Código genético vs. código jurídico

En medio de la fiebre del genoma humano, la sociedad enfrenta un reto en el plano ético-jurídico. Se piensa que al hablar de este descubrimiento nos referimos a un objeto que nada o muy poco tiene que ver con la esencia del hombre. Pero el hecho de que el genoma contenga los datos esenciales para la constitución de la persona, implica que su manejo la supone; ahí lo delicado de la situación. Recordemos lo dicho recientemente por el diputado francés Jean-François Mattei, «en biotecnología se puede patentar la tecnología, no el bio», lo que está en juego es la vida humana, no una cosa.
El riesgo existe y nos obliga a tener presentes, más que nunca, principios fundamentales e indiscutibles, necesarios para una regulación jurídica posterior en aras del respeto a la dignidad del hombre.

DESHUMANIZACIÓN TECNOLÓGICA

Algo es humano en cuanto es comprendido. El conocimiento lo humaniza, lo pule, lo hace connatural, lo lleva a vivir en nosotros, de tal modo que lo conocido vive cuando vivimos o, al revés, nosotros vivimos un poco según lo que hemos conocido.
Sin embargo, la profusión de la tecnología ha llevado al hombre al paroxismo del desapego, es ruido en vez de sonido (pienso en la metáfora propuesta por Umberto Eco), algo que no se puede incorporar al sujeto porque se ha convertido de suyo en ininteligible.
Nos parece que es el caso de la manipulación genética, un problema de escala cartográfica que escapa a cualquier medición propia del hombre. En cierto sentido es antinatural, y todo lo antinatural es un phármakon, algo que es al mismo tiempo remedio y veneno, que cura pero que a la vez mata; un janus bifrons, una concesión a la lógica de la ambigüedad que tanto desespera al racionalismo. Nuestro conocimiento del genoma es farmacológico; dada nuestra escasa connaturalidad con él, el resultado de la aplicación de técnicas derivadas de él puede conducir alternativamente a la salud o a la enfermedad, a la vida o a la muerte.
Desde este punto de vista, la civilización tecnológica ha producido un quiebre entre los márgenes materiales del desarrollo y la humanización del conocimiento. Ello revierte en la paradoja de que aquello destinado a dar felicidad al hombre acaba siendo justamente uno de los elementos que lo deshumaniza porque crea con el entorno una relación tan sólo instrumental, exterior, alienígena, veleidosa, sin calado ni profundidad, sin bisturí para cortar las capas más profundas y alojarse en nosotros, modificándonos.
Una característica de la sensibilidad posmoderna es la angustia que produce el avance de la civilización tecnológica (lo que Heidegger denomina el Ge-Stell). El proyecto ilustrado que da origen a la modernidad fracasa de forma estruendosa al no conseguir que los hombres sean cada vez más felices, como había prometido la ilimitada confianza en la razón y la seguridad de que la noción de futuro estaba necesariamente asociada con la de progreso.
Esta percepción redentora de la tecnología empieza a descascararse cuando el hombre occidental comprueba que no existe un vínculo necesario entre bienestar y felicidad, sino que más bien la sensación de felicidad se encontraba asociada a la humanización de los avances técnicos antes que a su despliegue ilimitado y exponencial.
EROSIÓN DE LA DIFERENCIA
La posibilidad de suprimir la diferencia sería la consecuencia más radical para el ámbito del Derecho, derivada de esta progresión acéfala [deshumanizada] de la capacidad tecnológica a que nos referíamos antes. Como siempre, esta posibilidad tiene un supuesto o­ntológico anterior al plano jurídico. Cada ser real posee en sí un principio de unidad que lo constituye como tal y lo distingue de los otros. Aristóteles llamó a este principio «forma» y Tomás de Aquino «esencia». La esencia sustenta los accidentes de un ser, que son los que percibimos y a través de los cuales diferenciamos un ser de otro. La «diferencia» sensible, por lo tanto, radica en el accidente, y éste a su vez en la esencia.
La tecnología da al hombre, progresivamente, la capacidad de borrar estas diferencias, fruto de un poder previo: la capacidad de aislar los principios rectores de la materia y aplicarlos en escenarios distintos de los que plantea la propia naturaleza.
Quizás algunos ejemplos aclaren el punto. La diferencia puede ser alterada, yo puedo cambiar mi nariz por otra exactamente igual a la de mi vecino. O puedo cambiar de sexo, adquiriendo el aspecto (si bien todavía no la funcionalidad) de una mujer.
