Globalización o la hipocresía de los países ricos

Son muchos aunque no sé si los más competentes quienes piensan que la globalización ha causado el aumento de la pobreza en el mundo y la distancia relativa entre países ricos y pobres.
Para aceptar o rechazar esta opinión es necesario elegir adecuados indicadores del nivel de riqueza o pobreza, a fin de que, al ver su evolución a lo largo de los procesos de globalización, podamos asentar algunas conclusiones, sin olvidar que en este caso, como en tantos otros, la coexistencia de dos hechos no implica que el uno sea causa del otro.
La globalización no es una ideología o manera de pensar, sino un proceso económico-financiero que se ha venido desarrollando en el mundo desde hace bastantes años. Y es, como la mayoría de los hechos económicos, moralmente neutra, aunque puede producir efectos positivos o negativos, éticamente deseables o rechazables. Dependerá de cómo sea utilizado, es decir, del sistema ético-cultural al que los agentes se hallen vinculados y del sistema político-jurisdiccional que enmarque al proceso.

DOS GLOBALIZACIONES

Las causas de la «primera» globalización ocurrida entre 1850 y 1914 están, por una parte, en las políticas de apertura practicadas por los gobiernos de los distintos países, que supusieron una fuerte reducción de las barreras arancelarias y, por otra, en la aparición de nuevas tecnologías que redujeron de manera importante el tiempo y costo del transporte.
Esta globalización, acompañada del desahogado movimiento de capital, se tradujo en un gran desarrollo del libre comercio y una fuerte migración, favorecida por la inexistencia de controles gubernamentales.
Como botones de muestra de una y otra cosa basta decir que, entre 1870 y 1913, el crecimiento del comercio mundial (3.5%) superó al del producto real (2.7%), con una muy elevada participación en el PIB de la suma de exportaciones e importaciones.
Además, de 1850 a 1914, 70 millones de personas emigraron de Europa a América, de forma que la fuerza laboral en el nuevo mundo creció 49%, mientras que en el viejo continente se redujo 22%. Ante la escasez de mano de obra, los salarios europeos subieron, al tiempo que, en los países emergentes, la alta producción permitió aumentar los salarios reales.
Así, desde el punto de vista social, la primera globalización produjo resultados satisfactorios. Desgraciadamente, a partir de 1914 y hasta 1950, esa tendencia favorable se vio truncada por la destrucción del sistema económico y financiero internacional a causa de las guerras mundiales, la desaparición del patrón oro, la adopción de medidas proteccionistas sobre todo arancelarias de los gobiernos, y por las severas restricciones a flujos transfronterizos y la libre circulación de personas.
Sin embargo, a partir de 1945, en especial desde 1950, volvieron a abrirse fronteras. Por otra parte desmantelado en 1973 el sistema de Bretton Woods para permitir tipos de cambio flotantes, se revitalizó el mercado de capitales y se favoreció la supresión progresiva de los controles cambiarios.
Así, se sentaron las bases para un nuevo proceso de globalización que, efectivamente, sucede en forma paulatina desde hace 50 años y hoy se acelera, sobre todo, por los avances tecnológicos que permiten abrir nuevas vías para organizar empresas a escala mundial con mayor eficiencia e integración.Esta característica, cuyo paradigma es internet, es la que hace decir que nos hallamos en puertas de una «nueva economía global».
Con estos elementos, ya podemos preguntar si los efectos del fenómeno han sido y serán beneficiosos para las comunidades afectadas y sus integrantes o, por contra, resultarán perjudicadas en su dignidad y nivel de bienestar material y espiritual.

