Amor, ¿sin papeles?

Hay parejas que se quieren, pero dudan entre casarse o iniciar una convivencia juntos. ¿Hay alguna diferencia?
La diferencia es abismal. Aunque entiendo que a veces no sea fácil captarla porque, culturalmente, el matrimonio se encuentra hoy vaciado de contenido. Así lo han conseguidos las leyes y los usos sociales. No me refiero sólo a que se encuentre desprotegido fiscalmente o a las consecuencias económicas legales del divorcio (sin duda más gravosas que las de la simple convivencia). Aludo, sobre todo, a que la admisión legal del divorcio elimina la seguridad de que se luchará por mantener el vínculo.
La aceptación social y legal de «aventuras» extramatrimoniales incluso llegan a considerarse como algo «simpático». Suprimen la exigencia de fidelidad y, con la difusión de contraceptivos, quitan importancia a los hijos. Entonces, ¿qué queda de la grandeza y belleza del matrimonio?, ¿para qué casarse? Muchos sostienen, a la vista de todo ello, que lo importante es: «que nos queramos» y es verdad. Pero, precisamente, aquí es donde hay que profundizar. Porque para poderse querer bien, a fondo, hay que estar casados.
Esto puede asombrar, pero no es tan extraño. En todos los ámbitos de la vida humana hay que aprender y capacitarse. ¿Por qué no en el del amor? Jacinto Benavente afirmaba que «el amor tiene que ir a la escuela». Al igual que para ser un buen atleta hay que templarse los músculos, para poder amar hay que ejercitarse haciendo actos notables de amor.
Pues bien, la boda capacita para amar de una manera real, efectiva, superior, única. El matrimonio no se acaba de entender bien: se lo contempla como una ceremonia, un contrato, un compromiso No es que todo ello sea falso, pero sí pobre. La boda es, en su esencia, un acto libérrimo de amor. El sí es un acto profundísimo, inigualable, único, por el que nos entregamos plenamente a otra persona y decidimos amarla de por vida. Es amor de amores: amor sublime que permite amar.
Ese acto tan impresionante me pone en condiciones de amar bien: fortalece mi voluntad y la capacita para amar a otro nivel, me sitúa en otra esfera. Si no me caso, sin ese acto radical de amor, estoy incapacitado para amar plenamente a mi cónyuge, como quien no se entrena o no aprende un idioma.
¿Existen implicaciones psicológicas que aconsejen el matrimonio sobre la simple convivencia?
También, y muy claras. El ser humano sólo es feliz cuando hace algo grande, algo que vale la pena. Y lo más impresionante que un hombre o una mujer pueden hacer es amar. Vale la pena dedicar toda la vida a amar y a amar cada vez mejor y más intensamente. En realidad, es lo único que vale la pena: todo lo demás, todo, debería ser tan sólo un medio para amar mejor. Cuando me caso, establezco las condiciones adecuadas para dedicarme a la tarea de amar. Si simplemente vivimos juntos, todo el esfuerzo tendré que dirigirlo, aunque no sea consciente de ello, a «defender las posiciones» alcanzadas, a no «perder lo ganado».
El problema más grave es la inseguridad: la relación puede romperse en cualquier momento; no tengo certeza de que el otro se va a empeñar seriamente en quererme y superar las dificultades, por tanto, ¿por qué habría de hacerlo yo?; no puedo bajar la guardia, mostrarme como soy de verdad, no sea que mi pareja advierta defectos que no le gustan y considere preferible no seguir adelante.
Ante las dificultades que necesariamente surgirán, la tentación de abandonar el empeño está muy cerca, puesto que nada lo impide En resumen, la simple convivencia sin entrega definitiva crea un clima en el que la finalidad fundamental y entusiasmante del matrimonio hacer crecer y madurar el amor y, con él, la felicidad resulta muy comprometida.
¿Qué hay de verdad en la aseveración: «el amor es lo importante, no los papeles»?
Mucho, incluso me atrevería a decir que todo. El amor es efectivamente lo importante. No hay que tener miedo a esta idea. Pero no puede haber amor cabal, sin mutua entrega, sin casarse. Los papeles, el reconocimiento social, no son de ningún modo lo importante, pero resultan imprescindibles.
Desde el punto de vista social, el matrimonio tiene repercusiones civiles claras: la familia es ¡debería ser! la clave del ordenamiento jurídico y el fundamento de la salud de una sociedad. Resulta indispensable, por tanto, saber que otra persona y yo hemos decidido cambiar de estado y constituir una familia. No somos versos sueltos, seres aislados, o mónadas, como dirían los filósofos.
