George Orwell. Un rebelde en la granja

En la Granja Manor del Señor Jones, uno de los animales más estimados era el Viejo Mayor, un cerdo de doce años. Poco antes de morir, Mayor comunicó a todos ellos su visión del futuro, según la cual un día se rebelarían frente a los hombres para alcanzar su libertad. Pocas jornadas después, aprovechando una larga borrachera de Jones con el consecuente descuido en la alimentación de los animales, éstos llevan a cabo su revolución, encabezados por los cerdos. Triunfan y comienza la construcción de Granja Animal, la república de los cuadrúpedos. Después de años de sacrificios se llega a una situación sorpresiva:
«Por primera vez Benjamín [el burro] consintió en romper la costumbre y leyó lo que estaba escrito en el muro. Allí no había nada excepto un sólo Mandamiento. Éste decía:
TODOS LOS ANIMALES SON IGUALES,PERO ALGUNOS ANIMALES SON MÁS IGUALES QUE OTROS» .
Este único mandamiento de la última fase de la Granja Animal implantado por el clan de los cerdos, con Napoleón a la cabeza, retrata tanto los años finales de la dictadura de Stalin (no del prometido proletariado marxista) como la debilidad y ambición de los hombres: no hay utopía posible en este mundo porque la fuerza egocéntrica del poder corrompe a los humanos. Terminan por confundirse los opuestos: «No había duda de la transformación ocurrida en las caras de los cerdos. Los animales asombrados, pasaron su mirada del cerdo al hombre, y del hombre al cerdo; y nuevamente, del cerdo al hombre; pero ya era imposible distinguir quién era uno y quién era otro» .
Es el fracaso inevitable de una utopía. Nadie podía haberla descrito mejor que quien tomó la consigna de ser un fracasado como forma de rechazar una sociedad a la que odiaba, «una forma de venganza contra los ganadores, un modo de repudiar la naturaleza corrupta del éxito convencional: la estrategia, la ambición, el sacrificio de los principios» . Revela la decepción ante quienes fueron sus guías: también ellos son como aquéllos a los que censuraban y contra los que se levantaron.

UN ESCRITOR CON PRINCIPIOS

Eric Arthur Blair, verdadero nombre de George Orwell, fue un taciturno niño que se puso como objetivo el no asemejarse jamás a sus mayores. Nació en 1903. Para él, el Imperio Británico de principios del siglo XX, con su complejo de superioridad, no significaba más que lo que realmente era: un imperio despótico, la esclavitud de pueblos nacidos libres, la imposición de formas de vida ajenas, el menosprecio hacia los desfavorecidos. ¿Por qué, si los hombres nacemos iguales por naturaleza, unos se consideran «más iguales que otros»? Y para su desgracia, él era hijo de un leal miembro de la policía imperial inglesa que prestó sus servicios muchos años en la India. Su padre era altivo, orgullosamente inglés, fiel al sistema y modos de su gobierno, convencido de su discurso y su proceder.
Orwell nunca aceptó las paradojas de su vida. Cuando en 1945 Rebelión en la Granja fue un éxito internacional, se apresuró a minimizarlo asegurando que su siguiente libro sería un fracaso . Pero, por el contrario, fue otro gran éxito: 1984, la novela futurista que habla de un mundo globalizado, de la tiranía de los gobiernos, de la guerra continua, de la imposibilidad de vivir un amor verdadero, es decir, con libertad.
Nació para ser un magnífico escritor. Sin embargo, el solo pensamiento de ser un gran escritor, es decir, un ganador convencional, le aterraba. Por eso su primera obra, Down and Out in Paris and London (traducida al español con el castizo título de Sin blanca [sin dinero] en París y Londres), trata de la vida de los vagabundos, los soslayados por una sociedad del bienestar. Para ello se disfrazó como tal y deambuló por los barrios bajos de esas dos ciudades, sin dinero, comiendo al día, como ellos, durmiendo bajo puentes o en pocilgas que rentaban camastros. «Quería aprender sobre las condiciones de vida de los más pobres entre los pobres» , y lo logró. Aprendió sobre la vida de los rechazados y consiguió vender su libro. Estaba destinado a ser un escritor con principios.