Puedo también reproducirme en un laboratorio, prescindiendo de aquello que otorgaba la humanidad (la diferencia) al proceso generativo. O puedo clonarme, con idénticos resultados. En sentido filosófico, la pérdida de la diferencia coincide con la visión factible del hombre. Lo humano se convierte así en «un material más» para producir una obra artísticamente lograda.
La diferencia se puede alterar porque se empiezan a conocer sus principios. Gestar un niño fuera del cuerpo femenino y sin relaciones sexuales de los padres muestra con claridad la dominación de unos principios y su funcionalidad fuera del contexto propuesto por la naturaleza.
INSTRUMENTALIZACIÓN DE LA PERSONA
La capacidad de erosionar las diferencias reales hace borrosa la distinción fundamental del Derecho: la que media entre sujeto y cosa. Aquí se sitúa la problemática jurídica de la manipulación genética. En efecto, toda relación jurídica se compone de al menos un sujeto o titular de derechos y obligaciones, y una cosa, aquello sobre lo cual recaen los derechos y obligaciones. Estas calidades son intransferibles, es decir, un sujeto de derechos no puede pasar a ser objeto de ellos, ni un objeto de derechos puede convertirse en sujeto de tales atribuciones.
Para disponer de un sujeto en un sentido jurídico, tendríamos necesariamente que ser superiores de un modo esencial a él (como ocurre, por ejemplo, entre un ser humano y un animal), lo cual es absurdo, porque equivaldría a decir que somos sobrehumanos.
En consecuencia, el hombre sólo puede usar rectamente su entidad y disfrutar de los bienes provenientes de ese uso, pero no puede destruir(se) ni mermar conscientemente sus capacidades. Ahora bien, la aplicación de resultados originados en el conocimiento de cadenas genéticas puede llevarnos a objetualizar la condición humana, convirtiendo al hombre en los hechos más bien en una cosa, sin respetar su condición de titular de los mencionados derechos.
Alguien podría argumentar que no hace falta referirse a la manipulación genética para decir que se ha convertido al hombre en objeto de derechos. Por ejemplo: toda terapéutica podría ser considerada una manipulación y, consecuencialmente, cargarle la responsabilidad de la objetualización a la que hacíamos referencia. Sin embargo, creemos que existen razones para rechazar esta posición.
No toda intervención en el curso natural de la vida humana y de sus atributos es de suyo negativa ni reduccionista, sino sólo aquella que no tiende a la buena administración de la salud, ya sea en sentido físico o psicológico. No es posible desprender esta cuestión de su fundamento teleológico. Es decir: no toda aplicación de los resultados de la investigación genética es reduccionista desde un punto de vista jurídico, sino sólo aquella que no redunde en la salud de individuos presentes o futuros. El problema está en la magnitud de la herramienta. Es distinto poder curar un resfriado que estar en condiciones de alterar el patrón genético de un sujeto. Mientras mayor sea el poder, mayor será también la tentación del aprendiz de brujo. De allí que el Derecho deba poner especial atención en técnicas de este tipo.
La posibilidad de manipular ciertos principios reguladores del ser material del hombre produce en los investigadores lo que podríamos denominar el «síndrome de Prometeo», es decir, un error metodológico los lleva a considerar que: 1) lo que se puede manipular es objetual; 2) porque lo objetual es lo que se puede manipular; 3) el cuerpo humano se manipula genéticamente, 4) luego, la dimensión genética del hombre es objetual.
La cuestión de fondo desde el punto de vista jurídico es hasta dónde se aplica el principio de la personalidad.
VALIDEZ Y EFICACIA UNIVERSALES
Desde la perspectiva de las legislaciones concretas, reales y particulares, la transición de la modernidad a la posmodernidad se afronta de acuerdo con dos modos generales de pensar, cuyo contenido remite a la problemática filosófica de la relación entre naturaleza y cultura. Uno «clásico», que otorga al hombre una ley natural y un conjunto de derechos naturales que no dependen de la lógica formal ni del consenso democrático. Otro, que se constituye dada la pluralidad de doctrinas que llegan a sus conclusiones por oposición a una teoría clásica o iusnaturalista, y sostiene más bien la culturalidad (contraria a la naturalidad) de los derechos.
En el caso del genoma humano, la primera tesis defenderá la primacía del hombre sobre la investigación y el comercio. La segunda, en cambio, considerará que, al no poderse hablar de derechos naturales puesto que la noción de «naturaleza» no sería sustentable, las restricciones a la manipulación son mínimas y en muchos casos dependerán de la sensibilidad de una comunidad determinada, según las categorías de tiempo y espacio.
El derecho (o mejor «los derechos» concretos) recibe ambas tendencias: la que intenta conservar el ser del hombre fuera de lo disponible, y la que asegura que esa disponibilidad depende en realidad, en última instancia, de la voluntad, normalmente colectiva («si todos están de acuerdo, ¿por qué no se habría de hacer?»).
