Un «espeso caparazón de poder material y un corazón que se ha quedado vacío» es un símil con el que Benedicto XVI define la evolución de la humanidad, cuando la técnica se erige en criterio de verdad.
Imagine que sí, que por fin la sociedad ha conseguido el orden y progreso tan ansiados: prosperidad, calles limpias, salud, seguridad, control absoluto de lo eventual. Este anhelo ha quedado grabado en registros clásicos como los de Platón, san Agustín, Nicolás de Cusa o Tomás Moro y, otros, digamos recientes, como los de Aldous Huxley, George Orwell, Ray Bradbury o Fritz Lang.
Desafortunadamente y al margen de cualquier utopía, en la vida real el empeño por conquistar el mundo feliz ha ido dejando resabios; incluso, los pobres no han sido sólo inevitables, sino necesarios. ¿Por qué parece imposible construir un mundo justo para todos? ¿Por qué suponer almas de oro, plata y bronce? ¿Por qué, luego del triunfo del progreso, siempre hay sobrantes? ¿Por qué en el fondo queda la desazón?
Tal preocupación no es ajena a Benedicto XVI y de ella se ocupa en su más reciente carta encíclica, Caritas in veritate, sobre «el desarrollo humano integral en la caridad y en la verdad». Urgido por el sismo financiero de 2008, con epicentro en Wall Street, pero en atención también al alubión de atentados contra la injusticia y el desorden social, el Pontífice firmó la carta en verano de 2009. Ahora, en medio aún de los efectos de incertidumbre de un sistema que mostró su lado más flaco, vale la pena acercarse a ella.
Las cavilaciones alrededor del desarrollo integral del hombre no son nuevas en la mente del Papa. «El capitalismo que se desarrolla apuntando polarmente hacia la tecnología y el dinero –advirtió Carlos Llano hace más de dos décadas–, sigue una línea errónea. Se dice que los dinosaurios se extinguieron porque evolucionaron siguiendo un camino equivocado: mucho caparazón y poco cerebro, abundantes músculos y escaso entendimiento. Y Joseph Ratzinger se pregunta: ¿no nos hemos desarrollado nosotros de un modo también equivocado? ¿No hemos desarrollado mucha técnica y poca alma? ¿Un espeso caparazón de poder material y un corazón que se ha quedado vacío?».
Las imágenes recientes de miles de personas desesperadas, enardecidas tras un pedazo de pan, en un Haití colapsado, hacen todavía más evidente que aquella realidad cuestionada por el entonces cardenal Ratzinger no ha quedado resuelta. «Soy consciente –admite en la carta– de las desviaciones y la pérdida de sentido que ha sufrido y sufre la caridad, con el consiguiente riesgo de ser malentendida, o excluida de la ética vivida y, en cualquier caso, de impedir su correcta valoración. En el ámbito social, jurídico, cultural, político y económico, es decir, en los contextos más expuestos a dicho peligro, se afirma fácilmente su irrelevancia para interpretar y orientar las responsabilidades morales».
EL AMOR LO ES TODO
Es imposible que el tejido social se mantenga fuerte al margen de la ayuda desinteresada, del trabajo colectivo, de la justicia, de la solidaridad o de la gratuidad que son, en resumidas cuentas, las acciones en las que la caridad toma forma. La caridad es el principio que sostiene dicho tejido, tanto en un entorno reducido, como la familia o la amistad, como en las macro relaciones de los ámbitos social, económico y político. El Papa advierte de los peligros de excluir la caridad –el amor– de la vida del hombre y no se reserva nada al aclarar enérgicamente que «la caridad lo es todo».
Y si la caridad constituye el quicio de la vida humana es porque se inserta en el contorno de un orden natural –digamos, sensato–. Nuestro mundo está regido por una lógica a prueba de balas: las cascadas no caen hacia arriba ni los géiseres se elevan hacia abajo. Esas leyes universales no son exclusivas de lo material y alcanzan al hombre: preservar la vida, confiar en los demás, tender a las certezas; moverse, en última instancia, dentro de un marco lógico, verdadero.
A esta verdad –este orden– es a la que se refiere Benedicto XVI en la encíclica. «La verdad es lógos que crea diá-logos y, por tanto, comunicación y comunión. (…) La verdad abre y une el intelecto de los seres humanos». Y, en el contexto sociocultural vigente, «en el que está difundida la tendencia a relativizar lo verdadero, vivir la caridad en la verdad lleva a comprender que la adhesión a los valores del cristianismo no es sólo un elemento útil, sino indispensable para la construcción de una buena sociedad y un verdadero desarrollo humano integral».
