¿Identidad nacional?

En 1997 escribí, con mi colega Héctor Zagal, un pequeño ensayo titulado Dos aproximaciones estéticas a la identidad nacional1. A partir de que ese libro ganó un premio nacional, participamos en distintos foros hablando y discutiendo sobre la identidad nacional, una realidad que tal vez ni siquiera existe. Aquél se trató de un trabajo compuesto por dos partes: barroco y surrealismo. Dos intentos por respirar los aires tan disímiles de los muchos Méxicos o de los muchos mexicanos, tratando de acercarnos al alma esencial. Entonces hicimos una trampa: utilizamos la palabra «identidad» en el título, pero en el trabajo la cambiamos por Volksgeist, que significa «espíritu de un pueblo». Me suscribo a este pedante cambio terminológico porque lo propio del Volksgeist es que no puede diseccionarse, es decir, no podríamos estudiar metódica y objetivamente qué es ser mexicano. Parece no haber nada que nos haga culturalmente idénticos. Por eso no es exacta la palabra «identidad». Es preferible el «espíritu de un pueblo» que no es determinante sino dinámico y variable, aunque finalmente, hay algunos rasgos que nos aproximan a todos los mexicanos.

«ESPÍRITU MEXICANO»

¿En dónde empieza la historia de nuestra identidad? Tal vez cuando nos enseñaron las doctrinas cristianas. Hacia 1517, en la vieja Europa, la reforma luterana marcó la separación entre los espíritus cristianos. Quizá sea ésta la historia del pensamiento en occidente: el cristianismo separado y algunos hombres de fe desprestigiando o conciliando las de los otros. El Concilio de Trento intentó la reunificación, pero después de sesionar dieciocho años con varias interrupciones, no se logró. Cuando Pío IV confirmó el Concilio en 1563, Felipe II mandó las siguientes instrucciones: «que se junten los prelados de la Nueva España en esa ciudad de México y traten las cosas necesarias para el bien de sus iglesias».
Aquí empieza la historia de nuestra identidad. Los europeos se estaban enfrentando a las conciencias indígenas y evangelizarlas encerraba un sinnúmero de problemas. Aunque los indios asistieron al catecismo, nunca dejaron atrás su pasado cultural: nuestro espíritu sintetizó cristianismo e indigenismo. El descubrimiento de América planteó distintos problemas: para algunos fue la pérdida del espíritu indígena y la matanza de indios. Para otros supuso, al contrario, un intercambio y enriquecimiento cultural. Para otros más, España trajo la verdad del cristianismo. Lo cierto es que entre pérdidas y matanzas, enriquecimientos y verdades, nos fue mejor que a los indios de Norteamérica.
Desde el momento de la evangelización ya hay algunos aspectos que ayudan a delinear el Volksgeist mexicano. Juan de Palafox, el famoso obispo de Puebla, promovió el examen de suficiencia en lengua de indios. Una seña de respeto para los indígenas que le valió un pleito, sobre todo, con los jesuitas. Así es como también comenzaron las disputas en torno a la naturaleza de los indios. Un hecho importante es también que hacia mediados del siglo XVII, Palafox escribió una carta sobre el lenguaje figurado. El barroquismo de Palafox, a diferencia de los demás, fue límpido y se resistió a los excesos que pueden leerse en Sigüenza, en José de Mora y Cuéllar o en Sor Juana. Palafox no parecía muy convencido de que la evangelización por medio del uso de símbolos terroríficos como por ejemplo, los pecados capitales con «el monstruo de siete cabezas», fuera conveniente.
Lo relevante, a fin de cuentas, es que nuestro pueblo sí fue enseñado con el símbolo. Fray Baltasar Pacheco, Domingo de la Anunciación o Bartolomé de Alba, ya habían insistido en que el lenguaje más conveniente para evangelizar era el metafórico. Símbolo y metáfora son la antítesis de la idea clara y distinta de Descartes. Los aztecas ya manejaban múltiples símbolos para representar a sus divinidades y, por supuesto, diversos rituales para rendirles culto. Cuando el cristianismo llegó a México, el símbolo y la metáfora fueron las herramientas básicas para educar y comunicar las «nuevas verdades» a los indígenas. El barroco criollo fue vitalmente simbolista. Y tal parece que nos gustó la metáfora exagerada y la ornamentación recargada. Este espíritu metafórico va más allá de lo pictórico y lo lingüístico. Es festivo y vital.

