El hombre es, de modo constitutivo, un ser de responsabilidades. Pero ¿cuáles son las implicaciones éticas que el ser responsable acarrea sobre todo al hombre de acción, al empresario?
En el campo de la empresa y en muchos otros estamos inmersos en dos ideologías contrapuestas entre sí: el liberalismo o neoliberalismo y la tendencia socializante. Su postura antagónica se funda, precisamente, en la manera como enfocan la responsabilidad. Por ello, hablar de ética de la empresa requiere analizar cómo enfocamos al empresario, a la empresa misma y cómo entendemos la responsabilidad.
Existen cuatro sentidos de responsabilidad: consecuente, antecedente, congruente y trascendente.
Responsabilidad consecuente. En la mentalidad del empresario, por lo general la responsabilidad queda minimizada al sentido más básico: cuando una persona responde o carga con las responsabilidades o consecuencias de sus actos. En sentido estricto, los empresarios tenemos, en efecto, esta responsabilidad.
Pero ser responsable no se reduce sólo a las consecuencias o resultados. Hay que añadir otro sentido, la responsabilidad antecedente. Antes de que sucedan las consecuencias ya podemos afirmar si una persona que emprende es o no responsable, si se atiene a unos principios antecedentes, con independencia de cuáles sean las consecuencias. Si no es capaz dar razón, cuenta o principio de su última decisión, esa persona es irresponsable.
Además, toda persona ¾ el empresario también¾ tiene una responsabilidad congruente, que se refiere a responder sobre el propio proyecto de vida; es decir, a que su situación actual enganche o armonice con las decisiones que le precedieron.
Y, por último, la responsabilidad trascendente corresponde a aquella persona que cumple la misión para la cual está en la Tierra.
Analicemos estos cuatro sentidos de responsabilidad.
LA GARRAPATA IRRESPONSABLE
La responsabilidad consecuente suele ser la primera y muchas veces la única que tomamos en cuenta.
Lo primero será diferenciar entre una persona responsable y una que no lo es. Responsable es aquel que considera que las acciones que promueve son suyas y, por tanto, libres; en cambio, si dichas acciones se refieren al patrimonio genético o cultural y el sujeto carece de libertad para actuar, tampoco tendrá libertad para responder de las consecuencias de sus actos.
No habrá, pues, responsabilidad en un contexto antropológico en el que no haya actos libres, pues no puedo responder más que por aquello que depende de mí. Para una antropología en la que el hombre no rebase la condición del mero animal, cuyo comportamiento sea consecuencia fatal de sus instintos y condicionamientos, la responsabilidad carecería totalmente de sentido. Imposible resulta la responsabilidad para aquellos que se empeñan en comparar al hombre con la garrapata. Sospechoso e indignante resulta que un grupo de alemanes eligiera a una garrapata para estudiar cuáles son sus diferencias con el hombre.
La garrapata no percibe más que dos estímulos: la luz, que la impulsa a subir; y el calor, que la impulsa a bajar. Sube a los arbustos y a las ramas de los árboles, y baja al lomo de la vaca. Las consecuencias de la parasitosis que provoca cuesta cada año miles de millones de pesos y nadie puede responsabilizar de ello a la garrapata, porque hay una clara continuidad entre el estímulo y la respuesta; no hace más que prolongar, por así decirlo, las incitaciones del instinto.
Cuando el animal es un poco más complicado ya no es tan fácil entender la relación entre el estímulo y la respuesta. Sin embargo, sabemos que el perro siempre quiere la carne en tiempo de hambre, a la perra en tiempo de celo y la sombra en tiempo de calor. Hace algunos años unos chihuahuenses se declararon en huelga de hambre y, sin importar la razón que tuvieron, sus perros chihuahueños no declararon la huelga; los perros no tienen esa libertad para decidir no comer cuando están hambrientos.