Así entendida, la verdad da su verdadero sentido al amor. «Sin verdad –explica el Papa–, la caridad cae en mero sentimentalismo. El amor se convierte en un envoltorio vacío que se rellena arbitrariamente. Éste es el riesgo fatal [inevitable] del amor en una cultura sin verdad. Es presa fácil de las emociones y las opiniones contingentes de los sujetos, una palabra de la que se abusa y distorsiona, terminando por significar lo contrario. La verdad libera a la caridad de la estrechez de una emotividad que la priva de contenidos relacionales y sociales, así como de un fideísmo que mutila su horizonte humano y universal. En la verdad, la caridad refleja la dimensión personal y al mismo tiempo pública de la fe en el Dios bíblico, que es a la vez Agapé y Lógos: Caridad y Verdad, Amor y Palabra».
ENSANCHAR LA RAZÓN
El gran cuestionamiento de Benedicto XVI en Caritas in veritate apunta hacia un modelo de vida que ha claudicado a favor de la mentalidad tecnicista, que hace coincidir realidad con factibilidad y que ha forjado en muchos la convicción de que el único criterio de verdad es la eficiencia y la utilidad.
«No basta progresar sólo desde el punto de vista económico y tecnológico», precisa el Papa, hay que «ensanchar la razón y hacerla capaz de conocer y orientar estas nuevas e imponentes dinámicas, animándolas en la perspectiva de esa “civilización del amor”, de la cual Dios ha puesto la semilla en cada pueblo y en cada cultura».
¿Cómo aterrizar este ensanchamiento de la razón que advierte el Papa? De nuevo la justicia, la solidaridad y la gratuidad se yerguen como los espacios irrenunciables para que el desarrollo humano sea viable; de ahí que sólo en el ejercicio de estas tres virtudes –que así se llaman– sea posible conquistar un equilibrio social real, por encima de cualquier avance técnico.
La oferta del Génesis, «seréis como dioses», late en el fondo de la fascinación por el progreso, por lo nuevo, por lo brillante (el que no conoce a Dios, a cualquier barbón se le hinca; mire si no cómo el mundo se arrodilló sin más ante Steve Jobs, cuando hace poco presentó su iPad).
«El desarrollo tecnológico –zanja Benedicto XVI– puede alentar la idea de la autosuficiencia de la técnica, cuando el hombre se pregunta sólo por el cómo, en vez de considerar los porqués que lo impulsan a actuar».
EL DESARROLLO COMO PROBLEMA DE INGENIERÍA FINANCIERA
Desterradas la caridad y la verdad de la sociedad, la técnica pierde toda su riqueza humana y, sin un fondo humano, el hombre es quien se pone al servicio de ella y no al revés. De ahí que cobre mucho más fuerza la condena del Papa cuando nos recuerda que «la técnica nunca es sólo técnica. Manifiesta quién es el hombre y cuáles son sus aspiraciones de desarrollo, expresa la tensión del ánimo humano hacia la superación gradual de ciertos condicionamientos materiales». Ésta es la verdadera técnica humana, la que sirve al hombre y no se aprovecha de él.
Una sociedad que empeña su desarrollo única y exclusivamente en la técnica, sin considerar la caridad ni la verdad, está condenada a la pequeñez humana, como afirma el Papa, «el desarrollo es imposible sin hombres rectos, sin operadores económicos y agentes políticos que sientan fuertemente en su conciencia la llamada al bien común. Se necesita tanto la preparación profesional como la coherencia moral. Cuando predomina la absolutización de la técnica se produce una confusión entre los fines y los medios, el empresario considera como único criterio de acción el máximo beneficio en la producción; el político, la consolidación del poder; el científico, el resultado de sus descubrimientos».
El sinfín de fórmulas ofrecidas para que todos los hombres en todas las naciones alcancen una vida justa y digna no ha dado pie con bola. Las cúpulas estatales en todo el mundo se quiebran la cabeza tras la utopía de que nadie carezca de lo necesario.
En ese intento, el dinero invertido y los recursos puestos en la mesa parecen igualmente interminables… y nada. ¿Por qué? «El desarrollo de los pueblos –contesta el Papa– es considerado con frecuencia como un problema de ingeniería financiera, de apertura de mercados, de bajadas de impuestos, de inversiones productivas, de reformas institucionales, en definitiva como una cuestión exclusivamente técnica. Sin duda, todos estos ámbitos tienen un papel muy importante, pero deberíamos preguntarnos por qué las decisiones de tipo técnico han funcionado hasta ahora sólo en parte. La causa es mucho más profunda. El desarrollo nunca estará plenamente garantizado por fuerzas que en gran medida son automáticas e impersonales, ya provengan de las leyes del mercado o de políticas de carácter internacional».
¿Cómo conseguir, entonces, el legítimo anhelo de un mundo mejor, ése que señalaba Pablo VI donde todos los pueblos salieran del hambre, la miseria, las enfermedades endémicas y el analfabetismo? Para Benedicto XVI la clave está en lograr una «inteligencia capaz de entender la técnica y de captar el significado plenamente humano del quehacer del hombre, según el horizonte de sentido de la persona considerada en la globalidad de su ser. Incluso cuando el hombre opera a través de un satélite o de un impulso electrónico a distancia, su actuar permanece siempre humano, expresión de una libertad responsable».