En 1754 Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832), con 25 años, vive un asombroso estupor ante el éxito que lo acoge. Werther le ha traído un triunfo inaudito, no ya por las múltiples ediciones y traducciones que reciben las cuitas de su héroe romántico, sino porque comienza a desatarse una ola de suicidios dentro y fuera de Alemania. El escritor intuye que la frenética acogida de su novela proviene mucho menos de sus confesiones amorosas que de la sensación causada en el país por el misterioso suicidio de un diplomático, acontecimiento que centuplica el interés de su obra.
Para el joven Goethe resulta incómodo leer el cúmulo de cartas donde sus amigos le comunican el estado de este hombre antes de quitarse la vida: «Estaba abrumado, fuera de sí, la frente le ardía febrilmente, los ojos se le llenaban de lágrimas, se le henchía el pecho…».
NACE UN DRAMA
Esta célebre novela romántica tuvo su origen, como tantas otras de sus obras, en un asunto amoroso. Cuando Goethe viajó a Wetzlar a completar ciertas prácticas pendientes para obtener el título de abogado, hizo amistad con un grupo de jóvenes en su mayoría pasantes de Derecho. Al ser admitido Goethe como miembro de su «Orden», ya pertenecían a ella Guillermo Jerusalem y Juan Christian Kestner. Jerusalem, hijo de un notable teólogo, sostuvo con Goethe una relación más bien superficial y apenas figuraría su nombre en los estudios goethianos, si no fuera por las consecuencias que tuvo su suicidio. Mucho más estrecha relación estableció con Kestner, ocho años mayor que él, con quien compartió aficiones literarias. Kestner estaba comprometido desde hacía cuatro años con Carlota Buff; Goethe la conoció en un baile al que su novio no pudo asistir. Bailó con ella y se enamoró de inmediato. Al día siguiente la fue a ver, y con diversos pretextos hizo lo mismo en fechas sucesivas. Caminaban juntos y Kestner los acompañaba cuando sus ocupaciones lo dejaban libre. Aunque se trataba de un joven tolerante, era evidente que le molestaban las frecuentes atenciones del poeta a su prometida. En su diario escribió: «Cuando, terminado mi trabajo, voy a ver a mi novia, encuentro allí al doctor Goethe. Está enamorado de ella y aunque es filósofo y somos buenos amigos, no se alegra mucho cuando me ve llegar para pasar un rato agradable con Lota. Siendo un buen amigo suyo, no me gusta que esté a solas con ella y la atienda» Y pocas semanas más tarde: «Carlota habló claro a Goethe. Le dijo que de ella sólo podía esperar amistad. Salió pálido y muy deprimido. Fue a dar un paseo».
Goethe pasó todo el verano en la campiña de Wetzlar intentando dejar a Carlota. Su pasión por ella entró en una fase de tal intensidad, que la situación se hizo insostenible: notaba que su presencia incomodaba a los enamorados. A mediados de septiembre resolvió irse, aunque no comunicó su proyecto a los novios; la última velada que pasó con ellos estuvo marcada por un amargo desencanto. A las pocas semanas de estar en Francfort le llegó la noticia de que su conocido, Jerusalem, se había suicidado en Wetzlar debido a una frustrada relación amorosa. Inmediatamente escribió a Kestner pidiendo detalles del hecho y tomó cuidadosa nota de la información que le proporcionó.
La novela empezaba a bullir en su cabeza; pensó primero en escribir un drama. Luego se inclinó decididamente por la forma epistolar, muy de moda gracias a la Nouvelle Héloise de Rousseau.
Un incidente más completó la historia. Después de dejar Wetzlar, Goethe pasó unos días en otra villa con Maximiliana La Roche, hija de la casera de la mansión campestre. Era una mujer soltera, sensible y sobre todo inteligente. Hablaron durante horas de música, filosofía y libros. Tiempo después la reencontró en Francfort, casada con un comerciante ignorante y ordinario. Al frecuentarla de nuevo, Peter Brentano no fue tan complaciente como Juan Christian Kestner. Le molestaba la asiduidad del famoso intelectual y estalló un violento conflicto entre marido y mujer, en vista del cual Goethe no volvió a acercarse por allí. Estos dos acontecimientos constituyen los elementos biográficos que le proporcionaron el material para estructurar su Werther.
