A propósito de dos aniversarios: Galileo y Darwin demolieron paradigmas y cambiaron la historia

DOS ANÉCDOTAS
El 22 de junio de 1633, ante siete de los diez miembros del tribunal que le había procesado, Galileo pronunciaba en una de las salas adjuntas al templo de Santa María sopra Minerva, en Roma, como abjuración final: «juro que en el futuro nunca diré ni afirmaré, de viva voz o por escrito, que el Sol es el centro del mundo y que no se mueve, y que la Tierra no es el centro del mundo y se mueve».
Casi 300 años después, el profesor John Scopes era declarado culpable por haber enseñado en sus clases preparatorianas de biología en Dayton, Tennessee, que el origen del hombre no era el que relataba la Biblia sino otro muy diferente: un antepasado común al hombre y al mono, tal y como lo expresaba Darwin en El origen de las especies.
A pesar de los esfuerzos de su defensa, el afamado litigante Clarance Darrow, por mostrar que la ciencia había encontrado otro modo de explicar la presencia del hombre en la Tierra, el duro fiscal insistió que el docente contrariaba la ley que prohibía «enseñar toda teoría que niegue la historia de la creación divina del hombre, tal como lo enseña la Biblia, y enseñe, en cambio, que el hombre ha descendido de un orden inferior de animales».
Ambos acontecimientos han sido recordados incontables veces como ejemplos de la humillación sufrida por la ciencia a manos de la intolerancia religiosa. ¿Es posible reconciliar tan distantes perspectivas?
GALILEO Y DARWIN:
CIENCIA FRENTE A RELIGIÓN
Galileo tuvo la gran virtud de dirigir en 1609, hoy hace 400 años, un telescopio especialmente adaptado por él (que no inventado) para describir a sus contemporáneos una Luna irregular, agreste y solitaria, como cualquier paraje terrestre ya conocido. Las quintaesencias, éteres y otras argucias explicativas de la física griega que suponían una composición diferente del mundo celeste (eterno y perfecto) frente al terrestre (cambiante e irregular), habían dejado de tener sentido, si la Luna presentaba la misma orografía que la Tierra.
Pero Galileo llegó aún más lejos: descubrir las lunas de Júpiter le llevó a concluir que la relación entre un planeta y sus astros periféricos (bajo el supuesto de que el Sol girara en torno a la Tierra), o entre un astro y sus planetas periféricos (si es que la Tierra giraba en torno al Sol, tal como él creía), no era sino un patrón repetido quizá incontables veces en el cosmos.
Si Júpiter también tenía sus lunas danzantes, tal y como la Tierra la suya o el Sol sus planetas, nuestra situación no sería especialmente privilegiada en el firmamento. Seríamos uno más en la inmensidad del orbe. La postura galileana ante una eventual contradicción entre sus observaciones y la Revelación bíblica (que asignaba a la Tierra y al hombre un lugar especial como sede y destinatario de la Encarnación) apostó siempre por la reconciliación entre ambas descripciones: «La Escritura no muestra cómo funcionan los cielos sino cómo ir al cielo», escribía en su descargo.
Y sin embargo Galileo fue procesado por una intrincada y desafortunada cadena de acontecimientos, en la que se combinaron la preocupación del Santo Oficio de que pasara por alto los textos bíblicos que sugerían el movimiento del Sol (en una actitud muy sospechosamente cercana a la de los luteranos, que interpretaban ad hoc la Escritura), y la testaruda insistencia de Galileo a favor de la traslación terrestre, para la que no tuvo jamás una prueba experimental contundente (no llegaría sino hasta siglo y medio después). Con los años, la Ilustración popularizó la condena a Galileo como una humillación sufrida por la ciencia en espera de una mejor oportunidad para su emancipación final de la religión.
AZAR Y ADAPTACIÓN,
NO UN DISEÑO PREVIO
El caso de Darwin no fue muy diferente. Casi 20 años después de haber concluido que las especies habrían procedido unas de otras a partir de antecedentes comunes, en una suerte de ramificación arbórea hereditaria, Darwin no se decidía a publicar su teoría por considerar que afectaría irremediablemente las religiosas creencias de su querida esposa Emma, para quien era un hecho que vegetales y animales habían sido creados según su especie, y que el hombre habría surgido del barro de la tierra y su compañera de una costilla, tal y como se describía al inicio del Génesis.
