La vida humana avanza amenazada y denigrada de diversos modos.
Entre los principales dramas de nuestro tiempo destaca la pérdida del sentido trascendente de la existencia humana, la oscuridad sobre su genuina dignidad y la esclavitud de sus planes y aspiraciones.
Un síntoma claro es el aborto inducido, solapado y legalmente válido en muchos casos. Se permite la injusta muerte de inocentes, perpetrada la mayoría de las veces por comodidad, ignorancia, desinformación, conveniencia e incluso soledad.
Un ejemplo es el proyecto Ethical Globalization Initiative, que desarrolla Mary Robinson, ex Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, a partir de octubre de 2002, en colaboración con tres conocidas onG para imponer, entre otros, el derecho universal al aborto.
Curiosamente, el progresivo reconocimiento de los derechos humanos no ha suprimido la tendencia a considerar a las personas como mercancías, así se denunció en una reciente jornada italiana, con el lema «Con la vida no se comercia». Apelamos a falsos derechos y olvidamos los verdaderos e inviolables del más pequeño e indefenso ser humano: el embrión. El feto es hombre viviente, independiente, y lo único que tiene que ver con su madre es que se aferra a ella para vivir, no para morir.
JuliánMarías afirma que el aborto ha sido la principal lacra del siglo XX.
En la película Matrix se expresan estos sentimientos con nostalgia: «los seres humanos ya no nacen, se cultivan (…) parece que nos movemos en un desierto real, porque de tanto querer saber de todo, no sabemos lo suficiente».
Es necesario que al menos algunas ideas centrales del humanismo, que están en la raíz de todo conocimiento, se hagan explícitas, con el fin de no autodestruirnos.
UN NUEVO PATRIMONIO GENÉTICO
Con frecuencia se habla de «vida humana» como de una idea abstracta, pero en realidad no existen más que seres humanos individuales. Una existencia humana concreta no puede ser otra cosa que un ser humano.
Desde la fecundación surge una persona distinta de todas las que han existido, existen y existirán. El óvulo fecundado posee ya el programa completo: el filamento molecular del ADN, que en el núcleo de cada célula reproductora está cortado en piezas, los cromosomas 23 en nuestra especie. Todo lo que será materialmente un organismo se encuentra escrito en él.
El ADN nuclear se convierte en una suerte de código de barras; la huella digital molecular del cuerpo y, por tanto, de la persona. Sin embargo, la vida no está en los cromosomas, sino en la célula que los alberga, la menor porción de materia organizada capaz de mantener y transmitir la vida [1] .
A partir de la fecundación hay un nuevo patrimonio genético y un sistema inmunológico propio, que difieren de los de la madre. Desde sus primeros momentos el embrión influye para que el organismo materno se adecue en favor de su evolución óptima y, aunque la intervención del cuerpo de la madre es muy importante, no es exclusiva ni determina totalmente su desarrollo, el nuevo ser tiene autonomía relativa y real.
No estamos ante un potencial ser humano, sino ante una persona llena de potencialidades a desarrollarse. Hasta el momento del nacimiento se producen unas 41 generaciones celulares, y muy pocas más tendrán lugar hasta el final de la vida. El desarrollo del hombre es un continuo en el que no hay saltos cualitativos, sino la progresiva realización del destino personal.
Lo que ha sido engendrado por el hombre se desarrolla autónomamente hasta tomar figura humana madura, por eso ha de ser considerado en todo momento como alguien y no como algo.
¿MADRES? O CONTENEDORES FETALES
Los términos latinos abortus, aborsus, derivan de ab-orior, opuesto a orior, nacer, y fueron aplicados a la desaparición prematura de los astros. En la actualidad, la Medicina entiende por aborto toda expulsión del feto, natural o provocada, en el periodo no viable de su vida intrauterina, es decir, cuando no tiene posibilidad de sobrevivir. Si ocurre en periodo viable pero antes del término del embarazo, se denomina parto prematuro, tanto si el feto sobrevive como si muere.
Para el Derecho, es la muerte del feto mediante su destrucción mientras depende del claustro materno, o por su expulsión prematura provocada para que muera, tanto si es o no es viable.
En el lenguaje corriente, es la muerte del feto, espontánea o provocada, en cualquier momento de su vida intrauterina.
