La cultura es un viejo concepto que ha hecho referencia, desde siempre, a otro término: el cultivo. Y el cultivo de cualquier cosa, supone duración, el tiempo que media entre la siembra y la cosecha. No hay pues cultura sin referencia a las coordenadas temporales y espaciales, sin alusión al tiempo y al espacio. Precisamente por eso, cualquier momento cultural dice referencia –dentro del proceso que significa– al pasado y al futuro, a las tradiciones y al progreso.
Puede afirmarse que el tiempo –o mejor, la temporalidad– es el eje vertebrador, alrededor del cual anidan y acunan los sucesos que con su entretejerse configuran eso que hemos dado en denominar cultura.
El hombre no puede escapar, como ser pasivo y hacedor de cultura, a la acción medular del hilo de la temporalidad que enlaza, de forma continuista, la totalidad de los eventos de su proyecto biográfico personal.
En nuestra cultura, una de las coordenadas que probablemente más ha cambiado es la de la temporalidad. Apenas unas décadas atrás, cuando un hombre concebía una meta cualquiera (comprar un coche, cambiar de casa, casarse, etcétera), reparaba en el tiempo. Precisamente por eso se imponía plazos, sujetándose a un calendario previamente establecido, en el que se marcaban los hitos principales que habrían de jalonar el curso y desarrollo del proyecto así concebido.
Tal modo de proceder nos parecería hoy obsoleto. Hoy, se compra por adelantado, sin las fatigosas paciencias de antaño de esperar a haber reunido el precio de lo que se compraba. Hoy, no se alimentan y acrecen las ilusiones mientras se trabaja para, más tarde, realizar un crucero, sino que primero se realiza el crucero y más tarde se paga, aunque haya que trabajar para resarcir la deuda contraída en el pasado.
Ante el deseo de presenciar cualquier espectáculo –una película, un partido deportivo, etcétera– hoy basta con hacer «clic» y tal deseo se realiza instantánea y misteriosamente ante nosotros. Nada de particular tiene, una vez que nuestras demandas se satisfacen tan puntualmente, que el hombre contemporáneo ya no sepa esperar; más aún, que se frustre terriblemente siempre que está forzado a hacerlo. Estamos en la cultura del instante, en la cultura del «clic», un cambio cultural éste que puede parecernos intrascendente, pero que en absoluto lo es.
LA CULTURA DEL INSTANTE
La cultura del instante significa, entre otras cosas, la ruptura y disolución del continuismo de la duración. Se ha roto definitivamente el eje que entrevera el pasado, el presente y el futuro, es decir, la historia. Y como ahora sólo importa el instante, la historia ya no existe. Todo lo que no es ya, ahora, sencillamente no existe.
La historia ha devenido en un mito legendario, que siendo incapaz de darnos cuenta de lo acontecido, resulta todavía más impotente para iluminar nuestro presente. Una vez que el hombre se ha desvinculado de su pasado –que en tanto que no es este instante presente, no es en absoluto– con mayor facilidad se liberará de su devenir, que todavía no ha llegado a ser y que ni siquiera fue.
Sin pasado y sin futuro sólo le queda al hombre la instalación en el instante presente. Pero desde esa instalación, nada puede anticipar (hacer una prospección del futuro de manera que con mayor probabilidad se realice lo proyectado) y nada futurizar (beneficiarse de la experiencia del pasado para atisbar las trayectorias por las que irá el futuro).
El tiempo humano acaba así por escindirse y estallar en instantes sueltos –todo lo placenteros que se quiera–, pero inarticulables e invertebrados, que la conciencia humana es incapaz de entrelazar e integrar en una unidad de sentido que sirva como fundamento de la identidad personal.
Sin pasado y sin futuro, sin un proyecto biográfico y personal coherente que hunda sus raíces en el pasado y tenga su meta puesta en el futuro, la identidad personal forzosamente tendrá que volatilizarse, al consistir en apenas la identidad de ese concreto instante.