Es interesante destacar que el carácter fragmentario de las opiniones ético-jurídicas contemporáneas responde a lo que Lyotard llamaba con mucha agudeza el «fin de la historia», es decir, el fin de los grandes relatos omniabarcantes (como la teoría clásica de la verdad, el cristianismo, etcétera) y su reemplazo por lo minúsculo e individual («mi verdad», «tu verdad»), con pretensiones de validez simplemente en virtud de su carácter subjetivo.
Este pluralismo metodológico se debe a un cambio en el modelo jurídico de Occidente, en virtud del cual la regla objetiva de la ley natural es pulverizada por el relativismo cuya base es la afirmación de Nietzsche de disolver el ser en la nada y la verdad en el valor. Por ello, ya no puede hablarse de una validez universal de las reglas jurídicas en general, ni biojurídicas en particular. Caso clarísimo es el aborto. Esta validez se presenta, en el nuevo universo jurídico, como la multiplicación de las bases axiomáticas, avaladas normalmente por el consenso universal o democracia, frente a cuyo dictamen, curiosamente, no se levantan los organismos de defensa de los derechos humanos.
La eficacia (aplicación efectiva y real) de estas normas jurídicas intrasistemáticas (pertenecientes a un derecho positivo concreto) es, desde luego, más universal que su validez, pero se ve alterada por los propios investigadores, cuyo afán los impulsa a experimentar más allá de la validez de la norma, distorsionando su eficacia, y por la opinión pública, cuyo grado de conocimiento sobre las materias en cuestión es muy escaso y formado exclusivamente por los medios de comunicación.
TITULARIDAD DEL MAPA GENÉTICO
Puesto que e genoma humano no pertenece a ningún individuo en particular, sino más bien a todos en conjunto (lo que equivale a decir que es patrimonio de la especie), y que lo que se tiene en comunidad debe manipularse o alterarse con el consentimiento expreso de los otros comuneros, parecería que no podría investigarse. Esto es casi una objeción de naturaleza lógica, pero la respuesta resulta interesante para destacar el criterio de solución de una controversia de este tipo. Efectivamente así es.
Se entiende, sin embargo, por una ficción jurídica, que todos están autorizados para conocer el genoma (y todo otro elemento común) en la medida de que dicho conocimiento tenga fines terapéuticos o preventivos. Tal cosa es, por supuesto, materia de prueba.
La titularidad del mapa genético se atribuye, no a un individuo en particular, como ocurre en otros derechos generales que establece la constitución chilena, sino que es compartido por todos los hombres. Se podría decir que el titular es la especie, que no es un ente real, substancial, sino sólo un accidente de razón.
La cuestión debe solucionarse, en nuestra opinión, a través de una ficción jurídica que permita la manipulación siempre que obre en favor de individuos particulares, y nunca de entelequias como «la humanidad», etcétera.
VENDO GENOMAS
¿Puede considerarse producto comercial el fruto de una investigación sobre el genoma humano? Esta pregunta abre el debate sobre la patentabilidad de los descubrimientos genéticos. Nuestra opinión sobre este punto, desde una perspectiva ético-jurídica, es que sustraer del conocimiento público información científica que, eventualmente, pudiera ser recogida por otros investigadores y contribuir a mejorar las condiciones de vida de al menos un individuo no puede ser considerada una actitud coherente con el bien común ni debiera, en consecuencia, estar protegida por la ley.
Además, si se comercializa la información, tampoco es claro determinar en qué momento, por ejemplo, un investigador que utilice lo descubierto o formalizado por otro dependa jurídicamente de él y deba pagarle por el uso de esa información o, lo que es peor, vea cómo, desde el punto de vista del Derecho, los nuevos datos que obtuvo le corresponderían al otro. Consideramos que una práctica de este tipo atenta directamente contra la naturaleza dinámica y dialéctica del conocimiento humano. Imagínese el efecto que tendría un criterio así aplicado (en sus efectos jurídicos) a la conocida frase de Whitehead de que «toda la historia de la filosofía no es más que un conjunto de acotaciones a Platón».
¿APLICACIÓN DE RESULTADOS?
¿Pueden aplicarse los resultados de la investigación genética para modificar el mapa de un individuo o de un grupo? Desde el punto de vista estrictamente teórico, pensamos que sí, en virtud del mismo principio que permite obrar sobre el cuerpo para, por ejemplo, detener el avance de una enfermedad. Ese principio, llamado «mal menor», consiste en que, en un conflicto de males de naturaleza física (no moral) y en virtud de la inevitable jerarquía de los bienes, se puede realizar o tolerar un mal físico para evitar uno mayor.
