En mayo [de 1968] no hubo gran cosa, ni grandes acontecimientos. Lo importante fue antes, como el rock, los Beatles, la píldora en 1967, y en 1966, la minifalda
Michel Houllebecq
ESCULPIR LA PERSONA, DESNUDAR EL ALMA
Los seres humanos tendemos a ser autocomplacientes. Poco rigurosos con nuestras propias causas. No es raro, incluso, que tras algunas formas de auto-denigración se esconda el orgullo.
«El mejor negocio del mundo es comprar a una persona en lo que vale y venderla en lo que cree que vale», reza el refrán. Por eso Sócrates fincó la ética en el conocimiento propio. Conócete a ti mismo fue la máxima que el filósofo tomó del templo de Apolo en Delfos.
Las personas difícilmente podemos construir una imagen certera de nosotros mismos. Ya sea por exceso, ya por defecto, fácilmente distorsionamos nuestra imagen. Basta pensar en cómo nos molesta escuchar nuestra propia voz grabada. No estamos acostumbrados a oírnos desde la perspectiva de un tercero. Qué distintas son las imágenes que los demás tienen de nosotros de la que nosotros tenemos de nosotros. Sócrates se percató de que uno de los grandes obstáculos para el desarrollo de las virtudes radica en la autocomplacencia y la vana satisfacción. Por eso su tarea consistía en hacer caer en la cuenta a los sabios y virtuosos de que verdaderamente no eran tales.
La madre de Sócrates fue partera y él se preciaba de haber heredado su profesión. Pero el padre del filósofo fue el escultor Sofronisco, y este hecho suele pasar inadvertido. Seguramente en el taller del artista entendió que el descubrimiento de la identidad personal radica en des-cubrir, en retirar los velos que ocultan el cuerpo. Esculpir implica golpear con el martillo. El escultor arranca del mármol lo sobrante para quedarse con el cuerpo desnudo, sencillo, bello.
CRITICAR, CRITICAR, CRITICAR
Esta tarea, desnudar el cuerpo para mirarnos sin concesiones a la vanidad, se llama espíritu crítico. Sócrates definía su papel en Atenas como el del tábano encima del caballo. Este molesto e inoportuno insecto pica a los animales y a los hombres, les saca sangre, les provoca ronchas. Sócrates concibe la filosofía moral, antes que nada, como un ejercicio crítico y autocrítico.
Los tábanos son una plaga antipática y por ello se les extermina. Sócrates no sufrió mejor suerte que la de uno de estos insectos. Atenas lo condenó a muerte. Es lógico. Un individuo que recurrentemente nos recuerda que las cosas están mal (o que podrían estar mejor) es siempre un tipo molesto.
Coincido con Sócrates en que el primer deber moral del intelectual es criticar. Un profesional del pesimismo. Un revulsivo contra la autocomplacencia. El sistema soborna, adormila la inconformidad: a fuerza de ver cotidianamente la injusticia, terminamos por acostumbrarnos a ella; a fuerza de convivir con la vulgaridad, acabamos elogiándola.
Max Horkmeimer y Theodor Adorno estudiaron los mecanismos por los cuales «las buenas conciencias» de la sociedad alemana –culta, trabajadora, cristiana– llevaron al poder al nacionalsocialismo. Muchas «buenas personas» votaron por los nazis. Mantener la actitud crítica es mucho más difícil de lo que parece.
¿Qué tiene que ver esto con la revuelta cultural de 1968? Muy fácil: la generación del 68, que ronda ahora los sesenta años, se aletargó fácilmente. El ejemplo paradigmático está en el vestido. En un primer momento, el estilo desenfadado de los jóvenes –mezclilla y camisas de manta– simbolizó la rebelión contra la masificación burguesa, cuyo estereotipo era la corbata, hipócrita y puritana. La mezclilla representaba la defensa de la diferencia y de la individualidad. Ahora los jeans son un gran negocio masificador.
