El joven que no quiere dejar de ser

«Adolescencia feroz: el hombre que quiere ser, y que ya no cabe en ese cuerpo demasiado estrecho, estrangula al niño que somos. (Todavía, al cabo de los años, el que voy a ser, y que no será nunca, entra a saco en el que fui, arrasa mi estar, lo deshabita, malbarata riquezas, comercia con la Muerte.)» Con desgarrador acierto, Octavio Paz describe esas ansias que lo atenazaban frente al cambio: el dolor de crecer y dejar la niñez («La higuera», Libertad bajo palabra).
Temo que si algún escritor joven de esta época narrara esa batalla no hablaría del hombre que quiere ser, sino del joven que no quiere dejar de ser. El fenómeno se ha convertido en una moderna plaga. La desmesurada alabanza a la bondad e irresponsabilidad inherentes a la infancia y juventud hacen que nadie quiera ser adulto. ¿Para qué? ¿Para enfrentar el cúmulo de obligaciones de ese cansado y corrupto mundo adulto? ¿Para frustrarme porque no puedo cambiar nada? Mil veces mejor ser joven, libre y sin ataduras.
Hace ya 16 años, en un excelente artículo publicado en ISTMO, «Ayúdalos a madurar», Emma Godoy analizaba esa actitud. En aquel entonces, encapsularse en la adolescencia, negarse a crecer, no era una actitud social generalizada sino de casos individuales. Siempre ha habido personas que por una u otra razón no maduraron y quedaron como eternos adolescentes.
La escritora decía que la adolescencia es un segundo nacimiento tan doloroso y traumático como el primero, con la diferencia de que nacer es obligado. La naturaleza empuja al niño fuera del claustro materno y ese «parásito comodón» que no se ocupa ni preocupa por nada, ni por respirar siquiera, empieza a padecer toda suerte de trabajos. La adolescencia nos expulsa del seno familiar, pero podemos hacernos los remolones y no salir nunca.
«La infancia es otra gestación. El nuevo útero es el hogar. Allí no se está construyendo la carne sino la psique. También tiene su término. () Ha de desprenderse del tronco familiar no sin lucha, no sin dolor para trasplantarse y echar raíces propias y crecer por su cuenta hasta ser otro árbol subsistente por sí mismo y ya no una simple rama en dependencia del tronco familiar».
Ese no querer salir lo achacaba al miedo y a la comodidad. Los inmaduros son miedosos y egoístas, puesto que así son los niños. Cuando uno tiene miedo no piensa en nadie sino en sí mismo. Ahora los jóvenes tienen miedo, sueñan menos con un futuro labrado a pulso, quisieran uno de película, rápido y fulgurante, no piensan demasiado en la edad adulta y ni por equivocación en la vejez. Habrá que empujarlos a que tomen el relevo con ilusión y hacerles ver que, cada uno en su medida, es capaz de mejorar su entorno.

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

Newsletter

Suscríbete a nuestro Newsletter