BARROQUISMO METAFÓRICO

El castellano que hablamos en México es metafórico. Precisamente porque damos una amplísima maleabilidad y libertad al significado de las palabras y solemos utilizar el lenguaje indirecto. Algunos ejemplos pueden escucharse en los barrios bajos de México: «castígame un pulmón» en vez de «dame un cigarro», «comunícame tu ardor» en vez de «préstame tu encendedor», «te veo seco» en vez de «¿qué más quieres beber?». Piénsese en las frases que se usan, por ejemplo, en un juego típicamente mexicano como la lotería:
– El que es coludo y verde, en vez del diablo
– Lo van a ver sólo cuando tiene tunas, en vez del nopal
– La perdición de los hombres, en vez de la manzana
– Suave, dulce, bien formada, piel sedosa y aromada; ella espera él desespera: la pera.
– Meciéndose con ensueño, ritmo de danzón costeño, alma de mujer sin alma: la palma.
– El que dondequiera canta y de ninguno se espanta, amor y pleito sin fallo: el gallo.
Esta pluralidad en la significación es también la esencia del albur. El albur y la grosería vulgares para muchos son elementos constitutivos de nuestra cultura. Son muestras de creatividad y «salvajismo», de un temperamento agresivo pero irónico y, en el fondo, estético. En «El laberinto de la soledad», Octavio Paz dedica un capítulo a una de las groserías que más suenan en nuestro país: la chingada, palabra que significa todo y a la vez nada. Puede sonar simpático u ofensivo, pero tiene su importancia para conocernos como pueblo. Mientras que el inglés es sumamente práctico y en pocas ocasiones se presta al equívoco, mientras que el alemán es imperativo y tiende a la univocidad, y mientras que el francés es poético pero siempre entendido, nuestro castellano es equívoco en un noventa por ciento. La pluralidad de sentidos nos permite usar una misma palabra para referir todo tipo de significados, incluso contradictorios.
El barroquismo metafórico que hay en nuestro espíritu es un modo de resistirse a la descripción directa de las cosas, pensando que la transposición de términos otorgará mayor facilidad a la comunicación. Insisto, en México no sólo existe en el lenguaje, sino que es vital. Existe en el rito y en la fiesta. Los mexicanos hacemos fiesta para todo y eso, también, es un modo de metaforizar: celebrar es inventar un símbolo para estar alegres, incluso en las situaciones más dramáticas. A nosotros nos basta estar vivos para festejar, nos basta incluso con un triunfo de la selección de futbol. Como afirma Paz, detenemos el tiempo cotidiano para festejar: el 15 de septiembre «damos el grito» y el 16 no se trabaja, hasta los no creyentes celebran el 12 de diciembre y en los últimos años, se suspenden labores para ver jugar a la selección de futbol y luego festejar, independientemente de que gane o pierda: el hecho es que jugó. Si ganó, festejamos con unos tragos; si perdió, nos dolemos con unos tragos: festejamos y nos dolemos de la misma manera: celebrando. Ninguna ley seca nos impedirá festejar, pues se trata de un verdadero rito que exalta la vida: a correr y a bailar que el mundo se va a acabar, comamos y bebamos que mañana moriremos.
Nada importa, todo es fascinación: se exalta la propia vida a costa de hacer ver que la vida no vale nada. ¡Gran paradoja que solamente nosotros entendemos! Ésta es una manera de hacer alegría la tragedia. Lo mismo sucede cuando inventamos chistes sobre el temblor del 85, la muerte de la princesa Diana o la situación política del país: la ironía nos pone por encima del drama cotidiano.