La gran diferencia entre nosotros y la garrapata, el perro o cualquier otro animal que prolonga su propio instinto, es que el hombre puede recibir una serie casi infinita de estímulos y también ofrecer una posibilidad casi infinita de respuestas, pero no hay continuidad entre ellos. Entre el estímulo y la respuesta el hombre parte de sí mismo, y ese partir de sí mismo con independencia de los estímulos recibidos es justo lo que llamamos libertad.
El psicólogo conductista Skinner dice que eso no es libertad, sino ignorancia: no sabemos cuál es el retruécano de la conexión entre los estímulos y las respuestas del hombre. Decimos que es libre simplemente porque ignoramos cómo actúa.
Es la primera vez en la historia de la humanidad que se ha dicho que el hombre es un animal mientras no se demuestre que es libre… ¡y nosotros lo aceptamos con aquiescencia y hasta con gusto! Ante Skinner, que dice que somos animales, exclamamos «¡qué inteligente!», en lugar de objetar: «¡el animal lo será usted! Yo sí actúo porque quiero actuar, sin sujetarme a los estímulos que recibo».
Precisamente porque el hombre es libre de sus propios actos, es responsable de sus consecuencias. Éste era incluso uno de los argumentos de Aristóteles para demostrar que el hombre es libre, si no lo fuera, no sería responsable y por lo tanto no habría sociedad, porque no corresponde llamar sociedad a aquella donde los ciudadanos no son responsables.
En segundo lugar, advirtamos la diferencia entre el neoliberal y el neosocialista.
El liberal plantea un desequilibrio inarmónico entre libertad y responsabilidad. Afirma: «yo tengo libertad para hacer lo que quiero y tengo la responsabilidad que quiero». Lo primero se lo concedemos incluso como un don del hombre frente a los animales; lo segundo no, porque efectivamente puede hacer lo que quiere, pero no puede «escoger» sus responsabilidades.
En cierto modo, así actúa el empresario irresponsable de sus consecuencias: ¾ Yo fabrico ácido sulfúrico. —Sí, pero contaminas las aguas.— Perdón, pero no me midan por eso, sino por el precio y calidad del ácido sulfúrico. Si se contaminan las aguas es problema del Ministro o Secretario de Recursos Hidráulicos, no mío.
Nosotros no somos libres para poner un coto a nuestra propia responsabilidad y reducirla a un pequeño punto. No podemos decir, como el liberal, «sólo soy responsable de aquello de lo que decido serlo».
Por ese cambio pendular que se da en las ideologías, el socialista opina lo contrario: «yo soy responsable de todo lo que sucede en el mundo porque he decidido quedarme en él». Leemos esto en Jean Paul Sartre, para quien el hombre es responsable de todo lo que le sucede al mundo dado que ha decidido quedarse en él, siendo así que es muy fácil salirse del mundo.
No podemos sostener ni una posición ni la otra: no somos responsables de todo lo que acontece; nadie tiene la misión de arreglar el mundo; sería adoptar una posición megalománica, hamletiana: maldición y pesar por haber venido al mundo con la responsabilidad de arreglarlo. Pero tampoco podemos adherirnos a la postura según la cual soy responsable sólo de lo que yo decida. De hecho, la mayoría de los problemas ecológicos que nos afectan provienen de esa falta de armonía entre libertad y responsabilidad.
¿DE QUÉ RENDIR CUENTAS?
El hombre es libre de hacer lo que quiere, sí, pero la responsabilidad limita su poder. Cada uno es responsable de todo aquello que provoca con sus actos libres, aunque no los haya podido predecir, porque debería haberlo hecho.
Siguiendo esta idea, nos adherimos al modelo de la responsabilidad consecuente que hemos llamado de círculos concéntricos. El empresario —y toda persona— es responsable de sí mismo, de su familia, de su empresa, del ramo de empresas en el que está, de la Cámara si es que pertenece a alguna; es responsable también de su diputación, de su patria, de su continente y sería, ya tomando ciertos factores de megalomanía socialista, responsable de la galaxia. Pero no en el mismo sentido. Yo no soy responsable de mí mismo de igual manera como lo soy de mi familia o de mi empresa.