Pero llegó el día, y cuando Darwin publicó sus conclusiones hace 150 años, en 1859, El origen de las especies agotó en un solo día sus más de 2000 ejemplares (algo que pocos escritores logran hoy en día). Su tesis era apabullante: no hay en la naturaleza una sola especie que no haya sido originada por la adaptación a un medio ambiente cambiante debida a la competencia para sobrevivir dentro de la sobrepoblación y la escasez de alimento; las especies poco competitivas habrían desaparecido y las triunfadoras se mantendrían en pie mientras no sucumbieran ante otra nueva competencia para sobrevivir.
Según Darwin ese mecanismo explicaría la aparición de fósiles de especies que ya no existen, y la ausencia de fósiles de los animales actuales, que habrían aparecido con el transcurrir del tiempo.
De un plumazo Darwin había hecho inútil cualquier referencia a la divinidad como cinceladora del cosmos, de la naturaleza y del hombre mismo. La conclusión fue culturalmente escandalosa: los seres vivos no tenían la forma que presentaban (raíces, hojas, alas, esqueleto, ojos, extremidades, órganos, sistemas, etcétera) porque hubieran sido hechas así, sino por casualidad, como resultado de la adaptación a la que se vieron obligadas para sobrevivir. Si las circunstancias en las que compitieron hubieran sido otras, su morfología habría cambiado y su «diseño» sería diferente al que hoy muestran.
Pero si Dios no era el diseñador providente que se había ocupado de dotar meticulosamente a cada especie de las características que tanto han maravillado al hombre desde la antigüedad, ¿entonces qué papel juega Dios en la naturaleza? Muy pronto exigieron a Darwin esa pregunta y otra no menos radical: ¿y el hombre mismo, también habría surgido por selección natural como resultado de adaptaciones al medio? Respondió la inquietud en El origen del hombre y la selección sexual, de 1871.
Aunque su segunda gran obra decepcionó por la pobreza argumentativa, confirmaba la lógica conclusión que se aventuraba ya desde El origen de las especies: el hombre también habría evolucionado, a partir de un ancestro común que lo separaría del resto de los primates, que se habrían mantenido sin cambios evolutivos porque sus circunstancias no lo exigirían.
CREACIONISTAS VS EVOLUCIONISTAS
Los agrestes debates en torno a la evolución protagonizaron muy pronto el mundo cultural de una Europa que se preparaba para fuertes cambios políticos, sociales y científicos. Quizá el más importante fue el sostenido un año después de la publicación de El origen de las especies entre el obispo anglicano de Oxford, Samuel Wilberforce, y el naturalista Thomas Huxley, autor nombrado el «bulldog de Darwin».
Tal reyerta pública tenía como objetivo enfrentar al darwinismo con las ideas religiosas sobre el origen de la naturaleza y del hombre. Con argucia, Wilberforce ridiculizó insistentemente los argumentos darwinianos de Huxley, lo que desencadenó oficialmente desde entonces la oposición irreconciliable entre creacionistas y evolucionistas, tan común en el mundo anglosajón: entre los que opinan que la naturaleza y el hombre fueron creados directamente por Dios, tal y como lo relata el Génesis; y quienes piensan que no hay tal Dios y que la única causa de la naturaleza y el hombre fueron el azar, la selección natural y la evolución de las especies.
Para los postdarwinistas, la creencia en la existencia de Dios no era sino una adaptación evolutiva humana para hacer más llevadera su convivencia y acallar algunas de sus inquietudes radicales cuando salió paulatinamente de las cavernas. Pero como toda adaptación, una vez que las circunstancias culturales cambiaran y la ciencia dotara de suficientes respuestas las inquietudes humanas, la existencia de Dios debía ser finalmente desterrada para dar paso a explicaciones más contundentes y racionales sobre el mundo y nuestra presencia en él.
Retrasar la sustitución de Dios ante el avance de la ciencia, podría llevarnos, según esa opinión, a nuevas condenas de la ciencia como las sufridas por Galileo o Darwin.
DIOS O EL HOMBRE, RELIGIÓN
O CIENCIA… ¿HE AHÍ EL DILEMA?
Para algunos, Galileo y Darwin son suficientemente representativos de la verdadera misión de la ciencia: la emancipación de la razón humana de las creencias sobrenaturales, las explicaciones milagrosas o las espirituales esperanzas en un más allá.
Así, la verdadera comprensión de la realidad humana, ajena ya a toda factura divina, obligaría al hombre a reconocerse solo, en la «inmensidad indiferente del universo de donde ha emergido por azar», según la famosa expresión del Nobel Jaques Monod.
Hoy, la referencia a la ciencia como vacuna contra la ignorancia religiosa se combina con una suerte de consenso sobre la inutilidad de la creencia en la existencia de Dios, por inoperante tanto para el funcionamiento cultural, como para la comprensión del hombre y su mundo.