El joven Eric repudió también el sistema educativo. Obtuvo las notas necesarias para conseguir una beca en Eton como «estudiante real» y cursar el bachillerato. No así para Oxford, Cambridge o cualquier otra universidad de prestigio. Nunca por incapacidad, sino por su actitud, muy a pesar de los sacrificios de sus padres. No estaba dispuesto a ser un hijo del sistema. Y de nuevo apareció la paradoja: se incorporó a la policía imperial y se trasladó a Birmania. Allí estuvo cinco años para luego dimitir y dedicarse a la tarea literaria. La visión de su nuevo destino queda plasmada en unas frases del más pintoresco de los personajes de Down and Out, Boris, un inmigrante ruso, también vagabundo: «Escribir es hacer el ganso. Sólo hay un modo de ganar dinero con la literatura y es casarse con la hija de un editor. Pero llegarías a ser un buen camarero si te afeitaras el bigote» .
EL ROSTRO HUMANO FRENTE AL ESTADO
Así vio la faz de los desfavorecidos. La había contemplado antes, en Birmania, con todos aquellos pobres de quienes se aprovechaban los invasores y los nativos más acomodados y favorecidos por el régimen extranjero. En sus libros y en sus críticas literarias quedaría de manifiesto el conocimiento y aprecio por el rostro humano. No se podía tratar a la persona como un número más, como un individuo insignificante en el engranaje de una maquinaria imperialista.
En Rebelión en la Granja, cuando Boxer, el fiel y abnegado caballo es trasladado a la ciudad para ser «mejor atendido por el veterinario» – y en realidad es llevado al descuartizadero porque ya está viejo -, lo último que ven de él los demás animales es su rostro: «en ese momento, como si hubiera oído el alboroto, la cara de Boxer, con la franja blanca en el hocico, apareció por la ventanilla trasera del carro». A Boxer no le valieron sus méritos en la «Batalla del Establo de las Vacas», ni sus jornadas y horas extras voluntarias en beneficio de Granja Animal bajo su lema «trabajaré más fuerte», ni la ciega lealtad guiada por su consigna: «Napoleón siempre tiene razón». Los cerdos que gobernaban consideraron un desperdicio que tantos kilos de carne y hueso murieran y fueran sepultados, cuando podían canjearse por unas monedas al venderlo al descuartizador. Como nada valieron los gemidos de los parientes del condenado a la horca cuya ejecución presenció Orwell en Birmania: «Lamentablemente – dice -no me había entrenado para ser indiferente a la expresión del rostro humano» . Es la misma opresión ejecutada por dos autoridades diferentes: en Birmania, el imperialismo inglés; en Granja Animal, por los líderes de la Revolución de Octubre representados orwellianamente como cerdos.
El rostro humano frente al aparato gubernamental, frente a las dictaduras y tiranías de todos los signos. Porque el aparato no tiene cara, es inhumano. Así, en 1984 la omnipresente cara del Gran Hermano es una cara con bigote, rasgos duros, definidos, pero vacío. Su imagen es precisa y sin embargo no consigue reflejar una persona . Las descripciones orwellianas de rostros aparecen en sus obras con breves toques magistrales y manifiestan las distintas personalidades. Pero no es lo mismo con el Gran Hermano. En otra novela de la misma época, El cero y el infinito de Arthur Koestler, se describe a un personaje similar, el Número 1, «que, sentado en su despacho y dictando con su aire impasible, se había transformado poco a poco en su propio retrato, en este cromo célebre, colgado encima de cada cama y en cada comedor de todo el país y que os miraba con sus ojos helados» .
Y así como encontramos la presencia impersonal, la faz de mirada vacía del Gran Hermano, hay otros retratos en sus obras. Una de las primeras, La marca, se abre con la presentación de uno de los protagonistas, el odioso, corrupto y nefasto U Po Kyn: «su rostro era grande, amarillo y sin arruga alguna y tenía ojos obscuros» . Las escenas siguientes nos hablan de su despotismo, acorde con su figura. U Po Kyn contrasta con dos personajes de 1984: el proscrito caricaturista Rutherford, que «era un hombre monstruoso con una crencha de cabellos gris grasienta, bolsones en la cara y unos labios negroides muy gruesos» . Pero sobre todo contrasta con la bella Julia, quien con Winston Smith compondrá la historia romántica de esa novela: «Era una joven de aspecto audaz, de unos veintisiete años, con espeso cabello negro, cara pecosa y movimientos rápidos y atléticos» ; «la muchacha logró ponerse de rodillas. Tenía la cara muy pálida y los labios, por contraste, más rojos que nunca. Clavó los ojos en Winston con una expresión desolada que más parecía de miedo que de dolor» .