Durante la sangrienta revolución cultural, Mao-Tse-Tung uniformó, literalmente, a los chinos: costó muchas vidas y el sacrificio de la libertad, incluso en sus versiones más inocentes (el derecho a vestirse como a uno le da la gana). Leví,s consiguió lo mismo que Mao. Observo a mis estudiantes y los veo uniformados con mezclilla. El mercado pudo más que la dictadura y consiguió uniformarnos «voluntariamente».
LA LUCHA CONTRA LA APATÍA
Antes de publicar este artículo, comenté el asunto con un par de escritores jóvenes, menores de treinta años. Uno de ellos me envió un correo con observaciones muy interesantes de las cuales entresaco un párrafo:
«…Mi opinión es: obviamente tienes razón, el 68 consiguió suplantar con, digamos, “estética” lo racional y le quitó a la vejez la autoridad. Después a esos, nosotros, los pobres jóvenes, nos comió el mercado. Ahí me tienes sin leer el periódico y sin saber de política y leyendo McSweeneys y usando playeras de Mickey Mouse. El capitalismo: ¡la única institución que sobrevivió al “embate” de la pasión del 68!».
Julián, el otro escritor, prefirió charlar personalmente conmigo. Si lo comprendí correctamente, Julián se quejó de que la generación del 68 juzga con dureza a la actual, pues no entiende que los jóvenes de hoy traen a cuestas un fardo muy pesado: estar a la altura de las mujeres y hombres del 68.
Cada uno a su manera, vinieron a confirmar mi sospecha: para los jóvenes el pasado es algo molesto, chocante, casi indigno, y el futuro es algo incierto, volátil de lo cual no vale la pena preocuparse. Queda únicamente el imperio del presente.
¿Y esto que tiene que ver con el espíritu crítico? Hay tres jinetes del Apocalipsis que cabalgan juntos: la falta de espíritu crítico, el imperio del instante presente, la manipulación. El cuarto jinete viene tras ellos: la indiferencia. Horkeimer y Theodor Adorno lo diagnosticaron con claridad meridiana: los hombres de acción, aquellos que actúan por actuar, que no contextualizan sus acciones en el pasado y en el presente, son fácilmente manipulables. Para trazarse metas de largo plazo, para idear utopías, para añorar un mundo mejor, hace falta auto-distanciarse de uno mismo. Hace falta, en pocas palabras, ser autocrítico.
En el espíritu de 1968 existía una mezcla extraña: una generosa dosis de actitud crítica, con una buena dosis de optimismo. Aquella generación quería demoler la sociedad burguesa porque se creía capaz de construir una mejor.
Hoy nos hemos quedado con un optimismo imbécil, vacío, frívolo. El optimismo de quienes creen que el mundo es mejor porque tenemos el iphone, porque existen televisiones planas, porque tenemos internet inalámbrico. Nuestro optimismo se funda en la acumulación de objetos técnicos, gadgets que nos permiten hacer todo más rápido. Vivimos el optimismo del cronómetro. Perdimos, en cambio, el optimismo de la brújula. Vamos muy rápido a ningún lugar.
Frecuentemente, mis amigos me reprochan mi pesimismo. Me gusta decir que el pesimismo es compatible con la esperanza y que, por el contrario, el optimismo es incompatible con ella. En un mundo signado por el dolor, la injusticia, la estupidez, huelo en el optimismo un tufillo de evasión. El optimismo tecnológico, el optimismo terreno –despojado de la vacuna de la crítica inmisericorde– no sólo es engañoso, es sumamente peligroso.
No viví el 68 de cerca -ni siquiera estudiaba la primaria. Quizá lo idealizo. Pero sí me parece que mi amigo Julián tiene razón en parte: los jóvenes de hoy difícilmente estarán a la altura de una generación que tuvo la audacia de exclamar: «Sean realistas, exijan lo imposible».