Todos nos preguntamos qué ocurrirá cuando la creciente tendencia al consumismo alcance un tope. ¿Cuántos centros comerciales puede soportar cada comunidad? ¿Cuántos países pueden seguir el paso desaforado de China? ¿Cuántas necesidades, servicios y objetos nuevos se pueden crear antes de que la capacidad adquisitiva se sature o el sistema económico se resquebraje?
Los focos rojos se multiplican. Carlos Llano aborda el tema con precisión y me permito añadir aquí unos datos que lo redondean.
Según el informe El estado del mundo en 2004 del Instituto Worldwatch de Estados Unidos, el mundo consume productos y servicios a un ritmo insostenible, con resultados graves para el bienestar de los pueblos y el planeta. Mientras que casi 3 mil millones de personas sobreviven con menos de 2 dólares diarios, más de 1,700 millones, más del 25% de la población mundial, ha adoptado el consumismo como estilo de vida.
El creciente consumo en el mundo ejerce presiones sin precedentes en los recursos del planeta y hace aún más difícil que los pobres satisfagan sus necesidades básicas. «Los mayores índices de obesidad y deuda personal, la escasez crónica de tiempo y la degradación ambiental son síntomas que reducen la calidad de vida».
Christopher Flavin, director del Instituto, afirma que el consumo no es intrínsecamente negativo, de hecho, ayuda a satisfacer necesidades básicas y a crear empleos. Caso típico es la China donde la demanda consumista estimula la economía, crea empleos y atrae inversión externa.
Sin embargo, hace unos días informaban los noticieros, que los chinos están comprobando cómo, con las millonarias inversiones de las tiendas Wal-Mart, ha llegado también la contraparte: hasta ayer, la mayoría de campesinos que emigraban a las ciudades, buscaban sobrevivir montando un pequeño negocio, pero resulta que esa cadena que tanto se esmera en bajar precios lleva a la quiebra a infinidad de pequeñas empresas (allí y en todo el mundo).
Se calcula que unos 240 millones de chinos pertenecen ya al ejército de consumidores, cantidad que pronto superará la de Estados Unidos calificado por el Worldwatch como el país con más altos niveles de consumo, donde hay más automóviles que personas con permiso de conducir, es decir, más autos que conductores.
Los investigadores proponen reformas tributarias que permitan dedicar más fondos a cuidar el medio ambiente, introducir leyes que obliguen a la industria a reciclar sus productos y a producir bienes más duraderos, y nuevas vías para fomentar la responsabilidad personal.
Siempre hemos sabido que poseer más no nos hace más felices, pero es fácil olvidarlo ante los escaparates o la insistente y atractiva publicidad de las últimas novedades del lifestyle. Cito otra investigación publicada en la revista inglesa New Scientist sobre los índices de felicidad en el mundo. Con un largo cuestionario y otros instrumentos, cada cuatro años, un grupo de investigadores evalúa qué tan feliz se siente la gente alrededor del mundo.
(http://news.bbc.co.uk/go/pr/fr/-/hi/spanish/misc/newsid_3164000/3164754.stm).
Los resultados son discutibles pero contundentes: los latinoamericanos son más felices que sus contrapartes en Europa y Asia. Nigeria obtuvo el más alto porcentaje de gente feliz, seguido de México, Venezuela, El Salvador y Puerto Rico, mientras que Rusia, Armenia y Rumania se ubican al final.
Los factores que influyen varían de un país a otro: en Estados Unidos, el éxito personal y la posibilidad de expresarse se considera lo más importante, mientras que en Japón, es más valioso llenar las expectativas de la familia y la sociedad.
El estudio del World Values Survey no sólo confirma el dicho de que «el dinero no compra la felicidad» sino describe al deseo de procurar bienes materiales como un «represor de felicidad».