Dolor y sufrimiento: saber consolar

Saber consolar es un valor aceptado en la actualidad: no porque se nos haya inculcado en la escuela o tenga preeminencia social, sino por algo importantísimo y, a su vez, peculiar: por haberlo experimentado. Nadie que ha sido consolado adecuadamente, o nadie que ha sabido hacerlo piensa que es una tontería.
Hay un elenco de experiencias personales que son definitivas y radicales en la vida, en las que nadie sustituye al otro; desde este ángulo, quiero mostrar, no con datos estadísticos ni teorías elaboradas, sino apuntando a lo significativo en la vida cotidiana, que aprender a consolar es aprobar la vida humana, estar de acuerdo con ella.
Una ocasión propicia y alentadora para esta orientación es consolar al anciano.

LA VEJEZ: ¿ANSIADA MADUREZ HUMANA?

No es fácil definir ni describir el envejecimiento humano; en este caso, nos vamos a referir al tipo de ancianidad que adviene con la edad y que aparentemente supone un declinar del hombre, por cierta incidencia cualitativa en su personalidad, en el modo de relacionarse consigo mismo y con los demás, que conlleva, al menos, molestias.
Como todo lo que parece evidente, no es tan fácil comprender, ni siquiera describir la vejez. Hay una senilidad física, que se manifiesta, entre otros factores, en una involución ponderal irregular según los órganos: el bazo pierde el 53.5% de su peso entre los 25 y los 85 años, los riñones un 36.4%, el cerebro sólo un 15.8%, y las suprarrenales un 12%. Hay una reducción del número de células, en especial de las que no tienen poder de regeneración, una disminución del agua intracelular, etcétera. Desde el punto de vista puramente biológico, la senilidad comienza a los 25 años.
En sentido estricto no son sólo los factores cronológicos o biológicos los que hacen a un hombre viejo, pero la experiencia nos avisa que la ansiada madurez humana suele ir unida a un declive biológico; que la plenitud somática no suele responder a la cima espiritual y que existen jóvenes adultos, y viejos que son como niños.
En este escrito me refiero a ese anciano que, en el mejor de los casos, pierde la capacidad para retener lo inmediato; se refugia en el pasado; repite una y otra vez sus preocupaciones y ensueños; presenta una disminución de la velocidad psicomotora para expresar sus experiencias; tiene un cierto empobrecimiento en su razonamiento y aptitudes verbales… Y todo esto, sin ahondar en cuestiones más dolorosas y no menos reales, de síndromes múltiples y no graves, pero constantes, que suelen cortejarle. Además, pueden plantearse síntomas y enfermedades más serias y específicas de esas circunstancias: demencia senil, cardiopatías, debilitación de los órganos de los sentidos, malnutriciones… y quizás el síndrome más vital es la soledad que acaece como un signo de los que ya se han marchado, y como una anticipación de la propia muerte. Estamos las personas proyectadas hacia el futuro, y éste se va acabando.
Este personaje constituye un sector de la población occidental cada vez más amplio; las predicciones a nivel mundial apuntan que en el siglo XXI supondrán el 25% de la población: más de 600 millones de personas mayores de 65 años.
La mujer anciana será la protagonista, pues en la actualidad vive ocho años más que el hombre; de continuar así, en el 2020 la diferencia en la esperanza de vida entre hombre y mujer será de doce años; panorama que abre nuevas incógnitas y algunas esperanzas.
La o­nU advierte que este envejecimiento de la población es un cambio sin precedentes en magnitud y velocidad en el desarrollo mundial; es un tema clave en orden a las necesidades de servicios de salud, pensiones y recursos sociales; en el sector de servicios ocupa el tercer puesto, después del cuidado del medio ambiente y de la telecomunicación, consumiendo cada vez más recursos.
Las cuestiones que con objetividad se plantean, son múltiples: ¿vale la pena vivir así? ¿compensa el gasto para prolongar los años de vida? ¿qué calidad de vida hay que evaluar? ¿quién y cómo debe atender a esas personas? ¿cuál vida se merecen y qué se les puede ofrecer?
Permítanme recordar la actitud de un prestigioso médico: solía cobrar algo de más a aquellos enfermos hipocondríacos de altos recursos económicos que con excesiva a veces, desaforada frecuencia acudían a su consulta; ese dinero lo invertía en libros para la biblioteca del hospital, y algunos fines de semana aprovechaba un buen rato para ir a visitar a algún enfermo incurable, desahuciado, viejo o solitario… la visita se prolongaba hasta que el enfermo sonreía.