El aborto espontáneo se da porque el feto muere o porque diversas causas motivan su expulsión cuando es incapaz de vivir fuera del vientre de la madre. El provocado se realiza matando al hijo en el seno materno o forzando artificialmente su expulsión para que muera.
Los métodos para lograr este deplorable objetivo varían según los medios disponibles y la edad del feto. Los más utilizados son: aspiración, legrado, histerectomía, inducción de contracciones e inyección intraamniótica. También existen preparados farmacéuticos con apariencia de medicamentos.
Las nuevas e «indoloras» técnicas abortivas, la farmaceutización y trivialización del aborto, movieron al sabio Jêrome Leujene a exclamar que la RU 486 «es el primer pesticida antihumano». Con la misma dosis de ironía, George Will exclamó que quizás «el término “madre” podría ahora intercambiarse por “contenedor fetal”».
UN ESPÍRITU DESÉRTICO
En momentos históricos clave, como el cambio de milenio que vivimos, se hacen diagnósticos culturales y sociales muy variados y casi siempre válidos. Uno de estos aclara que el envejecimiento, y no el boom poblacional, es ahora el principal problema demográfico.
Sería de esperar, por tanto, que gobiernos y agencias de control de población redujeran sus programas de planificación familiar; pero no, la arraigada cultura del aborto se extiende mediante el aborto procurado y legalizado.
Parecería que no hay solución posible. Es preciso distanciarse de los datos y dejar en nuestro interior espacio para el pensamiento, pues de la reflexión personal deben salir las claves y pautas de la conducta humana, no de la información.
La falta de interioridad ha sido poéticamente descrita por el médico psicosomático Rof Carballo: «el alma occidental se ha desertizado. Poco importa su inmensa riqueza en poderosos artilugios, en máquinas que casi piensan mejor que los hombres, en oídos y ojos mecánicos que perciben y fotografían lo inaudito y lo invisible. Algo sabemos los médicos de este desierto que va creciendo poco a poco en el corazón del hombre. Le llamamos vacío, depresión, opacidad para el espíritu, encanijamiento» [2].
Para este destacado médico, una posible solución es elevarse con esfuerzo y vigor en la vida del intelecto para atisbar el verdadero horizonte de lo real: lo sagrado. Sin estos planteamientos, un hecho como aceptar la legalidad del aborto puede incidir negativamente en la forma como valoramos a la persona.
Cada hombre tiene un valor ético absoluto, aunque no lo sepamos explicar, aplicar o manifestar, quizás porque las herramientas éticas y humanas superan no desprecian las racionales. El hombre, como advirtió Pascal, supera al hombre.
Es cierto que la vida biológica no es un valor ético absoluto, por lo que sería inhumana una defensa crispada de la misma; pero es expresión de la vida de un ser cuyo valor sí lo es y que, además, tiene en sí mismo capacidad para la trascendencia, intuición de libertad, de pensamiento y de amor.
Por ello, la vida real se presenta como una tarea donde no está asegurado alcanzar y poseer la excelencia, pero no corresponde a nadie cortarla cuando no se logre. Aún más, la persona debe entenderse no desde lo que es, sino desde lo que está llamada a ser, por lo que no puede reducirse a lo finito. En definitiva, o se respeta una vida desde su inicio o nunca se respetará.
EXIGENCIAS ÉTICAS DEL ESTADO
El Estado debería proteger los valores que cimientan el orden social como la vida humana y su dignidad con todos los medios a su alcance y, bajo ninguna circunstancia, dejar de reprimir los atentados contra ellos. En esos valores por naturaleza, previos, independientes y superiores a las determinaciones de la mayoría está la razón de ser de toda sociedad organizada y del mismo poder público.
Según afirma Joseph Pieper, el Estado debe reconocer que cuanto más excelente es un bien, tanto más lejos irradia su bondad; precisamente por ello, la mejor manera de ser bueno consiste en usar de la propia bondad no sólo para sí, también para los demás. La función pública debe considerar que el hombre se realiza y alcanza su verdadera riqueza cuando ve la verdad y la sigue.
Articular correctamente a favor de la dignidad humana es irrenunciable. Ahí se incluye el derecho a la vida también del concebido y todavía no nacido, sin él, ni la sociedad ni el Estado tendrían justificación alguna. Este mínimo no es patrimonio exclusivo de la Iglesia católica, sino de toda la Humanidad.