Pero, sobre todo, la dimensión pública del matrimonio ceremonia religiosa y civil, fiesta con familiares y amigos, etcétera deriva de la enorme relevancia que lo que están llevando a cabo tiene para los cónyuges: si eso va a cambiar radicalmente mi vida para mejor, si me va a permitir algo que es una auténtica y maravillosa aventura me gustará que quede constancia. No hay nada comparable a casarse, pues me pone en una situación inmejorable para ser mejor persona y alcanzar así la felicidad. Muchos quieren vivir juntos antes de casarse para conocerse, para saber si congenian, etcétera.
¿Da buenos resultados esta forma de plantearse el inicio de la vida en común?
Supongo que en ese vivir juntos está incluido también dormir juntos, tener relaciones sexuales… Sin embargo, está comprobado estadísticamente que esa convivencia prácticamente nunca produce efectos beneficiosos. Aporto sólo un par de datos. El primero, que los divorcios son mucho más frecuentes entre quienes han convivido antes de contraer matrimonio.
Segundo, los jóvenes que empiezan a tener relaciones, cambian notablemente de actitud: se tornan más posesivos, más celosos, más irritables. Pero se puede ir más al fondo. No es serio ni honrado «probar» a las personas, como si se tratara de caballos, de coches o de instrumentos musicales. A las personas se las respeta, se las venera, se las ama; por ellas arriesga uno la vida, «se juega como decía Marañón a cara o cruz, el porvenir del propio corazón».
Todavía cabe aportar otro motivo: no se puede (es materialmente imposible, aunque parezca lo contrario) hacer esa prueba, porque la boda cambia muy profundamente a los novios; no sólo desde el punto de vista psicológico, al que ya me he referido, sino en su mismo ser. Los modifica hondamente, los transforma en esposos, les permite amar de verdad. Antes no es posible hacerlo.
Da la impresión que «el amor sin papeles» o «sin ataduras» cuadra más con la visión masculina del amor, ¿es así? En caso de ser cierto, ¿la mujer resulta más perjudicada en una relación libre?
Quizás esa afirmación sea aplicable a lo peor del estereotipo de «macho» que reina en nuestra cultura. Afortunadamente muchos hombres no son así. Pero no deja de ser cierto que el varón que no quiere amar en serio se encuentra «más a gusto» en una relación sin compromisos. La mujer a veces también parece aparentarlo. No obstante, se halla más indefensa ante la posibilidad de una ruptura, sobre todo si ha habido hijos. Sin embargo, ambos son los perjudicados: no pueden amar de verdad, ni perfeccionarse, ni ser felices.
¿Por qué quienes no desean un amor «con papeles» ahora están pidiendo que se regule su situación como pareja de hecho?
Kierkegaard decía que lo que más aterra al ser humano, más que ninguna otra cosa, es la soledad. Y se refería principalmente a ese «ser distinto a los demás», a quedarse aislado. No obstante, el matrimonio sigue gozando en la actualidad de cierto prestigio como situación normal. No extraña por eso, aunque pueda parecer contradictorio, que una pareja de hecho reclame el amparo del derecho, para igualar su situación con los casados: ser «como los otros».
Dentro del matrimonio ¿existen diferencias entre contraer un matrimonio civil o un matrimonio religioso?
Primero insistiría en que todo matrimonio válido es ya algo sagrado. De hecho, en prácticamente todas las culturas se ha acentuado esa dimensión sacra. Y es que es muy serio que dos personas decidan amarse de por vida y pongan en juego su capacidad de traer al mundo adecuadamente como consecuencia de su amor nuevas personas humanas. Pero eso es pertinente para todo matrimonio válido, real.
Y, para los católicos, que es un caso muy frecuente hoy por hoy, un matrimonio sólo civil sencillamente no es matrimonio. Es cuestión de coherencia con los propios principios. No es lógico llamarse católico y no actuar como tal. Ni la fe ni la gracia son «complementos» de quita y pon.
Además, el matrimonio-sacramento lleva consigo unas gracias especiales que facilitan enormemente el amor mutuo y ayudan a superar los momentos malos que existen incluso en las parejas mejor avenidas.
Ante el matrimonio, ¿cómo puedo comprometerme para toda la vida, si no sé qué cosas pueden pasarme, o si elijo bien o no a la pareja?
Antes que nada, diría que para eso está el noviazgo, una «institución» por llamarla de algún modo muy desprestigiada en nuestros días. Es un periodo imprescindible que ofrece la oportunidad de conocer al otro y darme a conocer. De modo que sí puedo empezar a vislumbrar cómo será la vida en común.