BUSCAR LO GENUINAMENTE HUMANO

Si a partir de ahora, al menos para unos pocos, esta anécdota se convirtiera en historia no contada sino vivida, en modelo para acciones similares, se habría captado un aspecto importante de la Bioética personalista urdimbre humanizadora que cura, de manera significativa, las nostalgias e incertidumbres que tozudamente nos acompañan y, con frecuencia, acongojan a todos y más a los abiertamente indefensos.
Argumentar el sentido, e incluso el modo de consolar al anciano desde una perspectiva Bioética, exige planteamientos muy serios y comprometidos que tienen cierto carácter de totalidad: si el consuelo lo proporcionan las personas, habrá que disponer de ellas y de su dedicación para ejercitarlo; establecer nuevas líneas de empleo de recursos y orientaciones de trabajos y, muy particularmente, ofrecer una preparación en Bioética personalista, sobre todo en el campo de la corporalidad, cuando ésta entitativamente va a peor. Este estudio bioético se encuentra, a mi entender, comprendido entre estos dos extremos:
a) Los límites «desde abajo» buscar y encontrar dónde está la frontera del hombre: qué áreas personales por su intangibilidad, en conciencia, exigen respeto de esa persona que aparentemente ya no da de sí o no da tanto de sí; examinar si hay acciones que nunca deben hacerse, como caer en un relativismo desolador. En definitiva, trabajar para que la vida humana no se desajuste ni malogre.
b) Las metas: el «hasta dónde» hay que llegar, por arriba, en ese cuidado; ahí no se puede hablar de límites, sino de libertad y, especialmente, de generosidad.
Para atender bien al anciano necesitado no se puede aplicar indistintamente, a modo de prontuario, una serie de principios y reglas; siempre habrá «algo» que supera la regla fría, que va roturando un camino más profundo, una dirección vital que puede llegar a armonizar el progreso de la ciencia y el desarrollo social, con el enriquecimiento de la conciencia de cada cual.
Bien es cierto que la Bioética, por ser de alguna manera una joven disciplina, va siguiendo distintas y plurales vías. También hay diversas corrientes personalistas, es lógico, el bien es complejo, pero y esto es lo importante en lo genuinamente humano el bien es unitario.

LOS LÍMITES: DESCUBRIR LO BÁSICO

Con respecto al primer extremo planteado, se necesita un dique no utilitarista, porque ningún hombre es un producto, mercancía o cosa. Es encontrar claves que aporten el humus conveniente para el desarrollo de lo real y personal; es una Bioética fundante que ilumina y orienta la lectura del gran libro de la vida humana, algo que parece sencillo, pero que implica la honradez y la modestia intelectual de no inventar sino de descubrir.
Acentúo el límite que impone la comprensión de la corporalidad humana, porque en los ancianos el cuerpo es, por definición, deficiente. Si no se lee bien quién existe a través de ese cuerpo, el término final será inexorablemente la eutanasia a la carta; injusticia evidente porque el hombre no sólo tiene cuerpo, no sólo habita en él, sino que es un ser al que el cuerpo le pertenece constitutivamente y se expresa en él, que está dotado de significado; la actuación sobre él, por muy deteriorado que esté, no puede jamás ser arbitraria.
Sirva para subrayar esta argumentación un texto anónimo, descubierto en la antigua Iglesia de Saint Paul de Baltimore:
«..tú tienes derecho a estar aquí, te resulte evidente o no.
Sin duda el universo se desenvuelve como debe.
Manténte en paz con Dios.
De cualquier modo que lo concibas.
Sean las que sean tus aspiraciones y trabajos.
Mantén en la ruidosa confusión, paz en tu alma.
Con todas tus farsas. Trabajo y sueños rotos.
Éste sigue siendo un mundo hermoso.
Ten cuidado. Esfuérzate en ser feliz.
Procurando hacer felices a los demás».
Los límites no pueden establecerse considerando lo mínimo que hay que respetar de la persona, sino lo básico: «…tú tienes derecho a estar aquí…».