Margaret Tatcher formuló en buena parte su plan de gobierno bajo un sistema de responsabilidad en círculos concéntricos, mediante cuatro puntos:
Cada inglés es responsable de sí mismo.
Cada inglés es responsable de su familia (yo no voy a procurar los tortibonos, que cada quien se las arregle como pueda).
Yo soy responsable del valor de la moneda (si hay inflación o la moneda se devalúa, no culpen a los comerciantes; la culpa es mía, que controlo la máquina que emite el dinero).
Mi gobierno tomará las decisiones que juzgue convenientes para el país, sean cuales fuesen las consecuencias que repercutan sobre el propio gobierno.
Por lo menos aún conservamos en la ideología actual un último principio clásico de la ética, aunque a veces sólo sea en la cabeza: que lo cumplamos con la voluntad es otra cuestión. Me refiero al convencimiento de que el fin no justifica los medios. En cambio, hemos olvidado o puesto en la sombra voluntariamente, a fuer de liberales, otro principio que se redondea con el anterior: no sólo no debo emplear medios malos para cumplir fines buenos, por muy buenos que sean; tampoco debo lograr objetivos buenos que tengan efectos secundarios desproporcionadamente malos.
Un individuo a cargo de la propia iniciativa no debe proponerse conseguir objetivos buenos el ácido sulfúrico que provoquen resultados secundarios desproporcionadamente malos la contaminación de las aguas. Si nos atenemos a este principio de los efectos secundarios, la empresa sería responsable de esa contaminación.
Es decir, el empresario está obligado a ser consecuente de los frutos que provoquen sus acciones aunque no los haya previsto. Uno no puede poner el límite a su antojo, el límite es real. Si yo tiro una piedra sin saber a dónde va, y rompo un vidrio, no me libro de mi responsabilidad con la excusa de no saber a dónde iba. Soy responsable del vidrio roto y mi ignorancia no me disculpa, porque debía haber mirado a dónde tiré la piedra.
Esta postura se aclara con un ejemplo infantil: un individuo pregunta a un granjero —¿me permite cocinar unos huevos rancheros aquí, en el pajar? Es que si hay algo verdaderamente sublime en la vida son los huevos rancheros y soy muy bueno preparándolos.— Sí, pero no en un pajar, porque se incendia.— Ése no es problema mío, sino de los bomberos. Que me midan sólo por el sabor de los huevos rancheros.
Hoy, más que antes, gracias a los medios tecnológicos y de comunicación, el empresario goza de grandes posibilidades de análisis, de información, y tiene la responsabilidad de averiguar cuáles serán las consecuencias de sus actos en sí mismo, en su familia, en su empresa, en su ramo, en su cámara, en su diputación, en su país… aunque no en todas estas esferas en el mismo grado.
Hay un grado en el cual nadie puede dejar de ser responsable: es el primer círculo, uno mismo. Yo soy como he decidido ser. No me refiero al tamaño —yo no he decidido ser chaparro— , sino a que una persona puede ser egoísta o generosa, y algo que va muy relacionado, simpático o antipático, o leal o hipócrita… porque quiere. Cada uno es responsable de su propia conducta y de su comportamiento. No somos garrapatas que podemos culpar al calor o a la luz.
¿POR QUÉ NO COCINAR EN EL PAJAR?
Dijimos que el empresario no sólo es responsable de sus actos y de los resultados secundarios de los objetivos primarios que persigue. También lo es de los motivos por los cuales actúa. En numerosas ocasiones, nuestra actuación es la de personas que sólo quieren medir las consecuencias de sus actos pretéritos, sin importar las razones por las que se decidieron sus actos.
Antes de medir las consecuencias de sus actos, es posible interpelar a la persona que decide libremente; ¿cuáles son los motivos, razones o causas por las que decidió? Si no es capaz de responder a esta pregunta, sencilla para un hombre racional, entonces es ya irresponsable, por ese sólo hecho.