Después, y esto no es en absoluto una salida de tono, si soy como debo, entonces conozco bastante de lo que pasará cuando me case. Sé, en concreto, que voy a dar todo para amar a la otra persona y procurar que sea muy feliz. Si ese propósito es serio y conozco mínimamente al otro, será compartido por él o ella: el amor llama al amor.
Podemos, por tanto, tener la certeza de que vamos a intentarlo por todos los medios. Y entonces no es nada fácil que el matrimonio fracase. La clave está siempre en uno mismo, en la disposición firme de amar sin componendas. Si es sincera, suele contagiar al otro.
¿Cuánto hay que pensárselo?
No creo que la pregunta clave sea el «cuánto». Eso depende de muchas circunstancias. No es lo mismo un noviazgo a los 16 años que a los 25. En el segundo caso hay madurez y más capacidad para conocer con mayor celeridad al otro.
Pero lo importante son más bien los rasgos que tengo que tener en cuenta: si «me veo» viviendo durante el resto de mis días con esa persona; cómo actúa en su trabajo; cómo es la relación con su familia, sus amigos…; si sabe controlar sus impulsos sexuales (porque nadie me asegura que sea capaz de hacerlo). Si me gustaría que mis hijos se parecieran a él o a ella, si lo «veo» como el padre o madre adecuado para mis hijos, si sabe estar más pendiente de mi bien (y del suyo) que de sus caprichos En definitiva, atender más a lo que es; enseguida, a lo que efectivamente hace, a cómo se comporta; y en tercer lugar, a lo que dice o promete, que sólo tendrá valor cuando concuerde con lo que es y con su conducta.
¿A qué se debe la duración de los noviazgos y su poca prisa para casarse?
Las razones son múltiples y en cada caso influyen unas más que otras. No habría que descartar la simple costumbre: el hombre y la mujer tienden a imitar lo que los demás hacen y hoy es bastante común ese retraso. Si queremos ir más al fondo de la cuestión, cabría evocar una vía optimista. Algunos jóvenes son conscientes de que, por muy diversos motivos, no están todavía preparados para asumir las cargas gozosas pero costosas del matrimonio y los hijos. Y prefieren madurar antes de dar un paso tan decisivo.
Pero también hay por lo común, sin plena conciencia motivos menos positivos: un cierto miedo al compromiso, el afán de seguridad tan característico de nuestra época y tan «neurotizante». Incluso la pretensión, un tanto ingenua, de «aprovechar» lo mejor del amor sin cargar con sus consecuencias desagradables suele acrecentarse cuando los novios tienen la mal llamada «vida de pareja».
Otra cuestión que se plantean las parejas es la de tener o no tener hijos. Ante los primeros años de vida en común: «vamos a esperar, queremos conocernos, disfrutar un poco», ¿son los hijos un inconveniente para el mutuo conocimiento y la felicidad de la pareja?
Todo lo contrario. Los hijos son uno de los medios más impresionantes para mejorar la relación entre los esposos. Aquí acudiría a mi experiencia y a la de muchos matrimonios en circunstancias similares. Puedo decir con plena sinceridad que el efecto más grandioso de la llegada a casa de cada nuevo hijo ha sido incrementar palpablemente el amor y la atracción incluida la sexual entre mi mujer y yo.
Todo esto tiene fundamentos filosóficos muy profundos que ahora no puedo desarrollar. Por ejemplo, que el hijo es la encarnación vital del amor de mi mujer y el mío una síntesis de ambos y que, por tanto, al querer a mi hijo estoy queriendo «dos veces»: a mi mujer y a mí mismo. Incluso, venciendo un natural pudor y para que vean que no es una respuesta para salir del paso, me atrevería a brindarles un soneto que compuse para mi mujer para ella sola después del nacimiento de nuestro séptimo y último hijo. Pido perdón por la temeridad y también a los que la poesía no sea de su agrado:
Siete veces, mujer, has transcendido,
siete veces con Dios te has tuteado,
siete veces mi amor has condensado,
siete veces el mundo has resumido.
Siete veces, mujer, he presentido
siete abismos que en carne has substanciado,
y en las siete, al nacer, he comprobado
que mi pasión por ti había crecido.
No fue sólo cariño lo ganado,
ni fue hondura de amor comprometido,
materia del espíritu señero;
también mi ardor rugió multiplicado,
también vibró mi cuerpo enardecido:
fue exaltación total del hombre entero.
Muchas parejas esperan a resolver su situación económica, laboral, de vivienda, etcétera, ¿cuándo es el momento idóneo para empezar a tener hijos?