GLOBALIZACIÓN Y CRECIMIENTO ECONÓMICO

En esta línea de búsqueda de indicadores, parece aceptable que la mejora del bienestar material depende del crecimiento económico. Por tanto, procede averiguar si existe alguna relación entre globalización y crecimiento.
Globalización comercial
Existe una correlación positiva entre el crecimiento del comercio internacional y el del PIB. Hoy, ningún economista podría asegurar que la protección frente al comercio exterior sea buena para el crecimiento, y los de mayor reputación se manifiestan claramente a favor de la apertura. Es decir, la globalización comercial favorece el crecimiento.
La OMC argumenta que toda barrera al comercio internacional eleva los precios de importaciones y los costos de producción nacional, restringe la capacidad de elección del consumidor y reduce la calidad. Dichas barreras actúan como un gravamen y, por tanto, eliminarlas equivale a reducir impuestos, con el consiguiente aumento de la renta disponible de los consumidores.
Globalización financiera
La mayoría de los trabajos empíricos también muestran una relación positiva entre crecimiento y entradas de capital y la liberalización de los mercados financieros mundiales.
No parece desacertado aceptar que pasar de un sistema financiero cerrado a uno abierto supone aumentar la tasa de crecimiento económico entre 1.3 y 1.6 puntos porcentuales anuales.
Al respecto, Jeffrey Sachs citado por Guillermo de la Dehesa en su libro Comprender la globalización señala que «el capitalismo global es seguramente el arreglo institucional más prometedor para la prosperidad mundial que haya visto la historia. Pero el mundo va a necesitar sabiduría y fuerza para explotar sus beneficios potenciales, y para ello debe liderar un sistema abierto basado en reglas estables sobre la base de principios que sean mundialmente aceptados».
La apelación de Sachs a la sabiduría recuerda lo dicho por Juan Pablo II en Tor Vergata, el 1° de mayo de 2000: «la globalización es hoy un fenómeno presente en todos los ámbitos de la vida humana, pero es un fenómeno que hay que gestionar con sabiduría. Es preciso globalizar la solidaridad». (En efecto, solidaridad y subsidiariedad, los dos grandes principios de la Doctrina Social de la Iglesia, pueden aportar mucho a un tratamiento de la globalización que considere las exigencias de las personas).
Ahora nos interesa avanzar en el análisis de la globalización, pasando al impacto de la globalización sobre la renta per cápita, como principal indicador del bienestar material.

SUBE EL INGRESO PER CÁPITA

La experiencia de los países desarrollados demuestra que, en los períodos de globalización, el crecimiento del PIB per cápita es más elevado que en los períodos de proteccionismo. En dichos países, de 1820 a 1870 el crecimiento del PIB per cápita medio anual fue de 0.9%. De 1870 a 1913, la primera globalización lo subió a 1.4%; de 1914 a 1950 cayó a 1.2%, y entre 1950 y 2000 ha vuelto a subir, hasta alcanzar 3%.
Esto sólo en los países industrializados. Pero, ¿qué ha sucedido en los demás, incluyendo los del tercer mundo? A grandes rasgos, puede decirse que en 1850 la diferencia de renta per cápita entre los países más ricos y los más pobres era de 4 a 1. Al final del proceso de globalización, en 1913, la diferencia era de 10 a 1.
Durante la segunda globalización ha habido una cierta convergencia de rentas per cápita entre las naciones ricas y algunas intermedias, y otra convergencia a niveles de renta más bajos entre las de desarrollo menos avanzado. Es como si hubiese dos niveles estables diferentes, uno para países más ricos y de renta media alta, y otro para los de renta media baja y baja. El hecho es que la diferencia se ha ensanchado de nuevo en este segundo proceso de globalización.
¿A QUIÉN CULPAMOS?
Contra lo que podría pensarse, la globalización no es la culpable de este escenario; es un proceso imparable que produce resultados favorables para los países que participan en él, no sólo naciones avanzadas, sino también en desarrollo.
La integración de las economías de los distintos países ha estimulado las altas tasas de crecimiento económico, aumentado el empleo, ayudado a disminuir la población debajo del umbral absoluto de pobreza y ha promovido sustanciales mejoras en el bienestar social.Los más beneficiados han sido aquellos países que se han integrado más rápidamente a la economía mundial.
Sin embargo, este panorama positivo no debe ocultar el problema de los países estancados en su pobreza, no por la globalización, sino exactamente al contrario: por no haber participado en ella, perdiendo así las ventajas que el proceso integrador proporciona.
Desde luego, hay que esforzarse por corregir tal situación, pero no con interferencias gubernamentales a nivel nacional o supranacional, bajo el pretexto de proteger a los países pobres, marginados por la globalización. La solución está en la reclamada solidaridad de los países ricos con los países pobres, a fin de crear en ellos las condiciones necesarias para su integración internacional, cuyos efectos positivos son indiscutibles. Esto no se logrará mediante subvenciones o donativos, que en muchas ocasiones sólo han perpetuado las causas del subdesarrollo, como sucede en los países subsaharianos, que reciben la mayor tasa de ayuda per cápita del mundo.
La verdadera cooperación para el desarrollo de los países pobres consiste en ayudarles a transformar sus sistemas económicos para que sea posible invertir y crear riqueza.
Aquí es donde se equivocan tantas ONG, cuyas siglas personifican a quienes sensibilizados por la situación de los países pobres y llenos de buena voluntad siguen anclados en la dialéctica norte-sur, ignorando la verdadera diferencia: la que se da entre sistemas basados en la libre iniciativa y el mercado y sistemas basados en el intervencionismo estatal, ya sean de corte tradicional o socialistas.
Estas ONG dicen: «no es justo que el FMI, el Banco Mundial o el Club de París exijan a los países en desarrollo adoptar los modelos que imperan en los desarrollados y que no son los que ellos quieren tener, de acuerdo con su manera de ser». Pero lamentablemente, los modelos de esos países son precisamente los causantes de su pobreza.