Y como toda razón viene respaldada por otra razón —por qué se escogió una en lugar de otra— , la razón de la razón de la razón nos lleva a una razón que ya es inapelable; que posee el fundamento en sí mismo: se llama principio.
Por lo tanto, el empresario es responsable, con responsabilidad antecedente, cuando puede responder de los principios de sus actos. Si no es capaz de dar razón de los principios por los cuales tomó una decisión, es ya irresponsable de alguna manera. Debe, entonces, analizar si estas razones y decisiones enganchan o no con sus principios y convicciones perennes. Si carece de principios inamovibles, ya es también irresponsable por definición.
El lector podría argüir: no es verdad que los hombres se sujeten a los mismos principios. Eso es una apariencia superficial. Los principios, los valores, son distintos en cada país, cada época y cada persona. Entonces ¿a qué principios debemos atenernos?
No voy a demostrar ahora la universalidad y trascendencia de los principios. Sencillamente contaré una anécdota.
Una importante empresa transnacional que maneja sus productos en 40 países realiza cada año una convención. Hace unos años, sus ejecutivos propusieron que se abordara un tema de carácter ético y escogieron varias preguntas para responderlas en la convención. De todas, me atengo a la primera: ¿la empresa a la que pertenezco debe mantener sus principios, convicciones y fundamentos en todos los países donde trabaja o acoplarlos a la cultura de las distintas naciones?
Hablamos de una empresa que maneja plantas en Colombia y en Singapur, Filipinas o Nueva Delhi. Es una pregunta en verdad desconcertante. ¿Podemos imponer nuestros principios sólo porque somos una transnacional, o vamos a amoldarlos según las distintas culturas donde trabajemos?
Para contestar eligieron a tres personas. A Lynn Paine, profesora de la Harvard Business School, a Jacob Needelman, de la Stanford University, y a un servidor, del IPADE. Yo preparé mi contestación suponiendo que los otros ponentes pensarían como en general piensa la cultura contemporánea: que los principios morales son relativos a la cultura y al patrimonio académico de cada uno, y preparé mi defensa de la universalidad de los principios, con mucho ardor (y mucho temor de que no fuera aceptada).
Lynn Paine dijo que, en efecto, cada país posee sus propias costumbres éticas, pero que una compañía carente de un disco duro de valores de carácter permanente dejaría de ser una empresa, se dividiría en tantos cuantos códigos tuviera.
Jacob Needelman, que sólo por su nombre podemos suponer que es judío, empezó diciendo que cada religión tiene su ética pero, si rascamos hasta el hueso las éticas de todas las religiones, en último término, son la misma: la del decálogo bíblico. Y si no guardamos el decálogo bíblico, no es posible la convivencia, ni por tanto la empresa.
Con sentimientos encontrados de gusto y disgusto a la vez —por un lado me alegraba que ambos expertos defendieran unos principios universales, pero por otro, mi paper quedaba ya totalmente fuera de lugar, porque defendía algo que nadie había aún atacado— no leí mi texto, me adherí a las exposiciones de Paine y Needelman.
EL MEJOR NEGOCIO EXISTENCIAL
El empresario debe conservar los principios no sólo desde el punto de vista personal, sino también de su empresa; dicho al revés, no sólo debe conservarlos en su empresa, sino también en su ámbito personal, porque los principios de las personas se transparentan como un reflejo, van de alguna manera creando la personalidad.
En materia de principios vale más la ejemplaridad con la que se viven, que su defensa. El director no puede defender determinados principios si no da ejemplo de ello; ¿cómo pedir al vendedor que no mienta, si éste sabe que el director miente a los clientes?, ¿cómo pedir a un subordinado que no lo engañe, si lo insta a engañar al proveedor prometiéndole lo que no se cumplirá?
Los principios deben ser válidos, pero también estar encarnados. Primero, personalmente. A cada uno le corresponde hacer un análisis personal y ver si en efecto guarda, vive y encarna la ética de la empresa.