En cuanto uno se ha casado. El amor, todo amor, es naturalmente fecundo Platón lo definió como un «afán de engendrar en la belleza». El amor conyugal tiene una especial fecundidad: dar la vida a nuevas personas, por tanto, querer limitar o impedir cualquier amor, es cortarle las alas y, con ello, poner obstáculos para la propia felicidad. Vale la pena el esfuerzo innegable que lleva aparejado cada hijo, porque, entre otros motivos, eso supone una mejora del amor recíproco.
Si, efectivamente, las circunstancias no permitieran tenerlos, mi consejo es que retrasen la boda hasta que la coyuntura mejore, pero con una advertencia: las pretensiones de comodidad actuales para llegar al matrimonio son desmesuradas. Un hijo vale infinitamente más que el coche, la televisión, la vivienda bien amueblada, es una fuente radicalmente mayor de felicidad y dicha.
Una pareja «va a por el hijo» cuando ya ha conseguido un nivel de bienestar, sin embargo a los pocos meses se produce un revés económico o se quedan sin trabajo, y con el niño recién nacido o en camino. ¿Con qué actitud hay que esperar a los hijos para que no nos afecten esos cambios no previsibles?
Esos cambios tienen que afectarnos: no somos de piedra. Pienso que la pregunta se refiere más bien a que no produzcan en nosotros unos efectos desproporcionados o nos lleven a actuar de forma que más tarde nos tengamos que arrepentir.
La adecuada actitud ante el hijo es considerarlo como lo que es: una persona, un gran bien. Lo más perfecto que existe en la naturaleza según los clásicos, o un hijo de Dios, si quieren verlo más claro. Una persona que es el fruto del amor y que va a incrementarlo, aun en medio de sacrificios personales.
Aquí entraría a un tema de capital importancia en la cultura de hoy. Entendemos la felicidad como total ausencia de dificultades, de esfuerzo, de dolor Pero no es así. Como ya apuntaba, la felicidad es proporcional exclusivamente proporcional al amor. Y el amor se templa y mejora, se pule, crece precisamente mediante el sacrificio. No entenderlo de esta manera es una de las causas de tanta infelicidad y de tantas neurosis.
¿Es la «parejita» el número ideal de hijos?
Estimo que no hay un número ideal de hijos. Lo determinante es la actitud de los padres entre sí y para con la posible descendencia. La alternativa es desde antes de la llegada de los hijos el egoísmo o el amor real al otro; si mi mujer o mi marido es más importante que yo, y él o ella me corresponde de la misma forma.
Si nos queremos de verdad y queremos también de verdad el fruto natural de ese amor, sean uno, dos, muchos o ninguno, los hijos constituirán siempre una prueba de amor mutuo y al mismo tiempo el término de ese amor conjunto.
Propiamente, el hijo ni se busca ni se evita. De lo que se trata es de amar de verdad al cónyuge, con todas las consecuencias que de ahí se deriven. Si, como resultado de ese amor, vienen muchos hijos, pues magnífico: también ellos serán amados. Si vienen sólo uno o dos, también estupendo, y exactamente igual, si no llega ninguno.
Por mi experiencia y la comparación con amigos míos puedo afirmar con toda el alma que educar siete hijos plantea muchísimos menos problemas que educar uno o dos. El hijo único está normalmente en inferioridad de condiciones; y la parejita equivale tantas veces a dos hijos únicos. Una persona es lo más grande que existe en el mundo y que podemos ofrecer a otra (en realidad, lo único digno de serle ofrecida). El trato con los hermanos presenta muchas más ventajas que todas las comodidades, atenciones y mimos que podamos los padres brindar a nuestros hijos a cambio de esos hermanos.
Muchos padres no tienen más hijos porque piensan que van a perjudicar a los que ya tienen, ¿dónde está el equilibrio entre el número de hijos, el bienestar y la atención de los padres?
El equilibrio está en el amor y en su consecuencia natural: el sacrificio. Freud decía (aunque no acabara de encuadrar bien esa afirmación) que el amor nos torna vulnerables. Cuando amo, tengo que estar dispuesto a sufrir, aunque con la conciencia clara de que ese dolor no sólo no es incompatible con la felicidad, sino más bien uno de sus componentes aquí en la tierra. Si esto se acepta y la mentalidad contemporánea tiende a rechazarlo casi visceralmente el equilibrio ya está conseguido. Ahora se trata sólo de aplicarlo a mi situación concreta.
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1 Entrevista realizada por José Pedro González Alcón y María Mercedes Álvarez Pérez en el programa de radio Con las zapatillas puestas.

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No. 386 
Junio – Julio 2023

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