Los legisladores no tienen derecho a determinar quién es humano o no para efectos de la protección jurídica. Este es un dato inmutable de la realidad que los hombres han de respetar. De ahí que toda norma jurídica que atenta contra la vida sea en esencia injusta, aunque se apruebe con todos los formalismos legales; del mismo modo que es radicalmente ilegítimo basar el derecho a la vida en cualquier circunstancia distinta del hecho de ser humano y estar vivo. La Humanidad ha aprendido esta doctrina, aunque su aplicación no siempre sea coherente.
La ley penal no sólo tiene como fin perseguir el delito, sino también ayudar a conformar la conciencia social sobre los valores básicos de la convivencia y disuadir a los ciudadanos de violarlos. Cuando una conducta se despenaliza, se hace cada vez más frecuente hasta que se ve como buena y, por tanto, se practica con naturalidad, en la equivocada creencia de que todo lo legal es moral, y viceversa.
Por eso nunca será positiva la legalización del aborto, pues no ayudará a su desaparición, sino que aumentará su número. La identidad del niño y de la humanidad en general encontrará protección en la medida en que volvamos a las fuentes del Derecho y se fortalezca la familia, que debe recuperar su carácter de cuna biológica y arca donde se resguardan los auténticos valores del hombre.
¿QUIÉN DEFIENDE Y DEBE DEFENDER AL NO NACIDO?
Sin dejar de ser un problema científico, político y social grave, el aborto es también una seria cuestión moral para cualquier persona, sea o no creyente.
Defender la vida ha sido una constante en la tradición de la Iglesia católica. Significativos documentos del siglo XX ¾ textos del Concilio Vaticano II, del Catecismo de la Iglesia Católica y de Juan Pablo II¾ manifiestan cómo la Iglesia nunca ha dejado de alzar su voz para desenmascarar el mal y defender los verdaderos derechos del hombre, en particular, el derecho a la vida [3] .
El Catecismo de la Iglesia Católica habla de las exigencias que conlleva el quinto mandamiento: no matarás, aclara la relación entre técnica, ciencia y vida humana, y se pone de relieve la dignidad del cuerpo humano por ser un elemento constitutivo de la persona que no es algo, sino alguien.
En la encíclica Evangelium vitae, Juan Pablo II señala que hay una peligrosa crisis del sentido moral, cada vez menos capaz de distinguir entre el bien y el mal, incluso tratándose del derecho a la vida. Declara que el aborto directo, es decir, querido como fin o como medio, es siempre un desorden moral grave, en cuanto eliminación deliberada de un ser humano inocente.
En la carta apostólica Novo millennio ineunte, escrita al comienzo del milenio, el Papa señala algunos retos para esta nueva época. El primero es precisamente el deber de comprometerse en la defensa de la vida de cada ser humano, desde la concepción hasta su ocaso natural.
Desde el punto de vista del Derecho canónico, quien procura y logra un aborto queda excomulgado, igual que todos los cómplices, sin cuya ayuda no se hubiera consumado.
Esta norma busca proteger la vida del niño desde el instante de su concepción, porque la Iglesia nota que su frágil vida en el seno materno depende decisivamente de la actitud de los más cercanos, quienes además tienen más directa y especial obligación de protegerla. Una vez que nace, de alguna forma queda protegido por la sociedad.
Por muchos medios deja claro que el aborto es un crimen grave y peligroso, pero sobre todo incentiva a quienes lo cometen a buscar, sin tardanza, la conversión. Y sabe que hay situaciones en las que la persona deberá ampararse en el derecho a la objeción de conciencia, aun cuando esta actitud pueda acarrearle represalias.
LA TERCERA INTIMIDAD
Según el profesor Del Barco, el hombre no precisa satisfacer exigencias ni cumplir requisitos para ser persona, porque la mayor aportación de la persona es ella misma, un ser-con otros seres, no un ser solo, cuya forma más alta de coexistencia es el amor.
El amor, decía santo Tomás, es siempre regalo esencial. Así hay que entender el amor sexual, sin trivializarlo como si fuera una condición accidental de nuestro ser. El ejercicio originario de la sexualidad es infinitamente más feliz, valioso y de consecuencias más importantes que las huellas que se pueden borrar con un aborto.
