Hace años, una amiga mía quedó embarazada sin haber pasado por el templo ni el registro civil. El padre de la creatura, desde que se enteró de la posibilidad del nacimiento, no esperó a confirmar la noticia; de inmediato puso un océano de por medio. Mi amiga no sabía cómo afrontar el asunto, temía el fuerte disgusto, especialmente de su padre, un hombre muy recto y estricto, chapado a la antigua, hasta que no hubo más remedio que hablar con la verdad. Su sorpresa fue mayúscula: aquel señor escuchó la noticia sin aspavientos ni dramas, lo pensó un momento y después dijo: hay que ser muy duros para prevenir pero muy blandos para perdonar.
A partir de ese momento se convirtió en el compañero más amable y cariñoso para su hija, la invitaba al cine, la piropeaba continuamente, la acompañaba a comprar lo necesario para el bebé y la impulsó a sentir orgullo y alegría ante su futura maternidad.
Sólo una vez escuché el relato de parte de mi amiga, pero la frase y la actitud de su padre calaron hondo. Al buscar cómo introducir este ejemplar de ISTMO en el que tres colaboradores tratan los temas del perdón, el consuelo y el resentimiento, lógicamente me vino a la memoria.
Dice López Quintás que la actitud resentida obedece a un espíritu de soberbia y altanería. La de agradecimiento, a uno de humildad y sencillez. Que el hombre resentido no mira tanto al enriquecimiento de la propia persona sino a su ensalzamiento.
Imagino lo que hubiera ocurrido en esa familia si el padre de mi amiga se hubiera dejado llevar por el resentimiento, si hubiera tomado el hecho como sucede en tantas ocasiones como agravio personal que mermaba su imagen social y moral. Entonces, la mirada se habría empañado y ni él ni su familia habrían constatado y disfrutado la maravilla que envuelve cada vida nueva, la unidad que brota del perdón generoso y sin condiciones y todas las ventajas que vienen aparejadas cuando uno, en vez de enjuiciar y criticar, levanta la vista y busca los dones positivos.