LOS CAMINOS DE LA SOLIDARIDAD

El cambio de modelo al margen de los compromisos esporádicos exigidos por las instituciones multilaterales no se logrará si cada país no lo decide por sí mismo. Pero la ayuda es posible si, desde fuera, cambiamos la situación económica, a fin de que experimenten las ventajas derivadas del cambio, y así decidan entrar a una economía de mercado que les permita participar en la globalización. Hay dos caminos principales para hacerlo.
1. Inversiones de multinacionales adaptadas a situaciones distintas
Inversión extranjera en proyectos industriales, utilizando la compra de deuda externa del país o, directamente, sin recurrir a esto. Lo importante es que la empresa transnacional tras negociar con el gobierno las condiciones administrativas, legales y fiscales establezca un negocio que creará empleos y generará salarios. Además, si se trata de bienes destinados a la exportación habrá ingreso de divisas, mejorando la balanza comercial del país.
Así, con la reiteración de los casos y por sus materias primas y mano de obra, cada país se hará atractivo para la inversión extranjera permanente que, en un mundo globalizado, busca la expansión.
Esta fórmula es mejor que entregar fondos a los gobiernos de los países en desarrollo para que ellos regenten la inversión, pues se deduce del principio de subsidiariedad, tan reiteradamente proclamado por el magisterio de la Iglesia católica, según el cual lo que pueda hacer la iniciativa privada no deben hacerlo los gobiernos.
Un ejemplo es lo sucedido en Sudáfrica. La colaboración del gobierno, las administraciones locales, el Banco Mundial y la multinacional francesa Suez Lyonnaise des Eaux, ha llevado agua potable a más de 600 mil personas en Cisira, provincia de El Cabo. Ahí, como en otros muchos pueblos de la región, el agua era gratuita, pero insalubre. Sus habitantes caminaban a diario dos horas para tomarla del río y llevarla a casa, y con frecuencia enfermaban por beberla.
Hoy, se aprovisionan de agua de buena calidad en los surtidores automáticos repartidos por el pueblo: introducen una tarjeta magnética para abrir la válvula y llenan sus cubos. El sistema, construido por Suez Lyonnaise, extrae agua del río, la trata en una depuradora y la bombea hasta los surtidores. Se acabaron caminatas y enfermedades. Hasta ahora, la empresa ha desarrollado en El Cabo 30 proyectos similares. El plan es llegar a un millón de beneficiarios en 2005.
Se dudaba que la gente pagara por el agua potable, pero con un precio asequible, 2-3 dólares mensuales (entre 2 y 5% de los ingresos de una familia), se comprobó que los pobres están dispuestos a pagar por agua en buenas condiciones.
El director de la subsidiaria en Sudáfrica lo tenía claro desde el principio: «Si la gente puede permitirse comprar una cerveza al día, puede permitirse pagar por el agua. Es una cuestión de prioridades». Los habitantes de Cisira lo corroboran: «¿Se imagina lo que era pasarnos la vida yendo al río para sacar agua sucia y turbia? afirma una mujer. Es magnífico. Por supuesto que conseguimos el dinero».
Esta estrategia responde al principio señalado por el profesor Prahalad, de la Escuela de Negocios de la Universidad de Michigan: «Dejemos de ver a los pobres como un problema, para verlos como una oportunidad». Es decir, dejemos de hacerlos objeto de nuestra caridad para convertirlos en nuestros clientes, bajo el lema trade-not-aid (comerciar, no ayudar) invocado por los propios países pobres.
Contra opiniones hoy difundidas, los pobres pueden convertirse en un mercado rentable si las multinacionales están dispuestas a y son capaces de cambiar sus modelos comerciales para adaptarlos a sus posibilidades.
Otro ejemplo es el de la empresa Arvind Mills, que en India ha creado un nuevo sistema de aportación de valor basado en pantalones vaqueros. Como quinto de los mayores fabricantes mundiales de jeans, Arvind observó que las ventas en India eran limitadas porque, a un precio de 40-60 dólares el par, tales pantalones no estaban al alcance de las masas ni eran fáciles de conseguir, dado que el sistema de distribución llegaba tan sólo a unas cuantas ciudades rurales y aldeas.