Los principios que mantiene uno mismo o la empresa no siempre garantizan las consecuencias. Algunos creen que sólo por respetar los principios y comportarse moralmente bien van a obtener resultados comerciales positivos. Si, además de comportarse bien, un individuo es poco inteligente, le irá mal. Será bueno, pero le irá mal.
Que la moral no necesariamente sea un buen negocio —no por portarse bien se gana dinero— no significa que seguir los principios de la propia naturaleza humana sea mal negocio. Los buenos y malos negocios se dan muchas veces al margen de los principios. Pero hay un negocio, una empresa única para nosotros, que no podemos vender ni cambiar: nuestra propia vida, en la que el comportamiento ético da siempre buenos resultados.
Sólo la persona que es leal, que mira de frente, que es capaz de guardar el compañerismo con sus colegas, es una persona que está viviendo una buena vida o, mejor dicho, una vida buena. Puede ser que no le vaya tan bien en los negocios, pero hay otros que llevando una mala vida ganan con una mano lo que pierden después en la factura del psiquiatra. Es así que los neurasténicos fabrican castillos en el aire, los psicópatas viven en ellos y los psiquiatras cobran la renta. Ir en contra de los mandamientos de la ley de Dios provoca neurosis, además de divorcios y otras desgracias.
La ética sí es un buen negocio, vital, existencial; es comportarme de acuerdo con la naturaleza que Dios me ha dado para desarrollarme hasta el infinito. La bondad de ese propósito no está en discusión.
EL DILEMA DE CARLOS V
Que los principios no coincidan con las consecuencias dio lugar, desde 1925, a que Max Weber, uno de los más importantes sociólogos modernos, afirmara que el mundo se estaba dividiendo en dos grandes campos: el de la teleología (telos=fin) y el de la deontología (deontos=deber). La sociedad, por tanto, se desgajaría en dos grandes éticas: la de las consecuencias —hago aquello que da buenos resultados¾ y la de las convicciones— hago lo que debo hacer.
A Weber no le salió bien la profecía, pero contaba con algo de razón. Un discípulo suyo dijo que, en último término, los sajones ven más las consecuencias; en cambio, los latinos son más apegados a los principios morales. Eso causó una gran discusión sobre si efectivamente los sajones son más exitosos porque dejan a un lado sus principios o los latinos somos menos prominentes porque nos preocupamos del deber más que de las consecuencias. Aunque, en realidad, el discípulo de Max Weber nunca estuvo en México; si hubiera conocido nuestro país, tal vez hubiera cambiado su punto de vista…
El alemán Robert Spaëman tomó como ejemplo a uno de los gerentes más importantes de la historia que, curiosamente, combinaba en él el modo de ser pragmático de los sajones y germanos y el modo de ser latino, y estudió su comportamiento. Me refiero a Carlos V, quien era de ascendencia alemana y nieto de los reyes de España.
Según la historia que Spaëman describe, Carlos V vivió un caso que ejemplifica lo que ocurre cotidianamente. Le propuso a Lutero reunirse en Worms para dialogar y arreglar sus diferencias. Lutero, protegido por los electores sajones, se negó a ir, pues si cruzaba las fronteras de Sajonia las tropas imperiales lo aprehenderían. Entonces, Carlos V —que era buena persona, aunque sólo fuera por su ascendencia española— proporcionó un salvoconducto a Lutero para que sus tropas no lo aprehendieran mientras se reunían en Worms y regresaba a Sajonia.
Sin embargo, en cuanto sus consejeros supieron que Lutero había traspuesto las fronteras de Sajonia, le pidieron atraparlo. Carlos V se negó, acorde a la responsabilidad antecedente y la ética deontológica: «Acabo de dar mi palabra…». Los consejeros, por su parte, le argumentaron con una ética consecuencialista: «¿Se da cuenta del beneficio que obtendría su imperio y la Iglesia católica si lográsemos meter a este cabecilla en la cárcel?».