En general, los medicamentos se pueden ingerir lícitamente en virtud de este principio. Aplicado al caso de la manipulación genética, se puede afirmar que es inferior el mal de alterar la naturaleza al de una enfermedad.
Una segunda circunstancia se da cuando se afectan los derechos concretos de un sujeto: por ejemplo, que un equipo médico viole el derecho de un individuo cualquiera a tener hijos no alterados genéticamente. Gracias fundamentalmente a la protección constitucional (me refiero al caso de Chile), que asegura a todas las personas nacer libres e iguales en dignidad y derechos (art. 1), y tener el derecho a la vida y a su integridad física y psíquica (art. 19 n.1), el afectado puede reclamar el reestablecimiento de su derecho ante los tribunales. En este caso, no se ha afectado directamente un patrimonio común de titular innominado, sino los derechos concretos y reales de un sujeto concreto y real.
Otro aspecto: ¿es válido que un individuo autorice que se realice sobre él o sobre los que éste tenga tutela cualquier modificación genética? Entramos al terreno de los derechos irrenunciables, que de ordinario se relacionan con obligaciones precedentes.
En nuestra opinión, dicho consentimiento será válido sólo en los casos en que tenga por objeto mejorar la salud del afectado (conservar la salud es una obligación anterior al derecho de, por ejemplo, abrigarse cuando hace frío), o incluso cuando no tenga ese objeto sino otro, pero que sea fehacientemente indiferente para la conservación de la salud. Por esta misma causa, no serían válidos los consentimientos tendentes a resultados contrarios, como aumentar genéticamente la capacidad de ingestión alcohólica de un individuo.
Ahora bien, desde el punto de vista ético-jurídico, no parece posible que un individuo, cumpliendo con el requisito de no alterar la salud del paciente, determine por su voluntad ciertas características del individuo futuro o presente sin capacidad de discernimiento, como determinar su color de ojos. Esto afecta de modo directo la dignidad del paciente, cuyo valor reside justamente en la posibilidad de utilizar su inteligencia, voluntad y libertad para decidir y ejecutar sus propias acciones, que se reputan propias por esa vinculación eficiente al origen.
Cabría ahora preguntarse si es posible exigir de un profesional: a) toda la información genética que dispone sobre nosotros, b) que realice cualquier prueba genética, c) que anticipe los resultados y, al mismo tiempo, que respete la dignidad humana.
Por ejemplo, una pareja de novios antes de casarse se hace una prueba genética que determina que sus hijos tendrán síndrome de down. ¿Existe el derecho a saber lo que va a ocurrir? Pensamos que, precisamente porque tal derecho no existe, el ordenamiento jurídico debe prever una situación como ésta. Es decir: porque algo se pueda conocer no significa por fuerza que se deba conocer. Ello, además, por dos razones: existe cierta ambigüedad en la información genética (el caso de la fibrosis quística), y el hombre no puede ser reducido a un producto o resultado económico, como tal vez ocurriría con la pareja de novios una vez que se descubriera al «culpable» de la situación.
LA UNESCO A CONTRALUZ
La declaración de la UNESCO sobre el genoma fue aprobada por unanimidad el 11 de noviembre de 1997, en la XXIX Conferencia General. Menciono algunas partes de su articulado que considero importantes:
a.1. Es un derecho de los individuos no ser reducido a sus características genéticas. Ello es consecuencia de la dignidad humana.
Esta disposición es plenamente coherente con lo dicho. Ningún reduccionismo respeta la dignidad del hombre, porque desvirtúa la realidad y lo convierte en sólo uno de los aspectos que componen la circunstancia humana. Cabe la duda de qué se entiende aquí por «dignidad humana», pues fragmentar los conceptos morales no permite suponer una orientación unívoca de la noción. En nuestra opinión, debiera interpretarse de cara a la idea del hombre como un sujeto natural, poseedor de un modo de ser previo e independiente de las determinaciones históricas o culturales, sin perjuicio de que estas categorías deban también ser consideradas por el Derecho, pero en coherencia con la dimensión propia de lo natural.
a.2. El genoma humano en su estado natural no puede dar lugar a beneficios pecuniarios.
La expresión «estado natural» es ambigua, aunque bien intencionada de acuerdo con el contexto. Aquí se recoge lo afirmado antes sobre la comerciabilidad de la información genética: se trata de considerar al hombre en sus capas más íntimas, que no pueden, en principio, ser objeto de transacciones económicas, pues rebaja su dignidad y lo reduce al plano de los objetos.
a.3. Nadie podrá ser objeto de discriminaciones fundadas en sus características genéticas.