En respuesta directa a este problema, Arvind introdujo los jeans Ruf and Tuf, un paquete ya preparado (tela cortada, cremallera, remaches y bolsillos) aproximadamente en 6 dólares. Se distribuyeron los paquetes a través de una red de 4 mil sastres muchos de ellos establecidos en pequeños pueblos y aldeas quienes, ante todo por su propio beneficio, se interesaron por su comercialización intensiva. Ruf and Tuf se ha convertido en el pantalón de mezclilla más vendido en India. Aunque cuesta 80% menos que los Levis, su producción y comercialización además de beneficiar a los usuarios crea abundante riqueza para el numeroso ejército de sastres locales, quienes también son almacenistas, promotores, distribuidores y proveedores de servicios: todo en uno.
2. Abrir mercados de países desarrollados
Otro camino para cooperar eficientemente al desarrollo es abrir los mercados de los países industrializados a la exportación de productos en los que son competitivos los países pobres.
No es tarea fácil, ya que tropieza con los intereses de grupos de presión de los países desarrollados, que pretenden protegerse de la competencia de los países pobres con vallas a la importación de sus productos.
Y tropieza, sobre todo, con la hipocresía de gobiernos y organizaciones sindicales que, escudándose en razones de incumplimiento de las normas sobre trabajo infantil, horarios laborales y demás reglamentaciones, legislan a favor de exigencias de grupos industriales, comerciales o agrícolas, cuyos votos quieren conservar. De esta forma, olvidando que los niños de estos países necesitan sobrevivir, alfabetizarse y acceder a una mayor formación, y con la pretensión de protegerlos de la explotación infantil, los países desarrollados los perpetúan en la miseria, aunque luego, para justificarse, harán como que la remedian con dádivas en dinero o alimentos.
Hay que distinguir entre explotación infantil y trabajo que permite a los niños ganar dinero y adquirir destrezas, sin perjudicar su escolaridad.
Es ilustrativo el caso de Sialkot, en Pakistán, productora de balones de futbol cosidos a mano. Efectivamente, empleaba mano de obra infantil, pero dos tercios de los niños cosían balones a tiempo parcial en casa, y entre 80 y 90% iba al colegio. Al no poder comprobarlo los observadores de la Organización Internacional del Trabajo, se suprimió el trabajo a domicilio; muchas familias perdieron el salario de los niños, y sus ingresos, por término medio, descendieron alrededor de 20%.
El error de las ONG. Lo chocante es que las ONG, tan interesadas en defender a los países pobres, no se dan cuenta de que hacen la tarea sucia de los grupos de interés contrarios a la liberalización del comercio internacional, cuyo principal efecto no sería perjudicar, sino beneficiar a los países menos desarrollados.
Con gente armada de pancartas y bastones, estas organizaciones revientan las reuniones de la OMC, del FMI y el Banco Mundial, del Foro de Davos o la Cumbre de las Américas en Quebec, para oponerse a la globalización que, según ellos, ha sumido en la miseria a los países en desarrollo.
Si estos «abogados de los pobres» recordaran que, sin racionalidad, hasta las mejores intenciones producen efectos perversos, verían que abrir los mercados a capital extranjero en lugar de ser un camino hacia más pobreza y explotación constituye el único medio para ayudar a las naciones emergentes a crear puestos de trabajo, elevar su nivel de vida y fomentar una mejor sanidad y educación.
En noviembre de 1999, antes de la reunión de Seattle, Mike Moore, director general de la OMC, reconoció que su propuesta de eliminar los obstáculos a las importaciones de países menos desarrollados no había recibido un aplauso generalizado, gracias a las dificultades políticas que entraña eliminar barreras proteccionistas en sectores como el agrícola, textil y del calzado.