HOMBRES VAPORIZADOS
La pérdida de significado del rostro humano en una tiranía o en un sistema totalitario, independientemente de si éste es socialista, capitalista o nazi , es esencial para la subsistencia del régimen. El hombre se disuelve en el todo, pasa a ser un elemento, propiamente un individuo: una unidad substancial, que lo mismo da que se trate de una persona o de una lombriz.
En 1984 los caídos en desgracia eran primero vaporizados – en términos de la neolengua-, y luego pasaban a ser nopersonas , seres sin rostro. Y para cualquier imperialismo (sin importar su signo) la eliminación «oficial» es un acto patriótico. Orwell se levanta ante este planteamiento: «Una vez vi ahorcar a un hombre; me pareció peor que mil homicidios». Es una voz contra la pena de muerte, una voz a favor del ser humano, con su rostro, su familia, su historia, sus miserias y sus logros.
En la historia aparentemente inhumana de El cero y el infinito, parece que Rubachof, el protagonista, sólo en un momento comienza a tener remordimientos de conciencia sobre su actuación a nombre del Partido, concretamente por haber mandado a la muerte a varios personajes: es cuando empiezan a rondarle los rostros, con sus peculiaridades, de esos miembros del Partido a quienes se había catalogado como «traidores» por motivos ideológicos, es decir, por no aceptar las políticas contradictorias, y habían sido liquidados. Los rostros aparecen en la memoria y reclaman su vida. Ahí están Richard, Loewy y Arlova, mientras que cada uno de los millones de campesinos ejecutados o dejados morir por «ideológicamente inútiles» son sólo una cifra, un número.
¿Cuál era la opción posible en los años de juventud de Orwell? El socialismo. Su mente se fija en los ideales revolucionarios que dicen preocuparse por los pobres. Eso lo lleva a alistarse en las filas republicanas en la Guerra Civil Española. Y de nuevo la paradoja: escapa con vida de la guerra, pero los peores momentos los vivió ante las purgas llevadas a cabo en ese bando por los comunistas. Éstos creían ganada la guerra y se aprestaban a limpiar los cuadros dirigentes de aquellos que no fueran plenamente ortodoxos. Triste historia. Sheldon nos cuenta cómo Orwell se enteró de la muerte de uno de sus compañeros ingleses, un fiel a las fuerzas republicanas; la Dirección de Seguridad lo encarceló, como había hecho con los dirigentes del POUM (Partido Obrero de Unificación Marxista), y luego declaró que había muerto de apendicitis. Orwell jamás se creyó aquello y en Homenaje a Cataluña se queja de que hayan dejado morir en esa prisión como a «un animal abandonado», a un joven que se había jugado la vida frente a las balas de los franquistas . Él mismo, junto con su esposa Eileen, tuvo que salir huyendo de España porque sospechó que estaba en la lista de las purgas de los prosoviéticos, sospecha confirmada años después, en 1989 .
Y DESPUÉS DE LA REBELIÓN
La experiencia española no lo decepcionó, a pesar de todo lo sufrido y de las traiciones. Pero su conocimiento del sistema soviético fue bastante profundo, tanto como para concretarse más adelante en sus dos mejores y más famosas obras: Rebelión en la Granja y 1984. Cualquier motivo es bueno para emprender su lectura. Los cincuenta años de la muerte de su autor pueden serlo también. Su contenido político no implica reducción del mérito literario. Por el contrario, la sobria y limpia prosa de Orwell pesca al lector desde las primeras frases. El genio queda de manifiesto en la estructura de las obras tanto como en su desarrollo. Los análisis del régimen soviético como paradigma de los sistemas totalitarios van envueltos en una narrativa apasionante. Es difícil soltar cualquiera de estos libros una vez que se comienza su lectura.
Los retratos de Stalin como Napoleón en Rebelión en la Granja y como el Gran Hermano en 1984, así como los de Trotski como Snowbol y Goldstein, respectivamente, y del resto de la camarilla, sus procedimientos, las purgas y justificaciones dan la impresión de que los libros fueron escritos en época más reciente. Pero no. Rebelión en la Granja hubo de aguardar un año para ver la luz, pues cuatro editores la rechazaron por ser «políticamente incorrecta» en el momento que la escribió Orwell: 1944, cuando Stalin era uno de los Aliados en la Segunda Guerra Mundial. Y 1984 se publicó en 1949. Ambas consolidaron al gran escritor justo antes de morir. La fama le llegó prácticamente en el lecho de muerte. Sus débiles pulmones no resistieron el rígido régimen de vida austera autoimpuesto. Sonia Bronwell, con quien había tenido una aventura amorosa años antes, respondió al llamado de Eric Arthur Blair para desposarse con él unos días antes de su muerte.