LAS METAS: IMPULSO CRECIENTE DEL ESPÍRITU

La Bioética, en tanto que ciencia aplicada, es una base idónea para la lectura de la vida humana, pero quizás no suficiente; la realidad es siempre superior, y nos responde por decirlo de alguna forma misteriosamente. De nuestras certezas y oscuridades sin abandonar todos los medios técnicos y humanos a nuestro alcance es de donde saldrán tantas pautas para tratar muy bien, con mucha dosis de compasión y comprensión, al anciano.
Junto al anciano me encuentro con alguien abatido por la limitación, que no puede disponer de la independencia que desearía, o que la dependencia que reclama no se le cubre como esperaba; que le resulta prácticamente imposible afrontar las obligaciones laborales; a quien se han interrumpido proyectos y quizás runrunea sentimientos de inutilidad, inseguridad, miedo, incomprensión; dolor por la pérdida de seres queridos, con una tendencia nostálgica hacia el mundo de los recuerdos…
Se ha estudiado la posibilidad de que al iniciarse la decadencia biológica el hombre debería compensarla con un impulso creciente del espíritu. Esta última fase de la existencia podría ser de gran actividad interior. Sin embargo, quizás por falta de la adecuada preparación, la vejez puede ser una época de crisis en la que sólo queden a nivel humano los recursos que se aprendieron en la juventud.
Si la atención del anciano responde sólo a lo que su cuerpo refleja y si no se ahonda en la vida humana, aunque externamente parezca correcta, será falsa, ineficaz, inauténtica. La dotación del ser humano es tal que, como rezan los refranes populares: «no hay mal que por bien no venga» y «cuando una puerta se cierra, otra se abre».
Lo que quiero remarcar es que este panorama no es desolador, sino que puede transformarse en una riqueza en «doble dirección» (para el anciano y para quien le cuida) cuando el anciano recibe, pudorosa y lo más oportunamente que se pueda, la ayuda humana más bonita: el consuelo.
Ocurre que no se puede medir del todo si al consolar se da un bien que desde luego se da o si se recibe una riqueza digamos antropológica inesperada; pero parece que, cuando la vida está aparentemente acabada (aunque el pudor nos impida reclamar consuelo), el clima que crea esta actitud de dar y recibir auténtico consuelo, es para la persona una dimensión inexplicable, aunque certera, de nobleza.
Probablemente, y es un final aún más feliz, la experiencia acumulada por un cuidador de ancianos conllevará a su vez una preparación personal idónea, no sólo para su actitud, sino para cuando sea él quien deba ser atendido; incluso le guiará a saber prepararse para envejecer.