Contra esta cerrazón deben encaminarse las manifestaciones de las ONG, que se dicen respaldadas por millones de firmas. Cuando las Naciones Unidas piden a los países desarrollados que aporten 0.7% del PIB como ayuda a los países pobres, todo el mundo lo aprueba y, a pesar de la inanidad de esta ayuda, las ONG organizan campañas para que los respectivos gobiernos adopten este objetivo.
En cambio, cuando los países pobres demuestran un deseo sincero de participar en el mercado mundial y adoptar un sistema económico abierto y un régimen comercial liberal como sucedió en 2000 en la cumbre de El Cairo, entre la Unión Europea y África, los europeos, que sí aceptan aliviar la deuda contra compromisos de reformas, hacen oídos sordos a la apertura de los mercados.
Los errores del proteccionismo. No es verdad que sea inútil abrir las barreras a países que no tienen capacidad exportadora. En primer lugar, podrían exportar sin los impedimentos gubernamentales sus productos agrícolas y materias primas. Si se permitiera a Ecuador exportar plátanos, habría menos inmigrantes ecuatorianos ilegales en los países desarrollados. Pero se prohibe para proteger de la competencia a los agricultores y demás sectores afectados, que constituyen importantes bolsas de votos para los partidos que quieran permanecer o acceder al gobierno de nuestros prósperos países.
Los europeos, dicho sea de paso, han diseñado y sostienen la política agraria común (PAC) que sin exagerar puede calificarse como una de las mayores irracionalidades económicas de nuestro siglo para proteger y subvencionar a los agricultores como el extravagante José Bové, uno de los estandartes contra la globalización, al tiempo que impide la entrada de productos del África subsahariana en el mercado europeo.
La excusa del «dumping social». Para oponerse a la apertura de los mercados, el argumento en el que se escudan los diversos adversarios de la globalización especialmente los sindicatos de países ricos es que los países pobres hacen competencia desleal al producir sin respetar los derechos laborales básicos.
Para ilustrar el sinsentido de esta postura, en orden a la cooperación al desarrollo, no me resisto a relatar lo sucedido entre Camboya y Estados Unidos. En enero de 1999, Camboya firmó un acuerdo con Estados Unidos sobre sus exportaciones textiles. Camboya se comprometía a mejorar las condiciones laborales en ese sector. A cambio, Estados Unidos prometía aumentar 14% la cuota de importaciones textiles de empresas camboyanas, lo que suponía un alza de 50 millones de dólares al año.
La mayor vigilancia del gobierno camboyano sobre las condiciones laborales tuvo consecuencias positivas para los trabajadores. En un país donde la renta per cápita anual es de 180 dólares y los profesores universitarios ganan 20 dólares mensuales, el salario mínimo en la industria textil se fijó en 40 dólares al mes.
A partir del acuerdo se autorizó que los trabajadores textiles crearan sindicatos y eligieran a sus representantes. Se hizo obligatorio conceder 19 días de vacaciones pagadas. La perspectiva del aumento de las exportaciones a Estados Unidos hizo que se crearan nuevas empresas, que dieron trabajo sobre todo a mujeres. Era un trabajo duro: 10 horas al día, durante 6 días a la semana, cosiendo una prenda tras otra. Pero consiguieron ahorrar dinero para mantenerse y ayudar a sus familias.
Llegó el momento de cosechar. Los representantes del gobierno de Estados Unidos reconocieron que el acuerdo había logrado importantes mejores laborales en muy poco tiempo. Pero el sindicato norteamericano del textil se opuso al aumento de la cuota de importación de tejidos camboyanos, asegurando que en Camboya persistían las violaciones a las normas laborales internacionalmente reconocidas. El gobierno de Estados Unidos cedió y no amplió la cuota.
Aunque después de esta decisión cerraron 18 fábricas textiles y multitud de trabajadores perdieron su trabajo e ingresos, los trabajadores camboyanos tienen el consuelo de saber que los sindicatos norteamericanos velan por sus derechos laborales. No cabe mayor hipocresía. El libre mercado hubiera enriquecido a los trabajadores del textil camboyano; la intervención estatal, instigada por los intereses de clase, los sume en la miseria.