Si la duración se reduce a mero instante, nada puede el hombre recordar y nada puede predecir. Impedido para hacer pie en su experiencia del pasado, resulta impotente también para proyectarse hacia el futuro. Surge así el extrañamiento del yo, al no disponer de las necesarias coordenadas referenciales en las que fondear, hacer pie y orientarse respecto de quién es y qué quiere realizar.
Cada instante se percibe así como algo diferente al anterior y al posterior. Pero esas diferencias instantáneas, condenan al hombre a la indiferencia del incompromiso, al no poder vincularse a nada de cuanto le rodea. El hombre deviene así en un conglomerado de instantes diferentes, solitarios, ingrávidos e impermeables entre sí, hasta el punto de resistir todo intento de articulación y encadenamiento entre ellos.
EL INSTANTE DE LA CONTRACULTURA
La fractura que el instantaneismo asesta a la unidad e identidad del hombre, le sitúa al filo del vertiginoso abismo de la nada, un lugar en el que con facilidad emergen el hastío, el aburrimiento, el tedium vitae, la desgana y la náusea. El hombre, en la cultura del instante, vuelve a experimentarse como una cuasi nada que sobrenada en la nada.
La destemporalización de la cultura del instante, aparentemente libera al hombre de todas las ataduras y compromisos, pero para encadenarlo, únicamente, a la continua experiencia del vacío. El ser del hombre queda así desmigajado en lo eventual y episódico de sus experiencias instantáneas, a las que apenas está unido por los hilos, más bien escasos, de lo circunstancial y tránsfugo.
Al final de la búsqueda de sólo el instante placentero, forzosamente aislado de cualquier otra referencia, sólo queda la amarga seducción de los fantasmas de los que se pretendía huir, que ahora pueblan y adensan el sin sentido de la vida humana.
La opción por el instante, o mejor por el placer de cada instante, frustra y reprime en el hombre su capacidad de compromiso. La cultura del instante no es compatible con la cultura del compromiso. La cultura del instante transforma al hombre en un nuevo animal incapaz de prometer. Si opta por sólo el instante, el hombre no puede ya empeñar su palabra en la promesa que compromete y que gustosamente ha de cumplir.
Pero sin compromisos, sin poder ejercer la capacidad de comprometerse, el hombre está radicalmente perdido. Si reducimos la temporalidad a instantaneidad, se amputa en el hombre uno de los ingredientes más importantes a los que debe su dignidad: su capacidad de fidelidad. Esta amputación supone algo muy grave y penoso: la imposibilidad de ser feliz. No deja de ser curioso que hoy se confundan placer y felicidad, dos conceptos que en absoluto son sinónimos. Pero éste es el resultado cierto de la cultura del instante.
El hombre sin vínculos ni compromisos, ciertamente podrá embriagarse con muchas experiencias placenteras instantáneas, pero sólo en la medida en que renuncie a ser feliz.
Se ha escrito que Narciso es el símbolo de la cultura posmoderna y la indiferencia su sustancia. Y nada tengo que añadir a esta afirmación. Si todo está permitido al hombre, si la autonomía individual no tiene ninguna restricción –sólo existe el instante y no hay ningún compromiso que nos limite–, entonces al hombre no le queda otra opción que vivir únicamente para sí mismo.
La cultura del instante, el instantaneismo del hombre contemporáneo, por mor de su desvinculación con la temporalidad, se transforma en instantaneismo nihilista. Pues, por muchos placeres que se dispensen al hombre contemporáneo en nuestra actual cultura, la cultura del instante dispensadora de esas gratificaciones hedónicas deviene en anticultura.
Si la temporalidad humana se reduce a instantaneidad placentera, cualquier manifestación cultural se revestirá de esa instantaneidad y, en consecuencia, la «cultura del instante», se transformará en apenas el «instante de una contracultura», que por no estar vinculada ni con lo anterior ni con lo posterior, dejará de ser cultura, es decir, soporte estable que ayude al hombre a crecer y a progresar, haciéndose cada vez más digno.