El sentimiento cómico de la vida

No es un humor refinado pero, últimamente, el programa de televisión que más risa me da es una competencia para ver quién logra superar una serie de obstáculos sin ser derribado por enormes mazos, golpeado por pistones gigantes, arrasado por descomunales bolas de hule o molido por un arsenal de guantes de box que inesperadamente brotan de una pared. Podría llamarse «Hombre al agua» (el nombre original es Wiped Out) porque los participantes, tras ser golpeados, caen en una enorme alberca de agua cristalina. Cuando un concursante que no me cae gordo llega a la meta, siento alegría por él, pero es una emoción moderada si la comparo con las carcajadas que me produce ver, desde distintos ángulos y en cámara lenta, cómo los intrépidos participantes resbalan, tropiezan, se estrellan contra una pared y caen sin tener tiempo de componer un poco la figura.
Venir al mundo es como encontrar en el buzón una carta que dice: «Felicidades. Usted ha sido elegido para participar en Hombre al Agua». Sólo que la secuencia es inversa: primero estás en una tibia bañera, luego te sacan y vienen los golpes. Un señor diez veces más grande que tú te toma por los pies, como si fueras ave de corral, te expone desnudo a las miradas de personas que no tienes el gusto de conocer (la enfermera, el anestesiólogo) y te aporrea el trasero; para deleite de todos, tú lloras. El numerito se repite, con variaciones, durante los siguientes sesenta o setenta años, si tienes la suerte de sobrevivir a tan larga cadena de humillaciones.
HUMOR: UN TRASPIÉS EN LA LÓGICA
El sentimiento cómico de la vida consiste en percibir nuestros propios tropiezos como quien contempla un espectáculo humorístico (es decir, montado para dar risa). Reducida a su componente esencial, la comedia es la representación de un conflicto que se resuelve favorablemente, muchas veces con unas bodas que prometen la continuación de la vida, como negando la ley fundamental de que todo tiene que morir. Los trancazos y subsecuentes chapuzones de los concursantes en «Hombre al Agua» dan risa porque sabemos que van a caer en blandito. Las vacilaciones y caídas del infante que da los primeros pasos son una de las escenas más cómicas que hay, porque sabemos que esos golpes no son mortales y que a fin de cuentas todo saldrá bien: el niño aprenderá a caminar.
Una entrevista de trabajo en la que hemos hecho el ridículo puede darnos risa si logramos observar nuestro fracaso como parte de una narrativa en la que tarde o temprano las cosas se arreglan: en algún momento veremos la pifia con indulgencia y risa; el humor implica un acto de fe para colocarnos desde ahora en ese futuro desde el cual los zapotazos intermedios son al fin y al cabo inocuos.
La bestia que todas las teorías del humor deben enfrentar es guanga y pequeñita, pero muy resbalosa: la proverbial cáscara de plátano. ¿Qué hay de gracioso en perder el paso, tropezar y caer? Cuando el arte echa mano del humor, suele hacerlo poniendo en escena alguna variación del tropiezo, como en la comedia de equivocaciones y en la sátira, o como en el traspiés lógico del juego de palabras.
SACA DE QUICIO AL AUTÓMATA
Para Thomas Hobbes y luego para Sigmund Freud, la risa esconde siempre un elemento de agresión, una afirmación de mi propia capacidad de permanecer de pie mientras el objeto cómico da el azotón. «No te dejarás poseer por una risa incontenible», proponía Pitágoras a sus secuaces como máxima moral, y su sentencia evoca la risa macabra, incontenible, del villano de las películas. En el paraíso terrenal, pensaba Baudelaire, en un mundo sin fallas, sin tropiezos, en el que cada causa se une a su efecto armoniosamente, no habría lugar para la risa. A menos, continuaba el poeta, que logremos imaginar una risa eufórica, una risa que no hace burla de ningún objeto porque surge del puro vértigo, de regocijantes carambolas y la exultación de una danza loca. Una risa pura, sin propósito.
Ignoro si, al interrogar el relato alegórico del Génesis, uno debiera concluir que Adán y Eva, en el paraíso terrenal, aprovechaban de tal manera los alimentos que su cuerpo no producía excedentes. No es muy paradisiaca la imagen de Eva pisando un fétido despojo y gritando: «Adán, ¿cuántas veces te he dicho que no salgas sin la bolsita de plástico y la palita?». Solo sé que un mundo sin aventuras intestinales estaría privado de la interminable ocasión de risa que proporciona el rico expediente escatológico, aprovechado, entre otros escritores de baja estofa, por un Miguel de Cervantes en España, un François Rabelais en Francia, un Sergio Pitol en México y, sin ir más lejos, por casi todos los niños de casi todos los hogares del mundo.
El texto clásico sobre la risa fue escrito por Henri Bergson (Le rire, 1900). La vida, pensaba el filósofo francés, aspira a un máximo grado de flexibilidad y adaptación. Cuando el hombre que camina es incapaz de alterar su rumbo de acuerdo a las circunstancias que se le presentan (la cáscara de plátano sobre la vereda, por ejemplo), es decir, cuando camina mecánica y distraídamente, sin poner toda su atención en el momento actual, su tropiezo y su caída excitan la risa como una suerte de castigo social. La risa surge de presenciar lo mecánico insertado en lo viviente, según la célebre fórmula de Bergson.