La sexualidad pertenece a la relación afectiva de la persona con el mundo, a ese modo de estar que llamamos amor y se actualiza en la esfera de lo corporal; ya sea en la actividad sexual o en la abstinencia. Los diversos modos de este amor, su estrechez o amplitud, forman parte del comportamiento humano, por lo que implican todas las dimensiones del ser.
La persona es más que sus hechos; se advierte su significado inagotable cuando remite a su trascendencia que emana el significado de la sexualidad humana: ser «una carne» significa ser en aquella comunión recíproca que nace del ser varón y hembra.
La masculinidad existe por la feminidad y esta tiene sentido por la primera; ambas se dan significado recíprocamente y ellas mismas son don, regalo la una para la otra. Así no sólo se explican, sino se justifican. Quien se casa no regala un objeto de mayor o menor valor: se da a sí mismo. Y no recibe un pago por esa entrega porque el amor no se vende: recibe otra vida, un don que sólo puede ser gratuito y será para siempre de los dos.
El cuerpo y sus dinamismos tienen un significado moral, no porque la biología sea principio de la ética, sino porque la persona no se da sin su dimensión corporal. En el matrimonio, los cuerpos se dan uno al otro no como objetos, algo para disponer de, sino como sujetos, con quienes hablar y a quienes respetar en su irreductible alteridad subjetiva.
El cuerpo no es una «posesión» para usar y manipular según el propio antojo. La aparente exaltación actual esconde una grave reducción y un posible desconocimiento de su valor: el cuerpo está llamado a ser manifestación del espíritu.
Entre el hombre y la mujer se humaniza la atracción biológica invencible, propia de todas las especies sexuadas, pues no tienen sólo cuerpos que copulan, sino alma, espíritu, capacidad de amar, misterio. La pura atracción sexual puede convertirse en lo más entrañable del ser humano. Precisamente por eso, la consecuencia del amor copulativo puede ser la procreación, pero nunca es su fundamento, aunque la misión vocacional a la paternidad o maternidad constituye un aspecto fundamental del camino emprendido.
De estos supuestos emerge el auténtico significado humano de la sexualidad, donde las relaciones más íntimas y profundas entre las personas remiten a la experiencia ética original, que se impone a la conciencia de manera absoluta, aunque no obligada.
Los órganos sexuales son portadores de una doble capacidad: la puramente reproductora y la que expresa y realiza la unión de intimidades. Es una forma de relacionarse que se abre a la donación de la vida como una expansión de su dinámica propia; la donación de los amantes se hace fecunda porque en ella participa el cuerpo. En la intimidad común brota una novedad absoluta: una tercera intimidad que desborda a los mismos padres. Entre la unión sexual y la aparición de una nueva persona hay un salto evidente; entramos en el terreno del misterio.
En la base de las perturbaciones sexuales, y también del aborto, hay una restricción del modo amoroso de estar en el mundo, una radical alteración existencial, un empequeñecimiento estructural de las relaciones del hombre consigo mismo y con el universo. Se ha perdido y desdibujado la dimensión simbólica, pero a su vez se añora.
Precisamente por ello, siempre hay una puerta abierta a la esperanza; el comportamiento sexual de la persona no depende en esencia de su constitución ni de la estructura social en la que se inserta, sino de ella misma, y puede educarse y transformarse.
Por tanto, lo menos que cada uno puede y debe hacer para afirmar la vida es vivir con la conciencia de su dignidad. Se afirma la vida de los demás cuando uno percibe la suya propia en toda su grandeza y ajusta su conducta a esa profunda convicción.
A MAYOR POBLACIÓN, MEJOR NIVEL DE VIDA
Julian Simon, fallecido en 1998, sostenía que el crecimiento poblacional aumenta el nivel de vida, y dedicó gran parte de su vida a demostrarlo.