Quiere decir «discriminaciones arbitrarias», no fundadas en la razón sino en la voluntad del agente. Las «discriminaciones racionales» ocurren, por ejemplo, cuando un pueblo tiene un componente genético que lo lleva a desarrollar una enfermedad. Es fruto de la «discriminación» (distinguir entre uno y otro basado en las características de lo distinto) que tal medicamento se aplique a otros y no a ellos. Es muy frecuente, en el lenguaje coloquial y en los medios de comunicación, asociar el concepto de «discriminación» con el de «discriminación arbitraria». El espíritu de la norma no supone la imposibilidad de distinguir, sino la de hacerlo injustamente.
a.4. Se deberá proteger la confidencialidad de los datos genéticos asociados con una persona identificable.
Esta disposición reafirma lo anterior, sobre que el derecho a estar informado no constituye un absoluto. La individualidad debe ser protegida por el Derecho, a partir de la distinción entre lo público y lo privado.
a.5. Existe derecho a una reparación equitativa del daño causado directa y determinantemente por intervención en su genoma.
Se consagra la indemnización de perjuicios, con el objeto de reestablecer el orden, exterior e interior. El precepto aspira a otorgar al tratamiento jurídico del genoma humano y de los conocimientos genéticos cierta operatividad y eficacia.
a.6. Ninguna investigación sobre el genoma humano puede prevalecer sobre el respeto a los derechos naturales y las libertades fundamentales.
Es un principio general del Derecho la circunstancia de que el hombre es su dimensión natural. La norma en concreto se refiere a los «derechos naturales» del hombre como límite a la investigación genética. Cabe preguntarse si tras esta denominación se sitúa un concepto de naturaleza como un deber ser de orden moral (como en Aristóteles y Tomás de Aquino), o bien se trata de una noción de naturaleza como mera posibilidad física (como se presenta en la segunda sofística o en Nietzsche). De ambas concepciones surgen modelos jurídicos muy distintos.
Lo dispuesto por esta norma es, en todo caso, una cuestión bastante difícil de poner en práctica, en virtud de la enorme cantidad de casos que pueden presentarse y la imposibilidad del Derecho para controlar sobre ellos, en especial por tratarse de áreas en que la mayoría de los problemas jurídicos todavía no están ni siquiera formalizados.
a.7. Toda persona debe tener acceso a los progresos de la biología, la genética y la medicina.
Esta es una norma absurda, propia de una mentalidad ilustrada y sin vínculo alguno con la realidad de la vida jurídica. No es un «derecho» del ciudadano el uso de la teconología. Los derechos subjetivos están siempre acotados en su materia y en las personas que desempeñan los papeles de acreedor y deudor. ¿Quién sería el responsable de que un individuo por ejemplo, un conductor de autobús no tuviera acceso a los progresos de la biología, la genética y la medicina? Si todo el mundo puede exigir participar en los progresos tecnológicos, alguien con cáncer, por ejemplo, podría demandar al Estado por no tener a su disposición los últimos adelantos tecnológicos.
¿QUIÉN RESPETARÁ ESTOS DERECHOS?
La UNESCO acompañó esta Declaración con una resolución de aplicación, en la que pide a los Estados Miembros que dispongan las medidas adecuadas para promover la eficacia. Proclaman principios. No se trata, pues, de normas jurídicas. Un elemento condicional del Derecho, junto a la promulgación, es la coacción. Aunque es verdad que la coacción no pertenece a la esencia del Derecho (es decir, si una norma resulta inaplicable, por el motivo que sea, no se deduce de ello que no sea jurídica), opera como una condición; para que la norma sea eficaz debe ser al mismo tiempo coactiva.
En el caso del Derecho Internacional esta condición no se cumple, no existe instancia alguna que pueda hacer efectiva las disposiciones propuestas. Dicho de otro modo: en el Derecho Internacional normalmente la aplicación de las disposiciones se vincula estrechamente con los centros de poder, es decir, con los intereses particulares de las naciones más que con el imperio del Derecho, lo que dificulta hasta la imposibilidad que las normas sean aplicadas universalmente y según exclusivos criterios de justicia.
Las orientaciones jurídicas de la UNESCO, en materias bioéticas y sobre la manipulación genética, no alcanzan de manera efectiva la protección del hombre que se vislumbra detrás de su articulado. La experiencia demuestra que, mientras estos cuerpos normativos no sean incorporados de manera explícita en los ordenamientos jurídicos nacionales, su grado de eficacia no pasará de tener un estatus moral, del mismo modo que un consejo.

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

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