Hace algo más de 18 años, tres ó cuatro después de tomar posesión de la Cátedra de Metafísica de esta Universidad, me encontraba en Marburg, Alemania, «disfrutando» de una beca von Humboldt.
He dicho lo de disfrutando con cierto retintín porque, en los momentos a que me refiero, era pleno verano (vacaciones, por tanto, playa, sol en Málaga) y, sobre todo, porque había dejado aquí a mis hijos y a mi mujer esperando otro hijo más.
Mi pasión por investigar no era entonces superior a la de ahora, aunque quizá sí menos temperada por otras exigencias de la vida y, por eso, tal vez, desmesurada y algo irreflexiva. Y mi «un poco exagerado» sentido del deber me llevó a permanecer en Alemania cuando nació y fue bautizada mi cuarta hija.
Lo pasé bastante mal. Dos semanas después, hacia las 10 de la mañana, una hora prudente para el verano andaluz y «casi ya de noche» para los alemanes que llevan desde la madrugada trabajando, telefoneé desde Marburg a mi mujer y le dije que por la tarde iba a recibir una sorpresa muy especial. Hacia las seis llamaron a su puerta, y la sorpresa era… yo mismo. No había podido resistir.
Poco después volví a Alemania y, mal que bien, concluí mi investigación. Pero durante ese segundo período leí unas palabras de Goethe a las que no he dejado de dar vueltas desde entonces: «La familia es tabla de salvación o sima de perdición». Ese fue el inicio de mi dedicación universitaria a temas familiares.
¿OBJETO DE INVESTIGACIÓN METAFÍSICA?
Desde entonces ha habido mucha reflexión, muchas publicaciones, mucha confrontación con mi propia vida y una clara toma de conciencia de la importancia de cuanto a la familia se refiere.
Y todo ello, no a pesar de mi condición de metafísico, sino precisamente por ella. Entre las ideas más peregrinas que circulan en la sociedad, y también lo digo con respeto entre algunos de mis colegas, se encuentra la de que la filosofía, y muy en particular la metafísica, se sitúa en un mundo abstracto, intangible, que nada tiene que ver con las realidades cotidianas.
Muy al contrario, he defendido y defiendo con un convencimiento creciente que, justo por tratar de lo real como tal el famoso «ente en cuanto ente» de Aristóteles, el metafísico tiene que atender al concreto acontecer cotidiano, a las realidades menudas del propio entorno, con la intención de encontrarles su sentido y ofrecerlo a la libre inteligencia de los demás. Por lo mismo, su lenguaje debe ser accesible incluso a las personas con una formación filosófica nula. Ese empeño que algunos llamarían de divulgación no sólo no atenta contra el carácter científico de la indagación universitaria, sino que lo refuerza: para hacerse entender por los no especialistas se requiere una comprensión mucho mayor del tema tratado que cuando quien habla o escribe se dirige a los propios colegas.
Volviendo a mi trayectoria académica en los dominios de la familia, algunas expresiones fueron dirigiendo mi investigación. Por ejemplo, las palabras de Camus: «Sólo es tristeza soledad sufrida o querida no ser amado y no amar. Lo que ocurre es que hoy nuestro mundo agoniza a consecuencia de esta desgracia: la larga reivindicación de la justicia ha desterrado el amor que, sin embargo, fue el que le dio nacimiento».
Y otras también muy de fondo y audaces, del estilo: «como es la familia, así es la sociedad, porque así es el hombre», o: «el conjunto de las relaciones que se instauren en la humanidad depende radicalmente de las que se establecen en el seno de la familia que a su vez derivan de cómo se viva el matrimonio».
Como fruto de todo ello, desde hace algún tiempo mi más destacada convicción a este respecto es que la célebre condición «social» del ser humano (el zoon politikón aristotélico), tiene una traducción mucho más radical y precisa: el hombre, varón o mujer, es ante todo un ser familiar. Lo cual quiere decir, en la teoría, que no es posible comprender a una persona al margen de la familia en que se integra o, con otras palabras y con una proyección más práctica, que cada uno, en todas nuestras actividades sociales, laborales, de recreo llevamos con nosotros la propia familia. Y, por ende, que el ambiente familiar influye de manera decisiva en ese conjunto de actuaciones; y que para mejorarlas es imprescindible conocer más a fondo lo que es y cómo funciona una familia.
Por eso me alegra que en la actualidad existan programas académicos dirigidos a padres y madres de familia, sabedores de la importancia de las relaciones familiares, y de la integración armónica de trabajo y familia, para la propia felicidad. Y otros, pensados para directivos de centros de enseñanza, docentes o tutores, convencidos del origen «familiar» de muchos fracasos escolares. Que no se olvide a orientadores familiares, responsables de la seguridad ciudadana, abogados, trabajadores sociales y asesores públicos, capaces de advertir en la mejora de la familia uno de los remedios más eficaces para buena parte de los desórdenes sociales, cívicos y urbanos.
Que tampoco queden fuera de la jugada los pediatras, médicos familiares, puericultores, psicólogos y psiquiatras, que ven la salud como función del entorno familiar y no como simple problema del individuo aislado. Ni los empresarios y directores de recursos humanos, para quienes el bienestar y equilibro familiares son factores determinantes de la rentabilidad en el trabajo.