Carlos V no se atrevió a decidir hasta el día siguiente como muchas veces algunas personas están indecisas entre conseguir buenos resultados este trimestre y guardar determinados principios; otras, ya sabemos que no guardan los principios para obtener buenos resultados y se llaman, por ejemplo, Enron. Cuando llamó a sus servidores les dijo: «dudo que valga la pena defender una religión para cuya defensa yo deba faltar a mi palabra».
Y es que uno de los principios más importantes que debe mantener la empresa es guardar la palabra dada. Si no guardamos este principio vital de la convivencia, y por lo tanto de la cohesión de la empresa, con nuestros colaboradores, clientes, colegas, socios… estamos cometiendo un grave error: no se fiarán de nosotros.
Siempre es dable esta disyunción entre principios y consecuencias; pero la solución no es optar por unos u otras. Los hombres, los gerentes de empresa, los gerentes generales, los managers, somos individuos de síntesis. Necesitamos lograr una visión sintética lo suficientemente valiosa para que, cumpliendo con los principios, seamos capaces de obtener buenos resultados.
Habiendo explicado que corresponde al hombre ser responsable de sus consecuencias y de sus principios, el empresario podría realizar un pequeño ejercicio: leer el plan estratégico de su compañía si carece de él ya es irresponsable, ni siquiera vale la pena que haga el ejercicio y revisar si, además de señalar y cuantificar con precisión los objetivos que han de lograrse durante el periodo del plan, define alguna política mediante la cual va a conseguirlos; si carece de ella, es un individuo consecuencialista que carece de responsabilidad antecedente.
No es posible establecer objetivos sin especificar cómo conseguirlos. Es necesario considerar que algunos deberán cumplirse sin infringir determinados principios. Por ejemplo, al proponerse vender un producto a toda costa, habrá que mantener el quinto mandamiento ¾ «no matar al competidor»¾ , aunque tampoco propongo pegar el legado bíblico en la carpeta de estrategias.
ENTRE EL «QUIERO SER» Y EL «SOY»
Por otra parte, no sólo se trata de ser consecuencialista o deontológico, sino que también es preciso tener una responsabilidad congruente, por la que el individuo responde de las decisiones anteriores de sus actos, de su proyecto de vida.
Para ello, primero requiero delinear un proyecto de vida si carezco de él ya no soy un hombre con responsabilidad congruente no sólo respecto a las cosas que hago, sino sobre todo en el modo de ser: me gustaría ser menos marrullero dentro de diez años —me pongo un plazo bastante amplio como para morirme antes— y quiero ser noble, leal y disciplinado… Ése es mi proyecto de vida.
Segundo, debo ser congruente con mi proyecto de vida. Si no lo soy, será preciso que cambie de proyecto, pues no es factible mantener un proyecto de vida y actuar siempre de manera contraria; lo correcto sería retrotraerme al principio y reconocer que con ese proyecto me equivoqué, o soy lo suficientemente débil para no seguirlo.
No ser bígamo tiene que ver con la congruencia: si he decidido casarme con María Luisa, he renunciado a las 299 mil 999 millones de mujeres que no son María Luisa no sé si valga la pena o no, pero es una decisión que ya tomé; lo que no puedo hacer es mantener el matrimonio con ella y, al mismo tiempo, sostener relaciones con algunas no todas, evidentemente, sería megalománico de esas mujeres a las que yo renuncié al casarme. Debo mantener mi proyecto de vida.
En este sentido también nos vale la comparación con los animales, porque muchas veces no guardamos un proyecto de vida por circunstancias de superficialidad, por no mantenerlo vigente en la propia existencia. Por ejemplo, el modo de comer de las gallinas carece de mecánica o proyecto alguno, porque son tontas: picotean los granos a derecha e izquierda; atrás y adelante, sin guardar ninguna regla lógica. Si analizamos nuestro currículum, tal vez dé la impresión del picoteo del corral de las gallinas: primero acá, después allá…
Siempre es necesario renunciar a algunas cosas. Si en mi proyecto de vida quiero ser director general de la Ford Motor Company, en ese mismo momento estoy decidiendo no ser campeón mundial de golf. No es posible ser ambas cosas al mismo tiempo.