UNA OCASIÓN ÚNICA DE INTIMIDAD

Además de experiencias personales, también la literatura ofrece pruebas evidentes de esta necesidad humana de dar y de recibir algo más que lo tangible, aunque esto se haga del mejor modo.
Los instintos de justicia y caridad, presentes en cada uno de nosotros, a pesar de todas las contradicciones de la historia, piden que la vida tenga un sentido… Ya lo anunció Graham Greene: «Si fuéramos al fondo de las cosas, ¿no tendríamos compasión incluso de las estrellas?».
Todos comprendemos y podemos participar de sentimientos y realidades como las siguientes:
«Qué fastidioso pero qué indispensable es el cuerpo» dirá Frizzi en El secreto de M. Swann; en la misma novela, Sara afirma: «Pienso mucho en la soledad, sin duda la más extendida de las enfermedades modernas».
«En la vejez, libre ya de todo cuidado acerca del campo, de su mujer, de sus hijos, quedábale algún momento para pasear por el mundo su mirada desinteresada» (Zorba el Griego).
«En tres cosas reposa la vida: en el derecho, expresado en la ley; en la verdad, manifestada en el mundo; y en el amor de los hombres que reside en el corazón» (Mis gloriosos hermanos).
«De manera significativa describe Möeller lo ocurrido en la vida de Simone Weil; ella entendió el sentido del sufrimiento, pero fue literalmente devorada por su inteligencia. El drama de su espíritu fue la obsesión de una certeza matemática donde no puede haberla; el racionalismo, dirá Möeller, lleva siempre consigo la aparición del extremo opuesto, la obsesión por la materia… estamos ante una víctima de su soledad espiritual.
« Marie de Hennezel, en su libro La muerte íntima escribió: «He conocido (…) la impotencia ante el avance de la enfermedad, he vivido momentos de rebeldía ante la lenta degradación física de las personas a las que acompañaba, momentos de agotamientos (…) Pero junto con este sufrimiento, tengo la sensación de haberme enriquecido, de haber conocido momentos de un peso humano incomparable, de una profundidad que no cambiaría por nada del mundo () sé que no soy la única que los ha vivido () mi actividad me ponía en contacto con el dolor, es cierto, () una ocasión única de intimidad.
Novelado o real, el sufrimiento está. Por ello la necesidad de consolar es casi evidente… aunque no se haga, al menos, como se debe; quién sabe si esta época nuestra pasará a la historia como una en la que había que gastar tiempo y dar formación para hacer sencillamente lo que hay que hacer.

CONSOLAR: LABOR DE ARTESANÍA

El consuelo más elocuente carece de voz, no se discute, se ejercita; es cuestión de corazón: «que no hay que explicarlo todo, sino casi todo» dirá el hijo de la protagonista de Irse de casa. Es la misma idea que reconoció Pascal, el corazón tiene razones que no tiene la razón; no tenemos las facultades para dar todas las razones de las cosas que, sin embargo, sabemos y podemos hacer.
Por mucho que la ciencia avance, es más importante que la persona avance sobre sí misma. La Bioética, como ciencia multidisciplinaria, no renuncia a formar para que se encuentren vías de solución a errores en la asistencia sanitaria, factores socioeconómicos y de muchas otras cuestiones. Pero de poco servirían si, junto a ellos, no se alivian con la cercanía de seres queridos o seres que se hacen querer.
Recuerdo a un psiquiatra que comentaba que la locura de la sociedad actual no es porque hayamos perdido la cabeza, sino porque nos falta corazón. Cabe realizar una cálida apología del corazón para comprender al hombre en su totalidad, para tener compasión virtud tan maltratada no sólo de la indigencia humana, sino de la grandeza aunque esté escondida en la indefensión, como es el caso del anciano; una apología que capte las verdades que son universales, aunque no absolutas. Precisamente por eso hay mucho campo de iniciativa en la auténtica atención humana de las personas mayores, es labor personal, casi intransferible, de artesanía; que crea encuentros y despierta la parte más noble que tenemos; muestra lo vivencial y a veces inédito, que toca a cada cual no tanto tratar de entender, sino de madurar y aplicar. Es la ya citada meta en esa libertad de la generosidad, de la gratuidad.
Como muy bien ha afirmado un experto en humanidad: «Ninguna institución puede de suyo sustituir el corazón humano, la compasión humana, el amor humano, la iniciativa humana, cuando se trata de salir al encuentro del sufrimiento ajeno» (Juan Pablo II).
Señala Francesco DAgostino que el valor de la familiaridad no puede ser agotado por ninguna forma o estructura social determinada: a todas las supera y todas se manifiestan, en alguna medida, incapaces de expresarla acabadamente; mas, al mismo tiempo, ese valor tiene necesidad de las dinámicas culturales para encarnarse, puesto que sólo en la historia y en las culturas puede cobrar vida. Por todo ello, el consuelo, si proviene de ese afecto familiar, puede y debe otorgarse.
El corazón es el verdadero yo, dirá von Hildebrand. Cuando consolamos a una persona, lo que logramos es que sea su corazón el que nos llame, el que nos dé, el que nos pida. Eso lo entendemos todos, así es la persona. Consolar es estar de acuerdo con la vida, como la sonrisa del médico formado en Bioética personalista; como la comprensión, hecha de distancia y de experiencia que puede ofrecer tranquilidad amable a quien se sabe y se siente querido.

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

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