No se trata sólo de la aparición el otoño pasado en los autobuses londinenses y catalanes de la leyenda «es probable que Dios no exista. Ahora deja de preocuparte y disfruta de la vida»; ni de los incontables textos que el último lustro han inundado las listas de los best sellers sajones y castellanos sobre la desilusionante idea de Dios, la arcaica preocupación por la vida eterna o las ventajas de una ética sin fundamentos sobrenaturales.
Es todo eso, pero no sólo. En el ambiente social, el entorno político, la planeación económica, la vida pública y la esfera privada, el aula y el taller, la tribuna y los mass media, la recreación y los funerales, la existencia de Dios se ha convertido, en buena medida, en poco más que un objeto de reflexión arqueológica para la psicología social.
Y aunque no es un fenómeno nuevo (cada nueva generación la racionalidad adolescente reclama su tránsito a la autosuficiencia), hoy presenta un tinte especial: al parecer, las opciones se han agotado. Cualquier argumentación que pretenda revalorar el papel de la creencia en Dios remite a anquilosados discursos que los oídos contemporáneos interpretan como el barrunto de una lengua antigua con la que se tiene en común sólo la herencia etimológica, pero que poco sentido guarda para la comunicación actual.
Hoy el creyente en Dios vuelve a vivir en una especie de clandestinidad, dentro de catacumbas culturales. Su lenguaje y su cosmovisión guardan poca resonancia con el modo contemporáneo de abordar la realidad y explicar el papel del hombre en ella. Sus categorías poco tienen que ver con las que de verdad inciden socialmente.
Por el contrario, la ciencia ha prometido no sólo el eficaz uso de los frutos del árbol del bien y del mal, sino su manipulación a placer: hoy el hombre sueña con diseñar la realidad en la que desea vivir e incluso diseñarse a sí mismo.
¿Pero en verdad la ciencia obliga a optar al ser humano entre su independencia racional o la creencia en la existencia de Dios? ¿Es tan castrante tal creencia que haga imposible la comprensión cabal de la realidad en la que existimos? ¿Es por fin la ciencia contemporánea el garante que nos liberará definitivamente de cualquier referencia a la existencia de Dios?
DOS ENFERMEDADES DE LA INTELIGENCIA
La respuesta a estas interrogantes no es sólo de interés para quienes aún conservan creencias religiosas, sino que en buena medida todo hombre contemporáneo se juega en ella la elección entre recuperar la coherencia de sus acciones conforme a sus valores trascendentes, o la refundación social, ética y política que se derivaría de la ausencia de un fundamento radical de nuestra existencia, llamado Dios.
Dos obstáculos impiden hoy una respuesta del todo transparente a esas interrogantes. El primero se mantiene como un lastre cultural y metodológico: el positivismo. Más que una postura científica es una apuesta filosófica, que juzga los alcances de la ciencia como definitivos, contundentes, indiscutibles y sin par.
La mentalidad positivista no se ha ido, aunque la metodología ya no esté en boga entre los académicos de los últimos treinta años. La confianza positivista en una ciencia que todo lo plantea, estudia y resuelve con éxito ha ahuyentado, paradójicamente, de las facultades de ciencias a las nuevas generaciones. Si la ciencia es la sumatoria de un conocimiento dado de una vez y para siempre (que pareciera más listo para difundirse que para discutirse y reelaborarse), ningún sentido tiene acercarse a él. La arqueología del conocimiento y la repetición de las ideas inmutables padecen del mismo defecto, la anulación de uno de los rasgos más distintivos de la epistemología humana: la capacidad de asombro, la inventiva y la curiosidad ante lo aún no explicado.
Pero hay otra tara intelectual contemporánea que impide responder a las interrogantes radicales sobre el sentido que tendría Dios en nuestra realidad. Se trata de la frivolización de la realidad, propia de quien considera que todos los discursos poseen la misma capacidad explicativa, toda solución es igualmente eficaz, todo avance o retroceso cultural es igualmente protagonista, y toda opinión digna de merecer validez general.
La renuncia mental de quien frivoliza, poco se ocupa en desentrañar qué papel juega cada realidad en el cosmos, cuál es su entidad y cómo interacciona con el resto de los seres en el Orbe.
Frivolizar es relativizar, y quien relativiza, calla, y deja de inquirir. Y cuando las preguntas radicales se suspenden y no se sigue la curiosidad epistemológica, la mente humana se detiene, se frena, y se regodea con la primera versión que advierte (así provenga de la experiencia empírica o de la imaginación). Para el que todo vale, porque todo es igualmente irrelevante, no hay pregunta atinente ni mundo a descubrir.
