Los artistas bizantinos pintaron al Crucificado como si esos clavos que penetran sus manos y pies no le provocaran dolor alguno. Unos discretos hilillos de sangre escurren por su augusta frente. El sudor y los escupitajos no desfiguran su rostro. El Cristo bizantino transfigura el patíbulo en el trono de un Pantocrátor y los tormentos ideados por la chusma no hieren el cuerpo del Todopoderoso. Los pintores de Constantinopla no retratan al Jesús sufriente, sino al Logos, Verbum, resplandor del Padre Eterno.
Los iconos ortodoxos y las miniaturas románicas resaltan la divinidad de Jesús en el madero. Apenas si sufre. Las aureolas de oro opacan la corona de espinas. Para estos maestros pintores, la humanidad del Nazareno es una gota de vino perdida en el mar de su divinidad. En el patíbulo, Su Majestad repite la frase de la Escritura «Yo soy Dios, y no hombre». No mueve a la compasión, sino a la adoración.
Por el contrario, los maestros del gótico y el barroco enfatizaron el sufrimiento. En la extinta Pinacoteca Virreinal del exconvento de San Diego de la Ciudad de México había un óleo que representaba la flagelación. No sé dónde quedó la pintura, pero no he podido olvidarla. Los látigos, llamados escorpiones, arrancan trozos de la piel. Los soldados se regocijan azotando al guiñapo tendido en el suelo; la sangre del condenado excita sus pasiones.
La golpiza ha sido tal que se puede ver la columna vertebral de Jesús. Los militares se ríen y haciendo muecas grotescas se dan a la tarea de azotar con mayor saña. En el enlosado del patio, han caído pedazos de carne. Unos ángeles secan la sangre que empapa el suelo. Reverentemente exprimen los lienzos manchados de rojo en unas copas. Qué lejos estaba el artista novohispano de las teofanías bizantinas.
Los crucifijos góticos y barrocos invitan a la compasión. El barroco de la contrarreforma se concibió como un arte de propaganda y apela a la sensibilidad y al dramatismo. El pathos del barroco católico obedece, en buena medida, a las intenciones didácticas de los jesuitas. La Compañía de Jesús pretendió detener la expansión del protestantismo con el arte, la teología, la disciplina y la retórica. Arremetieron contra la doctrina calvinista de la predestinación, exaltando el amor de Jesús por todos los seres humanos. Cristo se inmoló por todos, no sólo por los predestinados. «No me mueve, mi Dios para quererte/ el cielo que me tienes prometido/ ni me mueve el infierno tan temido/ para dejar por eso de ofenderte// Tú me mueves, Señor, muéveme el verte/ clavado en una cruz y escarnecido,/ muéveme el ver tu cuerpo tan herido,/ muévenme tus afrentas y tu muerte». Un Dios que sacrifica a su propio Hijo para lavarnos de nuestras culpas no será capaz de negarnos su ayuda para salvarnos de las llamas eternas del infierno.
Palabras más, palabras menos, tal era el silogismo de la contrarreforma barroca, tributario de la teología de San Anselmo.
Pero la estética de la Pasión subrayó la sangre con tanta vehemencia, que las autoridades eclesiásticas se vieron obligadas a intervenir para detener la escalada de violencia plástica.
No obstante, en ningún momento los Papas dudaron del valor redentor de la crucifixión libremente aceptada por Cristo. Muy al contrario, repitieron las palabras de Pablo de Tarso: «Jesús se hizo obediente hasta la muerte, y muerte de cruz, por eso Dios le dio un nombre que está por sobre todo nombre…» El cristianismo juega a las paradojas. El Mesías libera a su pueblo entregándose a la muerte reservada para los esclavos convictos. La sumisión, y no la arrogancia guerrera, es el instrumento del que se vale el Hijo de David para triunfar.
OPTIMISTAS Vs. ESPERANZADOS
Nietzsche no se engañó cuando calificó al cristianismo de religión impropia para el Superhombre. Exclama Zaratustra: «¡Os conjuro, hermanos míos: permaneced fieles a la tierra, y no deis fe a los que hablan de esperanzas sobrenaturales! En otras ocasiones el delito contra Dios era el mayor de los maleficios, pero Dios ha muerto. Ahora lo más triste es pecar contra el sentido de la tierra!» (Así hablaba Zaratustra). La humildad es el camino del cristiano. Se comprende también el escándalo de Marx frente a tal afrenta. Cristo no actuó como Prometeo; no robó el fuego celeste para mejorar la vida humana. El titán griego se enfrenta contra Zeus; el carpintero judío se somete a la Voluntad divina. No hay autoliberación humana, sino redención gratuita. En este sentido, el cristianismo no es humanismo.
Por eso hay una incompatibilidad entre el cristianismo y la Ilustración. Mientras que Kant anima a salir de la culpable minoría de edad sometiendo todo al tribunal de la razón, Cristo conmina a reconocer nuestra finitud. Los ilustrados son optimistas; los cristianos, esperanzados. Una esperanza que adviene del Cielo, pues la raza humana no puede redimirse a sí misma. En cambio, los ilustrados se liberan a sí mismos ejerciendo libremente su pensamiento.