AYUDARSE A SÍ MISMOS

Muchos opinarán que el camino propuesto para ayudar a los países afectados a salir de la pobreza entrando a disfrutar de los beneficios de la globalización es demasiado largo y que más bien urge remediar sus necesidades de inmediato. No me opongo a que se concedan ayudas en forma de donativos o cancelación de deuda, para necesidades perentorias, pero no como sustitución de los objetivos de fondo.
Aquí, como en tantos otros casos, se aplica el antiguo apólogo: «Si le das a un hombre un pescado, le has resuelto el problema de un día; si le enseñas a pescar, le has resuelto la vida». Éste debería ser el lema de los países desarrollados en relación con los no desarrollados.
Pienso que los países pobres en contra de quienes pretenden protegerlos y lo que hacen es impedir su desarrollo están entrando en la realidad y empiezan a considerar la globalización como lo que es: una esperanza de mejora. Así se pudo comprobar en Davos en febrero de 2001.
Durante una cena de líderes africanos, el dirigente de una ONG preguntó en voz baja al presidente de Senegal, Abdulaye Wade, cómo pensaba aliviar los males que la globalización estaba causando en su país. Su sorpresa fue mayúscula cuando Wade contestó: «¿qué globalización?, ¡la globalización todavía no ha llegado a África y mi gobierno está haciendo todo lo posible para que llegue pronto y podamos beneficiarnos de ella!».
En la misma reunión, los presidentes de Nigeria, Sudáfrica y Tanzania hablaron en términos similares. Expresaron la necesidad de que los gobiernos africanos garanticen la paz y la estabilidad, ya que la incertidumbre política perjudica la inversión. Dijeron que se requieren gobiernos que garanticen el cumplimiento de la ley y los derechos de propiedad, que eliminen las trabas burocráticas para crear empresas y luchen contra la corrupción. Sin estos requisitos, decían convencidos, la globalización y el progreso nunca llegarán al continente negro. Parece que, por fin, algunos líderes africanos están dispuestos a poner orden en sus países.
Pero los africanos no podrán solucionar sus enormes problemas si los países industrializados no cumplimos con la parte que nos toca. Es cierto que en los países subdesarrollados el modelo económico no es el adecuado y, además, la corrupción es mucha. Sin embargo, la máxima evangélica nos obliga a arrancar la viga de nuestro ojo antes de querer sacar la paja del ojo del vecino. Y viga gorda es impedir que los países del tercer mundo trabajen, produzcan y vendan en los mercados mundiales.
En 2000, 40 millones de litros de leche se echaron a perder en el norte de Tanzania, mientras los supermercados de la capital solamente vendían leche holandesa. ¿Cómo es posible que en Tanzania la leche holandesa sea más barata que la leche tanzana? La explicación es muy simple: los productos europeos disfrutan de ignominiosas subvenciones que les permiten competir deslealmente con los de los países pobres.
La globalización no es mala. Lo malo es la hipocresía de los países ricos que, enmascarando su egoísmo con las ridículas propuestas encaminadas a destinar 0.7% del PIB a ayudar a los países pobres, les cierran las puertas de la globalización que es donde está su verdadero futuro.

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*Resumen de la conferencia pronunciada en el Colegio Peñarredonda, el 28 de abril de 2001, en La Coruña.

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

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