«¿Cuántas veces no hemos escuchado hablar del amor cortés, caballeros que ganan justas en nombre de su dama o doncellas que enloquecen al saber que su caballero ha muerto en una Cruzada?»
De no ser porque algunos trámites resultan en verdad problemáticos, habría solicitado ya mi cambio de época. Después de todo, en mil años no hemos cambiado tanto.
Nuestra visión contemporánea de la Edad Media parece representarse desde dos ángulos opuestos. El primero evoca una era oscura y estancada intelectualmente, marcada por el sufrimiento generalizado y la opresión. La segunda perspectiva, más favorecedora, es la que hemos heredado del siglo XIX: hadas, magos, elfos, gigantes, unicornios, dragones y todo tipo de seres maravillosos; castillos, justas, doncellas y caballeros errantes se han convertido en referentes absolutos del mundo medieval.
Por mi parte, prefiero pensar en la Edad Media como un escenario donde se gestaron muchas condiciones que hoy recrean nuestra realidad. Por nombrar algunos ejemplos, la lengua en la que escribo es un producto medieval; situaciones que presumen de actualidad como la globalización o los conflictos entre Occidente y el mundo musulmán formaban ya parte de la cotidianeidad de la época; basta leer El cantar de Roldán o un buen estudio sobre Las Cruzadas para dar fe.
A partir del siglo XII, el horizonte cultural europeo experimentó notables transformaciones: el surgimiento de una literatura novedosa que atendía ya no los intereses de los grandes señores feudales, sino de las pequeñas elites nobiliarias que con el tiempo se convirtieron en poderosas dinastías políticas.
En este contexto aristocrático nació en Francia un género que llegaría a dominar el quehacer literario de la Edad Media: el romance. Su originalidad descansa, ante todo, en la compleja dimensión psicológica de sus personajes. Así, el romance resulta un terreno propicio para expresar emociones personales, que en su mayoría apuntan hacia una sola dirección: el amor.
¿Cuántas veces no hemos escuchado hablar del amor cortés, caballeros que ganan justas en nombre de su dama o doncellas que enloquecen al saber que su caballero ha muerto en una Cruzada? No pretendo afirmar que el amor, en tanto sentimiento, sea creación del romance, ni mucho menos fenómeno exclusivo de la Edad Media. Lo que sí creo es que aún en pleno siglo XXI nuestra relación con el tema parece gobernada por una visión medieval en muchos aspectos.
Todavía hoy creemos en el amor a primera vista, aspiramos al amor verdadero, emprendemos relaciones pasionales, protagonizamos escenas de celos, sufrimos traiciones o las cometemos, nos entregamos al otro; participamos de su dolor y su alegría, y cuando todo termina llegamos a concebir el amor más como pena que como un aliciente. Ese mismo ideal amoroso moldeó la imaginación literaria de toda una época e inmortalizó célebres amantes como Tristán e Isolda, Lancelot y Ginebra, o Abelardo y Eloísa.
Hace no mucho, leí de nuevo un célebre tratado medieval sobre el amor, compuesto por Andrés el Capellán, un clérigo residente en la corte de María de Champaña. Aunque escrito en el siglo XII, sorprende por lo próximo que resulta a cualquier lector actual. Incluso he pensado sugerirlo a algún productor que ande en busca de dramas pasionales o historias de amor.
Reproduzco algunos puntos de interés para nuestra época a partir de una traducción propia del texto de Andrea Capellanus (s. XVII):
LAS REGLAS DEL AMOR CORTÉS
- El amor es un sufrimiento interno que nace de la contemplación excesiva de la belleza del sexo opuesto, lo cual provoca el deseo eterno de permanecer en los brazos del ser amado, con el fin único de llevar a cabo los preceptos que ahora se dictan:
- El matrimonio no impide amar a una persona.
- Quien no es celoso, no puede amar.
- El amor nunca es constante: siempre mengua o aumenta.
- Nadie está exento de amar, sea cual fuere el motivo.
- El amor se comporta como extraño en el hogar de la avaricia.
- Un verdadero amante nunca ha de abrazar más que a su ser amado.
- Cuando se hace público, el amor nunca perdura.
- El amor que se alcanza por una vía fácil vale poco, pero si se consigue tras muchas dificultades entonces es digno de admiración.
- Todo amante palidece ante la presencia de su ser amado.
- Al mirar repentinamente al ser amado, el corazón siempre palpita.
- Un nuevo amor desplaza al viejo.
- Al hombre se le puede amar tan sólo por su buen humor.
- Un hombre enamorado siempre es aprehensivo.
- Los celos genuinos incrementan el amor.
- Los celos, y por lo tanto, el amor, aumentan cuando alguien sospecha de su ser amado.
- Cuando se ama verdaderamente, se come y se duerme muy poco.
- Toda acción de un amante culmina en la idea del ser amado.
- Nada resulta bueno a ojos del amante sino aquello que pueda satisfacer los deseos del ser amado.
- El hombre que no muestra ni celos ni pasión rara vez ama.
- Un verdadero amante vive constantemente obsesionado ante el pensamiento o la idea del ser amado.
- Nada impide que dos mujeres amen a un solo hombre, al igual que nada impide que dos hombres amen a una sola mujer.
Por primera vez el amor apareció en la historia de las ideas como una instancia para el perfeccionamiento del alma y la legitimación moral del ser humano, perspectiva que ha perdurado casi intacta hasta nuestros días.
Si la Edad Media fue tan sombría como dicen ¿por qué un clérigo en el siglo XII se dio a la tarea de emprender un tratado para saber amar? Más aún, ¿por qué algunos puntos se antojan tan cercanos? ¿Será que amamos de la misma manera? ¿cuántas veces hemos cumplido los preceptos del listado anterior casi al pie de la letra?
A 800 años de distancia, aún vemos el amor como un absoluto, rey entre los sentimientos y observo perplejo cuán medievales podemos ser.