Quizá también en esto fracasó. Su gran amor, Eileen, su primera esposa, no pudo darle hijos y murió sorpresivamente en una operación rutinaria mientras él se encontraba lejos. Y Sonia, aquella «joven de aspecto audaz, de unos veintisiete años, con espeso cabello negro, cara pecosa y movimientos rápidos y atléticos», no correspondió propiamente al amor: se apiadó de él en sus últimos momentos y se aprovechó de su fama y dinero como heredera universal. Poco se interesó por el hijo adoptivo de su difunto esposo. 1984 la retrata como una Julia atractiva pero inasible, una Julia desconocida temida y deseada. Era su anhelo. Sin embargo, en la realidad Sonia se asemeja más a Katharine, la primera esposa de Winston Smith en esa misma novela, para quien el amor se debe al sistema (el matrimonio y engendrar hijos es un deber de Estado), no a la persona. Fuera de aquella aventura de años atrás, en Sonia parece que prevalecieron los valores de otro Estado, el liberal, para el cual el dinero está por encima de la persona.
Los «proles» tampoco han llegado a responderle. «Si hay alguna esperanza, escribió Winston, está en los proles [] Hasta que no tengan conciencia de su fuerza, no se rebelarán, y hasta después de haberse rebelado, no serán conscientes. Éste es el problema» , y continúa siéndolo. La «telepantalla», el instrumento de proyección y, sobre todo, vigilancia que él retrata en 1984, aparece tanto en la televisión actual como medio de embrutecimiento y manipulación, como en los sistemas digitalizados de control y vigilancia de Internet; otro tanto acontece con los productos de la pornosec: la pornografía más burda destinada al pueblo; la «neolengua» como medio de justificación, propaganda y, también, manipulación; las estructuras burocráticas como instrumento de exclusión; los privilegios de quienes se consideran «más iguales que otros» y tantas otras cosas que retienen a los menos favorecidos en sus lugares ínfimos.
GRANJAS DE AYER Y DE HOY
Son muchos los elementos actuales en los distintos países que nos recuerdan esas incisivas descripciones orwellianas: «las tres consignas del Partido [del Gran Hermano]: LA GUERRA ES LA PAZ, LA LIBERTAD ES LA ESCLAVITUD, LA IGNORANCIA ES LA FUERZA» , así como los nombres y funciones de los cuatro ministerios: «El Ministerio de la Verdad, que se dedicaba a las noticias, a los espectáculos, la educación y las bellas artes [y que en realidad reescribía la historia cuando un héroe era evaporado]. El Ministerio de la Paz, para los asuntos de guerra. El Ministerio del Amor, encargado de mantener la ley y el orden. Y el Ministerio de la Abundancia, al que correspondían los asuntos económicos [es decir, administrar el hambre y la carencia de bienes]. Sus nombres, en neolengua: Miniver, Minipax, Minimor y Minindancia» .
Eric Arthur Blair falleció el 21 de enero de 1950 en el hospital más próximo a su granja. Tres años más tarde moría Stalin, el Gran Hermano de 1984, el Napoleón de Rebelión en la Granja.
No le tocó ver cómo desaparecía la persona y continuaba el sistema, el Partido, tal como lo vislumbró y retrató en esas obras. Esa situación no le sorprendería.
Quizá se asombraría más al descubrir que él mismo estaba no sólo en la lista de la KGB, sino también en los archivos del FBI. Los Estados resultan similares aunque parezcan radicalmente opuestos. Si el siglo XX fue el siglo de las agencias de inteligencia y las policías secretas , no escapan a ello ninguno de los dos bandos de la llamada Guerra Fría: tanto soviéticos como occidentales se asemejan en este aspecto. 79 páginas atestiguan la vigilancia del Gran Hermano sobre George Orwell . Un expediente más. Un número y una clave en los infinitos archivos secretos del Estado. No importa el rostro. Al fin y al cabo, Orwell, como Winston Smith, era plenamente conocido por los sistemas de los Ministerios del Amor, sin importar si éstos se llamaban KGB o FBI. Si hubiera sido preciso, habría sido evaporado.
El peligro de tener un rebelde en la granja…

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

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