Arthur Koestler estudia la risa como parte de su indagación sobre el acto creativo, cuyo mayor obstáculo es el hábito como segunda naturaleza: la costumbre, la incorporación de estructuras de pensamiento y comportamiento. Koestler reconoce que los hábitos constituyen una base de estabilidad para el aprendizaje, pero también implican cierta mecanización que puede reducir al hombre al estatuto de un autómata condicionado. El humor saca de quicio una estructura de pensamiento solidificada. Para Koestler, la esencia de un chiste está en producir una súbita alteración en la percepción por la cual asociamos dos matrices de pensamiento aparentemente incompatibles. El proceso mental del humor pertenece a la misma familia que el descubrimiento científico.
ANULA HASTA
CIERTO PUNTO LA DESGRACIA
En la esfera pública el humor cumple una insustituible función crítica. En la medida en que la política se inunda de promesas vanas, eslóganes vacíos y proclamas ideológicas, el humor permite señalar el absurdo de apoyar esta iniciativa o continuar aquella práctica. El humor es un arma polémica que ha sido utilizada eficazmente por partidarios de todas las tendencias políticas.
En una democracia como la de nuestros días, el ciudadano está en contacto con la vida política fundamentalmente a través de los medios de comunicación. La prensa escrita y el noticiero televisivo y radiofónico recurren a formatos a los que estamos tan acostumbrados, no obstante la pobreza intelectual y la rutina del shock con que nos presentan los asuntos de interés público, que una parodia cómica y crítica del «noticiero» resulta casi una necesidad urgente para despertarnos del sopor informativo.
El humor sirve para integrarnos como parte de una comunidad: si me río contigo de la actuación del senador Fulano o el jerarca religioso Mengano, demuestro una confluencia de opiniones y valores que me hace parte de tu grupo. También sirve para deslindarnos de otros grupos, como el humor nacionalista que tiende a denigrar a grupos extraños y exaltar, al menos tácitamente, al grupo nativo.
El «chiste local», incomprensible para los que no pertenecen a nuestro círculo íntimo, delimita al grupo de quienes compartimos alguna experiencia memorable, un trabajo común o cierta etapa de la vida. Cuando los amigos están lejos, el humor se vuelve una forma de la melancolía: ¡qué tontos éramos y cómo nos reíamos! Más aún, a todos nos sirve para integrarnos a la comunidad humana: alrededor de la mesa familiar los más pequeños comienzan riéndose sin entender todavía el chiste, por simple imitación, y ¿quién no quiere participar del jolgorio?
Francisco Hinojosa, destacado cuentista, dueño de un humor peregrino, ha dicho que ejercer el humor negro es para él una manera de hacer más soportable la desgracia. La operación es bastante obvia: la gracia anula hasta cierto punto la desgracia. Cuando se vive en medio del caos (como en ciertos países nuestros o en ciertas ciudades histéricas), el humor negro, más que recurso ocasional, se vuelve herramienta elemental de supervivencia.
Descubrir EL BUFÓN
QUE LLEVAMOS dentro
La denominación correcta del humorista debería ser «malhumorista», sugería Unamuno hablando de los escritores. Tenía razón: esos cascarrabias tienen la virtud de hacernos reír cuando describen su mala suerte en el aeropuerto, en la fila del supermercado, en las vacaciones familiares y en la boda de la prima, experiencias todas en las que el destino se ha confabulado para rodear a la pobre víctima de las más elaboradas formas de estupidez y desconsideración.
«El humorismo es el realismo llevado a sus últimas consecuencias», escribe Augusto Monterroso. «Excepto mucha literatura humorística, todo lo que hace el hombre es risible o humorístico». Ironía a la segunda potencia: nos equivocamos tanto, que hasta cuando tratamos de hacerlo a propósito (literatura humorística) lo hacemos mal. Identificar al humorismo con el realismo extremo es aludir a la inagotable dotación de burradas que están en potencia dentro de nosotros, esperando alcanzar la perfección del acto.
El sentimiento cómico de la vida es la capacidad de ver al bufón que llevamos escondido, reírnos de él, comprender que incluso en su tiempo libre no puede evitar irse de bruces con harta frecuencia, y, cuando está a punto de colmar nuestra majestuosa paciencia, perdonarle la vida.
Autor de los libros para niños Lawrence de Arabia: a camello hacia la libertad, Miguel Covarrubias: un torbellino de curiosidad y Francisco Sarabia: el conquistador del cielo. Es también traductor del Breve tratado del desencanto, de Nicolás Grimaldi. Actualmente trabaja en un libro sobre el humor en la literatura mexicana.

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

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