Por eso hay que pensar bien lo que decidimos y para ello puede sernos útil el concepto de costo de oportunidad. Es costo de oportunidad todo aquello que dejas de hacer cuando estás haciendo lo que haces. Si ahora lo que quieres es jugar tenis o quedarte en casa porque tienes un poco de neurastenia, piensa bien el costo de oportunidad no sea que el hecho te resulte demasiado caro.
El hombre de principios piensa bien su costo de oportunidad y sabe que al decidir un proyecto de vida debe prescindir de una serie de proyectos, tanto en la propia empresa como en lo personal, si es que quiere llegar al objetivo. La capacidad de renuncia es uno de los elementos éticos más importantes.
«HASTA LAS FÁBRICAS DE ZAPATOS TIENEN MISIÓN»
Por último, hemos de considerar la responsabilidad trascendente, que no es ya la respuesta a las consecuencias de mis acciones, decidir según unos principios o ser congruente con mis decisiones anteriores o mi proyecto de vida, sino cumplir la misión para la cual estoy en este mundo. Y es, por así decirlo, el concepto más central de la responsabilidad.
Charles Taylor, quien ha estudiado filosóficamente la empresa, afirma en su libro La enfermedad de la modernidad que la enfermedad del tiempo moderno es que el hombre no es fiel a sí mismo. Y lo relaciona con dos sentidos de congruencia o autenticidad: la fidelidad a uno mismo ser fiel a los principios porque me constituyen más a mí mismo que las vértebras de mis huesos y ser coherente con un orden superior que llama, con mucho acierto, horizonte de sentido.
Si nosotros siguiéramos ciegamente las consecuencias de la evolución biológica, no nos plantearíamos esta cuestión; pero si somos criaturas que existimos por un acto creador de Dios, surge la pregunta: ¿por qué razón nos trajo al mundo? Para hacer algo que ningún otro puede hacer, porque la misión de cada uno es irremplazable. Hay deberes irremplazables que son, precisamente, las responsabilidades trascendentes; si cumplo con esos deberes, con aquella misión para la cual he sido arrojado a la vida, en ese momento asumo mi responsabilidad trascendente de la manera más plena.
Antes me era muy difícil hablar de la misión que el hombre posee pero no se ha dado a sí mismo ¾ así como no se ha dado la vida a sí mismo, tampoco se ha dado el sentido de la vida, sino que tiene un sentido ya marcado por quien le dio la vida, es decir, por Dios¾ , hasta que los norteamericanos empezaron a hablar de la misión de las empresas. No ya los hombres, las fábricas de zapatos tienen misión. Es más fácil entender que si las empresas poseen una misión dentro de la sociedad en la que conviven, también los empresarios deben tener la suya dentro de la humanidad en la que están.
Por ello, una pregunta fundamental para toda persona que quiere vivir éticamente es: ¿cuál es mi misión en el mundo, ésa que nadie puede hacer sino yo? Hay misiones que se ven con claridad que son irremplazables —la misión de padre, de esposo, de gerente de este negocio…— , pues implican, por así decirlo, una exigencia que nadie ahora puede ejercer por mí.
San Josemaría Escrivá, a quien tuve la gracia de conocer y acaba de ser canonizado, inventó la palabra «ojalaterismo», sin hache, para hablar de aquellas personas que consideran que la vida no tiene una misión y que pueden irla armando a su gusto: «ojalá no me hubiera casado con María Luisa», «ojalá no fuera abogado» «ojalá no fuera constructor», «ojalá no estuviera en México», «ojalá fuera gángster». El «ojalaterismo», en último término, es ir configurando mi forma de vida en contra de la responsabilidad trascendente.
En resumen, debo ver cuál es mi misión en la vida y trazarme un proyecto de acuerdo con ella, ser consecuente a ese proyecto de vida, sustentar principios congruentes con mi propia naturaleza y responder de las consecuencias de mis actos en esos círculos concéntricos a los que antes hice referencia.