CRECIENDO JUNTOS
En una de las muchas conversaciones-discusiones que sostuve con un amigo y colega, me advirtió que tal vez dedicaba demasiado tiempo y esfuerzos a tareas extra-universitarias. Le comenté que no me parecía que fueran extra-universitarias, sino más bien una prolongación, con neto alcance social, de mis propias investigaciones, amparadas en muchos casos por convenios con las entidades en cuestión. Y argüí: si a un catedrático de ingeniería se le toma en cuenta como mérito académico la creación de una nueva patente, en la que no expresa de forma técnica sus conocimientos, pero sí que se sirve de ellos, ¿por qué los cursos dirigidos a profesionales de la enseñanza o de la orientación familiar, aun cuando a veces no se impartieran en una institución universitaria, habrían de considerarse ajenos a la propia labor académica, cuando en realidad no son sino una derivación de esta?
Con la ecuanimidad que lo caracteriza, mi amigo admitió el núcleo de mis argumentos; pero con la terquedad que lo define todavía más, apuntó que en muchos casos la organización de esos congresos o conferencias no estaba formalmente anclada en la universidad, con la promoción y ayudas de los organismos respectivos Y tenía razón. Y por eso hemos «formalizado» el estudio de la familia en la Universidad.
Al referirme a los motivos de esta «formalización», tal vez alguno de los lectores echará de menos una alusión directa a las circunstancias que, en relación a la familia, atraviesa la humanidad. Aunque pueda parecer una salida de tono, y aunque de hecho tal vez lo sea, aclaro que, desde mi perspectiva, el revuelo y los cambios en torno a estos extremos no pasa de ser una simple anécdota.
No quiero decir con ello que no los considere importantes y dignos de una atención continua y esmerada. Mas aún, desde hace mucho tiempo estimo que las disfunciones familiares, por emplear el término menos comprometido, llevan consigo un alto costo social, económico y, sobre todo, humano (de sufrimiento personal, a menudo) que, curiosamente, la sociedad se resiste a reconocer.
Claro que sostengo todo eso. Pero pretendo afirmar con mucho más vigor que los esfuerzos que hacemos desde la universidad a favor de la familia no son, en absoluto, fruto de tales circunstancias. Por una parte, porque se plantearon bastante antes de los cambios a que acabo de referirme. Por otra, y más central, porque no surgen ni sólo ni principalmente para dar respuesta a esas cuestiones, sino con una dimensión más absoluta y universal: la atención a la familia, con alcance estrictamente universitario, es una tarea digna de ser realizada al margen de cualquier situación o hecho concreto porque en ella, como apuntaba, se juega la felicidad de muchas personas.
UNIVERSIDAD, APRENDIZAJE PARA EL HOGAR
Además, tal como sugerí, estimo que el objetivo y el punto de mira de toda actividad universitaria puede concentrarse en una expresión muy simple: la búsqueda de la verdad; una búsqueda desinteresada a la par que enardecida y entusiasmante. Que la tarea del alma mater no es tanto intervenir de manera directa en la marcha de la sociedad y, mucho menos, tomar partido por una u otra opción política (esa es función de cada uno de sus miembros, pero no en cuanto universitarios), sino arrojar luz sobre todos esos asuntos, al margen de cualquier interés personal o de partido.
Según afirma un filósofo francés, y pienso que sus palabras pueden aplicarse al entero quehacer universitario, «la filosofía se vuelve impura tan pronto como es animada por cualquier otro motivo que no sea la voluntad de conocer las cosas exactamente como son y de, conociendo la verdad, darle una expresión adecuada». ¿Supone esto que la universidad debe permanecer al margen del desarrollo de las sociedades? Exactamente lo contrario: el que propongo es su modo propio y más eficaz de cooperar a tal progreso.
Ahora es Joseph Pieper, un filósofo alemán, quien lo explica: «el que se asombra, y únicamente él, es quien lleva a cabo en forma pura aquella primaria actitud ante lo que desde Platón se llama theoria, pura captación receptiva de la realidad, no enturbiada por las voces interruptoras del querer interesado»; para añadir: «de tal percepción, puramente receptiva, nace la posibilidad de la praxis» (de la incidencia de la universidad en la vida pública, en nuestro caso). Y concluye: «así, pues, quien defiende la pureza de la teoría y su independencia de la praxis, defiende a la vez la posible fructificación de la teoría y, por consiguiente, su relación con la praxis», su influjo en la vida vivida.
Con todo, existe otro motivo más radical por el que, personalmente, no concedo un peso excesivo a la complejidad del momento presente. Pienso contar con razones bien fundadas para sostener que lo determinante para el buen funcionamiento de cualquier comunidad es el temple de las personas que la componen: de «cada una de todas», como gustaba repetir Carlos Cardona, mi maestro. Y como ese temple se forja sobre todo en la familia, a ella le corresponde el protagonismo más definitivo en la vida humana.
Vienen aquí muy a cuento unas palabras de nuestro siempre desconcertante don Miguel de Unamuno, que paradójicamente señalan el único camino adecuado para conseguir justo aquello que parecen rechazar: «No quieras influir en eso que llaman la marcha de la cultura, ni en el ambiente social, ni en tu pueblo, ni en tu época, ni mucho menos en el progreso de las ideas, que andan solas. No en el progreso de las ideas, no, sino en el crecimiento de las almas, en cada alma, en una sola alma y basta. Lo uno es para vivir en la Historia; para vivir en la eternidad lo otro. No quieras influir sobre el ambiente ni [intervenir en] eso que llaman señalar rumbos a la sociedad. Las necesidades de cada uno son las más universales, porque son las de todos. Coge a cada uno, si puedes, por separado y a solas en su camerín, e inquiétalo por dentro, porque quien no conoció la inquietud, jamás conocerá el descanso. Sé confesor más que predicador. Comunícate con el alma de cada uno y no con la colectividad».
Tras juicios tan contundentes poco cabe añadir.