La frivolización de la realidad es una triste renuncia del conocimiento humano por la que se abandona la mente al mejor postor: a los pseudo-intelectuales que pretenden pontificar desde su escepticismo qué temas son dignos de tratar y cuáles no, a los mass media, las campañas políticas o a los prejuicios personales. La frivolización es incapaz de advertir la realidad en su múltiple riqueza plural, jerarquizada y complejamente articulada.
Su modo de razonar es ufano, simple y plano. No va a más porque más allá hay matices que no se está dispuesto a reconocer, y se acostumbra cómodamente a lo políticamente correcto, a lo que no pide más justificación que la mera pluralidad; cuando no el sincretismo.

UNA VISIÓN GLOBAL
Y HOLÍSTICA MODIFICA TODO
En la actualidad la ciencia experimental ha comenzado a entender muy bien el peligro de ambas enfermedades de la inteligencia. Hoy ningún científico de cierta envergadura practica el positivismo como divisa metodológica. La cosmovisión científica contemporánea lleva ya algunas décadas a contracorriente del papel que culturalmente se le ha supuesto por error. La postura del reduccionismo positivista que consideraba los sistemas naturales bajo el criterio explicativo del «esto no es más que…», difícilmente opera en la altísima especialización que hoy se integra bajo el paradigma de la complejidad.
El cosmos es para la ciencia actual un gran sistema complejo evolutivo adaptativo, y no una simple trama de la misma naturaleza, funcionando mediante un puñado de leyes idénticas en todas direcciones, como soñó el positivismo heredero del mecanicismo.
Por el contrario, la ciencia contemporánea ha identificado los globales y holistas mecanismos de auto-organización, cooperatividad y sinergia; al tiempo que la morfogénesis, la funcionalidad y las tendencias, articulados mediante la información, en las diversas etapas del desarrollo de la naturaleza, combinadas con el azar y cierta direccionalidad.
La cosmovisión contemporánea ha logrado por primera vez mostrar la coordinación existente en los diversos niveles de la realidad física (que articula las leyes físico-químicas con las formaciones astrofísicas y geológicas, protagonistas del nivel biológico y humano).
Para la ciencia, la naturaleza se presenta como un sistema de racionalidad materializada, con dinamismos que generan pautas espacio-temporales y estructuraciones novedosas, siguiendo ciertas reglas y descartando caminos no compatibles con el cosmos ya existente, dentro de un gran sistema progresivamente organizado que ha puesto las bases para la existencia del ser humano.
Nada de esto se podría plantear desde la frivolización de la realidad ni desde el positivismo ideológico. Si la ciencia hubiera parado de preguntar, hoy seguiríamos pensando que la vida, la conciencia o los comportamientos éticos «no eran más que» epifenómenos de la materia, como gustaba decretar a Federico Engels.
La racionalidad con que se presenta la naturaleza es de tal envergadura que muchos científicos se han visto tentados a proseguir su investigación epistemológica aventurando posibles explicaciones trans-físicas, metafísicas, sobre las causas de tal orden y racionalidad.
BASTARÍA DEJAR DE INTERROGARNOS
Pero por sí misma la ciencia no apuesta por tales interrogantes; sino que advierte en la explicación global del conocimiento experimental otros planteamientos que lo rebasan. La cosmovisión contemporánea muestra que ni todo puede ser dicho por la ciencia (contra el positivismo), ni las conclusiones científicas bastan para explicar globalmente la realidad (contra la frivolización epistemológica).
Hoy no es posible ya utilizar la ciencia experimental como postulado de una racionalidad supuestamente madura que ilumina a la adolescente razón religiosa y la lleva más allá de los prejuicios espirituales. Al contrario, hoy la ciencia muestra que las preguntas sobre las causas del orden, la direccionalidad, la funcionalidad y la complejidad natural, son interrogantes preñadas de naturaleza metafísica.
Innumerables científicos consideran esto (desde su ideología, que no desde su ciencia) altamente peligroso, porque podría rehabilitar las preguntas superadas sobre la existencia de Dios, el sentido o dirección de la evolución del cosmos o la causa del origen del orden natural.
Y por supuesto que es posible, como ellos proponen, dejar sin plantear esos interrogantes. Sólo basta no seguir adelante. Dejar de preguntar.
Claro que se puede convivir armónicamente, explicar la realidad que nos rodea y cultivar nuestra condición humana sin asumir ni investigar si Dios existe, y sin preocuparnos por resolver las cuestiones trans-físicas.