Para él, es de evidencia científica que la gente vive mejor ahora que en cualquier otra época de la historia: la mortalidad está en declive; en los dos últimos siglos la esperanza de vida media se ha duplicado en los países pobres y casi triplicado en los ricos; son más abundantes la materias primas y fuentes energéticas; ha disminuido la contaminación del aire y el agua; hay mayor cantidad y calidad de alimentos y la gente se alimenta mejor que nunca; se han erradicado enfermedades crónicas que causaron estragos en otras épocas…
Es cierto que las personas y su aumento crean problemas, pero son ellas quienes generan el progreso; cuando ejercitan su imaginación en beneficio propio favorecen también a los demás.
La contribución más importante del crecimiento de la población es el aumento del acervo de conocimientos. Las mentes importan en economía tanto o más que las manos y las bocas.
En este sentido, Simon se preguntaba por qué las estadísticas sociales consideran a la población como pasivo y no como activo: «Cada vez que nace un ternero se eleva el PIB de la nación, y cada vez que nace un bebé el PIB cae ¿Quién lo entiende? (…) Si se valora la vida humana, las expectativas de vida, la disminución de la mortalidad infantil, causa del crecimiento demográfico, deben ser celebradas y no lamentadas, pues no puede haber mejores señales de triunfo del hombre sobre la muerte».
El rechazo a la vida conlleva individualismo, envejecimiento demográfico y, en definitiva, una inercia paralizante. Por contra, la solidaridad, el esfuerzo y el entusiasmo constituyen nuestra mejor esperanza de cara al futuro económico.
EL LATIDO DE LA PROPIA CONCIENCIA
El proceso de la venida al mundo de un ser humano y la necesidad de su protección a todos los niveles hace vislumbrar cómo la vida humana es rompedora de límites.
La propia vida es algo extraordinariamente elástico, no se sabe con precisión dónde comienza y dónde termina. Sentimos que cada uno de nosotros linda con el misterio. ¿Dónde está el fondo de mí mismo o hasta qué altura puedo llegar cuando pienso o amo? La vida interroga a la fe, y todos experimentamos que nuestro interior es más rico que la portentosa trama de nuestro cuerpo [4] .
Ignoramos mucho de nosotros mismos, y tanto más de los otros. Pero todos podemos percibir el latido constante y luminoso de la propia conciencia, que constituye el corazón del corazón. En ella está la zona determinada de nuestra personalidad y la clave de nuestra libertad. Aunque el eclipse del hombre ha desvirtuado su mirada contemplativa, la conciencia, como ojo luminoso del alma, es recuperable. No basta vivir como se pueda, hemos de ser más valientes, porque la vida, como señala Sgreccia, es un don no disponible.
En dos mil años, el ser humano ha establecido una relación más profunda con la realidad que lo rodea; conoce con mayor extensión y profundidad el mundo creado, desde el macro hasta el microcosmos; ha descubierto las causas de muchas enfermedades, lejos ya de las antiguas conjeturas sin base científica; ha dado pasos de gigante en la penetración de los grandes procesos de la vida humana…
Ante estas posibilidades extraordinarias, el reto es defender y estudiar el asentamiento de la moralidad sobre bases firmes ¾ cuya pretensión de validez universal es necesaria en una época de fragmentaciones¾ y, a la vez, no temer ni al rigor ni a la claridad expositiva.
La fidelidad ha de ser intrépida frente a los numerosos hechos delictuosos que hieren y profanan la vida; convencidos, como Sartre, de que las verdades existenciales no pueden contestarse de una vez por todas.
Ahora que conocemos más al hombre, ahora que la medicina ha penetrado mejor el secreto de la transmisión de la vida y avanzamos en la técnica y en la ciencia, avancemos también en el mayor respeto a la persona, amemos a cada persona, protejamos su misterio, su corporalidad, su espiritualidad. Paradójicamente, sólo así el progreso de la ciencia será científico.
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[1] Margarita BOSCH. ¿Cuándo ganamos el derecho da la vida? en ISTMO n. 251. Noviembre-diciembre 2000. pp.36-37
[2] Juan Rof CARBALO. 3a. ABC.4 de octubre de 1990.
[3] Cfr.S. Oficio 1889 y 1895; Pío XII, en el discuruso a las obstétricas, el 29 de octubre de 1951, Pablo VI, en la Humanae viatae, 1968; De aborto procurato, 18 de noviembre de 1974, y la instrucción DOnum vitae del 22 de febrero de 1987.
[4] Cfr. Justo MULLOR. Dios cree en el hombre. Rialp. 1990.