DEL «PACHUCO» Y DEL ART NACÓ

El mexicano reúne una inmensa pluralidad de sensibilidades. Desde nuestros orígenes conservamos de manera notable costumbres y modos de ser de nuestros antepasados indígenas. Y no me refiero solamente a características externas, sino también, y sobre todo, a la sensibilidad indígena: noble y salvaje, amante del mito porque nuestra juventud todavía nos impide perder la esperanza. Somos un pueblo que si bien vive en la inmediatez de los sentidos, también suele pensar que las cosas mejorarán. Junto a nuestro pasado indígena hemos sabido sintetizar de manera admirable cualquier cultura que nos llegue. Desde el cristianismo hasta la ilustración, desde el barroco hasta el «yanquismo», desde el marxismo hasta el neoliberalismo. Siempre hemos sido un pueblo que mezcla infinidad de sensibilidades. México ha pasado por etapas de afrancesamiento, de españolamiento y, sobre todo, de norteamericanismo. Pero todas estas culturas las hemos modificado.
Paz recoge en «El laberinto» un ejemplo típico de modificación cultural: el pachuco de los años cincuenta. Este personaje no quiere ser mexicano e intenta aportar modos de comportamiento, de vestido, de lenguaje que sean distintos a lo cotidiano; intenta acercarse al mundo norteamericano pero éste lo rechaza porque sabe perfectamente que tampoco le pertenece. Estos personajes viven el drama de toda conciencia romántica: a fuerza de ser originales, pierden su identidad. Si ese personaje aporta una semántica novedosa o un modo de vestir distinto que le permita sobresalir en la sociedad, enseguida su estilo será adoptado por otro, y luego por otro, de modo que ese intento por exaltar su individualidad acabará extraviado en las masas populares.
Éste es, en verdad, un personaje que deja al descubierto todo tipo de contrasentidos: su razón al servicio de la violencia y los sentimientos, cosa que hubiese sido una contradicción en tiempos de la ilustración; su nombre, «pachuco», es una palabra que no significa nada o que puede tener pluralidad de significados; su actitud «espectacular» pone de manifiesto su inclinación por la estética y el ornamento que se percibe sobre todo en la vestimenta y, en muchas ocasiones, en sus pertenencias (el auto, la casa, etcétera).
En algunos sitios de nuestro país, por supuesto, todavía conservamos algunos rasgos del pachuquismo. De unos años para acá, grupos de «rock nacional» intentaron revivir esa cultura. Maldita Vecindad y los hijos del quinto patio se esmeraron por salvar la cultura de Tin Tán, la vida bohemia y los excesos del ornamento. Antes, Botellita de Jerez ya había intentado algo similar cuando inventaba el llamado «guacarock» en donde se incitaba al individuo a tener una novia que fuese «una mezcla entre la Janis (Joplin) y la Lola Beltrán» y retorcerse como «el pachuco Tin Tán». Esto fue el inicio de un estilo artístico que Sergio Arau llevó a sus extremos: el art nacó. En vez de art decó, art nacó. Las obras: peluche y zapatitos, altares al santo y la guadalupana rodeados de calendarios de taller mecánico, etcétera. En síntesis, todo el ornamento popular.
Este símil entre pachuquismo y art nacó, aunque hace reír, tiene una dimensión dramática. Al ser creadores de mitos y novedades, estos estilos hacen la cultura ambigua. Se trata de una mexicanidad que sabe mezclar todo tipo de elementos porque sabe incorporarlos todos. Su singularidad puede ser virtuosa o dañina. Por eso, algunos reímos de los pachucos o del art nacó porque hemos pensado que es un modo de ironizar lo que popularmente hemos llamado «naco» y que algo tiene que ver con el mal gusto, las malas costumbres o las impropiedades del comportamiento. Lo dramático es que, aunque reímos, dice bastante de nuestro pueblo.
El mexicano ha incorporado todo tipo de elementos a su persona y a su nación, sin importar si los ha asimilado o no. Desde el cristianismo de España hasta la fast food de los gringos. Pero a todo le hemos dado un tinte estético; así como hemos sido tocados por todo, todo ha sido tocado por nosotros y, por tanto, modificado. El cristianismo español cristaliza en el barroquismo criollo, en la parroquia pueblerina con un Cristo excesivamente ensangrentado; nuestra ilustración borbónica es una razón al servicio de los sentimientos. Ni siquiera la fast food norteamericana ha logrado su cometido: el gringo come y se va, vive rápido, no tiene tiempo para el ritual de la comida; en México, aunque vayamos a McDonalds, nos quedamos a platicar en la mesa.
Evidentemente, ya podemos ir descubriendo que esto tiene su dimensión dual: una riqueza «pluricultural», por llamarla de alguna manera, y la deformación de culturas. La pluralidad así entendida, en una mezcla excesiva y desordenada, nos hace ser todo y, por tanto, ser nada. Estamos, como diría Paz, de regreso a la soledad: queremos ser neoliberales pero no terminamos de saber qué cosa es eso porque no es para nosotros, queremos fundir en una sola cosa la fiesta de muertos y la de brujas, a los santos reyes y a Santa Claus. ¿Qué piensa usted? ¿Inventamos nuestra cultura y nuestro espíritu, quizá nuestra identidad o, más bien, lo perdemos todo?

1. Luis Xavier López Farjeat; Héctor Zagal Arreguín: Dos aproximaciones estéticas a la identidad nacional, Universidad Autónoma de Nuevo León, 1998.

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

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