Pero ello tiene un alto precio: dejar de interrogarnos. Suspender nuestras preguntas es el mejor vehículo para hacer inútil el problema de la existencia de Dios, o la conveniencia de interrogarnos sobre ella. Y el único camino para acallar la natural inquietud intelectual humana por seguirse interrogando es, precisamente, la frivolización de la realidad.
Algunos toman una opción intermedia y aceptan que si bien la ciencia haría inoperantes los interrogantes metafísicos, queda para el creyente en Dios la apuesta pascaliana, que al menos fomentaría una pacífica convivencia social, en una relación de ganar-ganar. Para quienes apuestan por esa ruta, el mal moral se presenta como límite irresoluble a la existencia de Dios, porque aceptan que la vida es un asco y ven a la vejez, la enfermedad y la traición, entre otros sinsabores, como amarguras que previenen contra todo optimismo.
Pero ambas fenomenologías –la apuesta y la amargura– no sirven para resolver los interrogantes humanos, porque no van más allá. De apuesta y amargura puede vivir también el suicida antes de su deceso.
Algo muy diferente ocurre cuando no se detienen los interrogantes humanos. Quien prosigue en la búsqueda de soluciones a sus inquietudes seguramente se equivocará, pero también estará en situación de acertar. Porque quien frivoliza y se conforma con cualquier respuesta, clausura su capacidad de búsqueda, mientras que seguir preguntando potencia y expande esa capacidad; intenta nuevas rutas, integrar las ya logradas y ensayar y errar, pero volver a intentar. Quien renuncia al esperanzador optimismo de la pregunta, ha frivolizado su existencia. Contar con los avances de los demás, y apostar por nuevas vías para incrementar nuestras respuestas es lo que mantiene viva la perplejidad de quien sabe que el orden natural está ahí, esperando a ser conocido.
Así pues, el modo de no llegar a Dios no radica en oponer la ciencia a la creencia, sino en dejar de preguntar, en conformase con las respuestas, o considerar cualquiera de ellas como definitiva. Por el contrario, seguir interrogando a la naturaleza, a nuestra existencia, a nuestras conclusiones, exige ubicar nuestro papel en el cosmos, jerarquizar, ordenar, descubrir, abandonar la frivolización para recuperar la pluralidad y la riqueza natural.
Ello exige una constante reflexión y seria actitud crítica, aprender a pensar y aprender a comunicar lo pensado; a dialogar teniendo como base común la esperanza de la verdad y no la frivolización de la realidad.
EPÍLOGO: NO DETENER LA REFLEXIÓN
Entre ciencia y religión algunos han planteado cuatro posibles relaciones: o la independencia (que apostaría a una sana distancia y democrática convivencia, sin ningún puente de unión), o la indiferencia (que devendría en un cuidado de una y otra para impedir invasiones entre ambas), o la integración (sólo posible para algunas extraviadas propuestas creacionistas), o la colaboración.
Ni Galileo ni Darwin pensaban que sus conclusiones fueran la respuesta radical a las interrogantes humanas; ni los grandes teólogos o místicos pensaron que la única realidad merecedora de atención fuera la divina. Mentes perezosas posteriores decidieron que cualquiera de ellos se había preguntado suficiente, y que no eran necesarios más cuestionamientos.
La creencia en la existencia de Dios tiene hoy un sentido que va mucho más allá de llenar huecos metafísicos; y la ciencia actual ha dejado sin herramientas a quienes pensaban que la explicación experimental era la única manera de abordar la realidad. Hoy, como en ningún momento anterior de la historia cultural de occidente, la ciencia experimental articulada globalmente en la cosmovisión contemporánea, muestra que los diversos interrogantes son todos ellos protagonistas, pero que cada una de las verdades alcanzadas por las diferentes preguntas de las ramas especializadas, exigen ser articuladas y jerarquizadas de acuerdo al papel que dentro del complejo conjunto desempeña cada realidad.
De este modo, interrogarnos cada vez más desde el punto de vista científico orillará a buscar más respuestas desde la perspectiva humanista; al tiempo que más interrogantes humanistas plantean otros cuestionamientos propiamente religiosos. Porque cada saber aporta una respuesta singular irreductible a los demás, aunque no del todo independiente.
Pero para ello no hay que detener ni la interrogación ni la jerarquización de las respuestas a nuestras preguntas. Lo contrario sería una pobre concesión a la frivolidad intelectual, contra la cual la cosmovisión científica contemporánea previene a la mente humana.

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

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