –recuerda el capitán de bomberos– fueron abandonadas, poco a poco, hasta que se las olvidó por completo. La vida es lo inmediato, sólo el trabajo importa. Divertirse, sí, pero después del trabajo».
¿Queríamos eficiencia y éxito, cierto? Pues, para hacer tortilla hay que romper huevos y adelante, los clásicos del pensamiento humano reducidos a audiciones de radio de quince minutos y, éstas, reducidas otra vez a una columna impresa de dos minutos y, luego, resumidos en un diccionario en diez o doce líneas. Olvidémonos de las agobiantes lecturas de pavorosos bodrios como la Divina comedia o el Quijote ni qué decir de la Ilíada o el Mahabarata. Cápsulas de sabiduría para todos y felicidad absoluta. «Resúmenes, resúmenes, resúmenes –celebra Beatty–. ¿La política? Una columna en el periódico, dos frases, un titular. Luego, en pleno, aire ¡todo desaparece!».
Ahí, en las sexagenarias páginas de Fahrenheit 451, Bradbury puso en evidencia nuestra proclividad a la ignorancia y la asepsia. La barbarie como remedio para todo, alimentada por la pasmosa fascinación por lo nuevo. «La gente cómoda –se advierte en la novela– sólo quiere ver rostros de cera, sin poros, sin vello, inexpresivos». Llámeme romántico y eche una miradita a su mundo; no vaya muy lejos, entre a su cocina. En alguna cajita habrá azúcar sin calorías; en el refrigerador, leche sin lactosa; más allá, café sin cafeína. Su mundo y el mío son como una escenografía de comercial de barritas energéticas dentro del que desfilan un sinfín de atléticos cuerpos que, por más que se ejerciten, no sudan ni una gota; no podría ser de otra manera, porque «éste –dice Bradbury por boca de Beatty– es un tiempo en que las flores crecen a costa de otras flores, en vez de vivir de la lluvia y la tierra».
Noticias incombustibles
Hoy, lo importante es mantenerse informando. Reconózcalo: si no fuera por su iPad usted estaría frito… bueno, no sólo sin su iPad, también sin su iPhone y su Twitter y así. Vamos, que o se está en la súper carretera de la información o no se está. El mundo es internet, el mundo avanza y usted no puede quedarse a la zaga, papaloteando así nomás. ¿Cuántas alertas noticiosas hay sin leer en su bandeja de entrada? ¿Cuántos seguidores tiene en Twitter? ¿Cómo anda su nivel de lectura, cuántas palabras lee por minuto? La información disfrazada de conocimiento nos obsequia una satisfacción sin igual; gracias a nuestra destreza en el universo de la comunicación, somos capaces de explicar desde el jubileo de la reina Elizabeth II hasta la crisis financiera en Grecia sin requerir de la historia ni de la economía. Nos basta un clic y ¡pum-pin-pam!
¡Ah, Bradbury! En 2008, según consigna la BBC, declaró su animadversión a internet: «Carece de significado –sentenció–, no es real. Es sólo una gran distracción». Devoto defensor del libro, Bradbury construyó Fahrenheit 451 como la mayor apología que alguien haya hecho jamás de la literatura; por más que muchos se empeñen en llamarla ciencia ficción (él mismo nunca usó el adjetivo y apenas si alcanzó a calificarla como «fantasía»), se trata del máximo alegato bibliófilo.
Para el longevo escritor, leer es la condición de posibilidad de la educación vital y, al contrario, quien no lee es incapaz de decidir; el no lector pierde así la posibilidad de ejercer el acto de mayor humanidad. De ese tamaño es el drama narrado en Fahrenheit 451; se trata de un universo sin tradición, desprotegido, amenazado constantemente por la zafiedad de la moda, un mundo de indigencia moral, donde toda la belleza proviene únicamente de la vulgaridad televisada. Qué tino el de Bradbury; y mire que el gran público sólo quedó fascinado con sus Crónicas marcianas y obvió su novela más aterradora y poderosa. De haberlo leído con atención, con pausa… pero, la advertencia se nos escapó. A todos. En esa extendida conversación con Montag, el capitán Beatty insiste sobre la misión del cuerpo de bomberos y de su función liberadora:
Llénalos de noticias incombustibles. Sentirán que la información los ahoga, pero se creerán inteligentes. Les parecerá que están pensando, tendrán una sensación de movimiento sin moverse. Y serán felices, pues los hechos de esa especie no cambian. No les des materias resbaladizas, como filosofía o psicología, que engendran hombres melancólicos. El que pueda instalar en su casa una pared de televisión, y hoy está al alcance de cualquiera, es más feliz que aquel que pretende medir el universo o reducirlo a una ecuación. Al diablo con esas cosas. ¿Qué necesitamos entonces? Más reuniones y clubes, acróbatas y magos, automóviles de reacción, helicópteros, sexo y heroína. Todo lo que pueda hacerse con reflejos automáticos.
Creerse inteligentes, sentir que se piensa, moverse sin hacerlo bajo el reflector de la apariencia. Lo que Ray Bradbury nos mostró en Fahrenheit 451 ya es una contundente realidad y no deja de sorprenderme su exactitud profética. Vamos a ver, ¿leer a Esquilo? ¡Por favor, para qué! ¿O un panfletillo de hace más de dos mil años nos hará más eficaces? ¿Dice usted el Amadís de Gaula? ¡¿Qué es eso?! ¿Filosofía e historia en la secundaria? ¡Vaya, pero ni en la universidad! ¿A quién se le ocurre? Las reglas del mercado son así, poderosas para escalar la empinada senda hacia el éxito. ¡Todos los libros a la hoguera, que no sirven para el progreso!
Desastres aparte, hoy los libros no existen; su destino es adornar la sala o la oficina. Lo verdaderamente aterrador fue que no hizo falta sacar a los bomberos de sus cuarteles y enviarlos a incendiar desde el Gilgamesh hasta El gran Gatsby. No fue necesario llamar al escuadrón 451, ese de la salamandra en su escudo para acabar con los libros; nosotros solitos los mandamos a hacerle compañía al conde Ugolino, porque, como siempre, la realidad fue más terrible que la ficción.
Total, que por habernos dejado Fahrenheit 451, su primera novela y la mejor, a Bradbury debe de atribuírsele la misma definición de buen escritor que él mismo ofrece en esas páginas indispensables: «Los buenos escritores tocan a menudo la vida. Los mediocres la rozan rápidamente. Los malos la violan y la abandonan a las moscas».
Notas
1 Le dejo el original de Boswell, recogido en su biografía del doctor Samuel Johnson: «We cannot tell the precise moment when friendship is formed. As in filling a vessel drop by drop, there is at last a drop which makes it run over; so in a series of kindnesses there is at last one which makes the heart run over».