La aceptación de la cruz constituye uno de los rasgos esenciales de esta religión y también una de sus mayores desventajas en una civilización que se ufana de su mayoría de edad. Los griegos vieron en la crucifixión una necedad. Se conserva una caricatura romana del siglo I o II, donde un esclavo se arrodilla ante un crucificado con cabeza de burro: «Cátulo adorando a su dios», dice la lápida.
Con la ingenua pretensión de ganar más prosélitos, algunos cristianos han pretendido esconder la cruz. Hurguemos en las librerías parroquiales y nos percataremos de que los antiguos tratados de ascética se sustituyeron por una especie de «literatura de superación personal y autoestima». A muchos cristianos les avergüenza hablar de los clavos y la corona de espinas. Prefieren la iconografía dulzona, de Mesías relamidos, al estilo Rambal. Les aterran las túnicas moradas y negras de las procesiones del silencio. Se abochornan de los sacrificios cuaresmales de sus abuelas. Para tales cristianos «modernos», la Misa no rememora el Calvario, se torna en mera asamblea de amigos. La Ilustración les gana la partida; Nietzsche se cuela por la sacristía. Para esos cristianos vergonzantes, la cruz se convierte en un símbolo geométrico, en un logotipo, cuyo sentido originario se ha perdido.
Entiendo esta reacción. Muchas veces la religión del sacrificio se convirtió en masoquismo, en miedo a la vida, como si el dolor fuese de suyo un valor y Dios un verdugo. El magnifico libro Introducción al cristianismo de Ratzinger ha puesto de manifiesto los límites de la explicación legalista, según la cual el sacrificio de Cristo en la cruz es el pago por nuestros pecados. Remito a ese texto. El cristianismo es una religión sangrienta, pero no sanguinaria. El Dios de los cristianos redime al género humano a través del dolor y del sufrimiento de Jesús. No hay vuelta de hoja: la inmolación es un rasgo esencial del cristianismo, en particular del romano. Difícilmente puede ser una religión de moda en la sociedad del tardocapitalismo burgués, financiero e informático. Nada más contrario al espíritu moderno que un Dios cuya marca es la cruz.
LA CRUZ NO ESTÁ DE MODA
Para muchos creyentes del siglo XXI, el símbolo por antonomasia del cristianismo ya no trae a la memoria el cuerpo de un hebreo cosido al madero con los hierros que le colocaron los legionarios romanos. El miedo al dolor se ha apoderado de muchos cristianos. Para estos, la estética barroca tiene un aire snuff y el Evangelio es poco menos que cine gore. El cristianismo light –bajo en abnegación y esfuerzo– sustituye a la recia religión de la cruz, que ha terminado en una filantropía almibarada y dulzona, exenta de sacrificios. Como advirtió Kierkegaard en el siglo XIX, cuando el cristianismo se hace oficial y se adapta a las formas burguesas pierde su identidad y se convierte en rito externo, discurso vacío.
Muchos de los cristianismos que circulan por la calle no hubiesen sido reconocidos por los primeros cristianos. Cuando los reyes pusieron la cruz en sus coronas, pervirtieron su significado. El temido «patíbulo» devino «cetro triunfal». Nietzsche señala la ridiculez de este uso: «¡Un príncipe a la cabeza de sus ejércitos, magnífico como la expresión del egoísmo y la arrogancia de su pueblo, declarándose cristiano sin el más mínimo pudor! […] Ser soldado, ser juez, ser patriota, defenderse, cuidar el propio honor, desear para uno mismo las ventajas, ser orgulloso… todas nuestras situaciones prácticas, todo instinto, toda valoración que se traduzca en actos son ahora anticristianos. ¡Qué cúmulo de falsedades debe ser el hombre moderno para no avergonzarse de seguir llamándose cristiano!» (El anticristo)
Podemos creer o no que Jesús nos redimió con la cruz. Pero de lo que no podemos escapar es del dolor que siempre ?siempre? presenta un deje de irracionalidad. El crucificado ejerce una fascinación sobre los enfermos, los pobres, los solitarios y todos, tarde o temprano, formaremos parte del grupo de los que sufren. El racionalismo ilustrado resulta muy atractivo para vivir, pero no para morir.
No podemos abolir el dolor. La Ilustración puede aminorarlo, pero no darle sentido. Escribió Chesterton: «Es la parábola de todos los racionalistas como usted. Empiezan ustedes rompiendo la cruz y concluyen destrozando el mundo habitable. Les dejamos a ustedes diciendo que nadie tiene la menor voluntad de ir a ella. Les dejamos a ustedes diciendo que no existe el lugar llamado Edén. Les encontramos diciendo que no existe el lugar llamado Irlanda. Parten ustedes odiando lo irracional y llegan a odiarlo todo, porque todo es irracional» (La esfera y la cruz).