EL EMBRUJO DE UNA OBRA MAESTRA
El libro alcanzó un éxito que tal vez no haya conocido ninguna otra novela en su siglo. En menos de dos años se tradujo a doce idiomas. Como es de esperarse, las únicas personas que recibieron la obra fríamente fueron Kestner y Carlota, pues todo mundo los reconoció como modelos. Kestner estuvo mucho tiempo molesto al verse retratado en «Alberto», un hombre opaco y bastante estúpido. La réplica de Goethe fue violenta: «Si pudieras darte cuenta de una milésima parte de lo que significa Werther para miles de corazones, no tomarías en cuenta lo que a ti te cuesta».
La novela pasó de mano en mano y en poco tiempo provocó, literalmente, un estilo de vida mundial; fueron legión los imitadores de Werther. En su autobiografía comenta la paradoja que esto significó para él: «Escrita la obra me sentí aliviado y gozoso como tras una confesión general y dispuesto a emprender otra vida. El viejo remedio me había sentado esta vez de maravilla. Pero mientras yo me sentía aligerado y liberado, luego de haber transformado la realidad en poesía, mis amigos se confundieron creyendo que había que transformar la poesía en realidad, imitar la novela y matarse. Este efecto que produjo al principio en unos pocos, lo causó más tarde en el gran público y el libro que a mí tanta utilidad me había prestado, fue tachado de altamente pernicioso».
Los periodistas de la época reportan que se derramaron mares de lágrimas por el trágico fin de Werther. Los jóvenes escribían cartas a sus novias con encendido tono wertheriano. Pocos fueron los que se mostraron hostiles o indiferentes al personaje. En Francia fue donde causó mayor impresión. El mismo Napoleón se sintió dominado por el poder de la obra; la leyó siete veces y la llevó consigo a través de los campos de batalla hasta las pirámides de Egipto, como se lo manifestó personalmente a Goethe en la entrevista que celebraron en Erfurt en 1808.
Para la mayoría de los europeos, Goethe siguió siendo durante cincuenta años, el autor de Las penas de amor de Werther. Así como el cine de Hollywood comenzó a ejercer en los espectadores una influencia notable, durante las primeras tres décadas del siglo XX, la novela de Goethe instaló una moda que incluía formas de vestir, hablar y comportarse. Al decir de Emil Ludwig, uno de sus más apasionados biógrafos: «(…) todo el mundo vistió frac azul y chaleco amarillo, lloró abundantemente y se suicidó un poco; en Leipzig se prohibió la venta del libro bajo pena de diez táleros de multa; dieciséis ediciones aparecieron en Alemania y más todavía en Francia e Inglaterra; el éxito llegó hasta China».
Como ocurre siempre con las obras maestras, la novela se parodió. Un escritor que le era particularmente adverso, publicó Las alegrías de amor de Werther donde frustraba el suicidio, incluía una pistola cargada con sangre de gallina y un Werther que se casaba despreocupadamente con Lota, su amada. Cuentan sus coetáneos que Goethe se divirtió tanto con esta obra que recortó las hermosas viñetas que ilustraban la edición y continuó escribiendo sin más. No obstante, con el paso de los meses, la broma acabó por enfurecerlo; dio cauce a su indignación en tres largos poemas y un gran número de cartas; hasta llegó a escribir la parodia de la parodia de su novela. Medio siglo más tarde, Goethe reflexionó acerca de este episodio de su vida: «A fuerza de buscar cómo llenar un vacío inexplicable, los lectores terminaron por descubrir, en las mujeres con las que comúnmente trataban, parecidos con Carlota, mi heroína; ¡y también las damas se sentían halagadas de ser tomadas por ese modelo!».
«LA ARTISTA DEL ESPEJO»
Goethe percibió, así, que entre los lectores existe una intención de estilizar literariamente la vida real desafiando las dificultades que entraña tratar con hombres y mujeres de carne y hueso. Esta observación, profundamente perspicaz, es de una vigencia incuestionable. ¿No siguen queriendo parecerse nuestras lectoras de fotonovelas a las heroínas del Canal de las Estrellas? ¿No aspiran las adolescentes a ser Totalmente Palacio…? ¿No se siguen en todo el mundo los dictados del cine norteamericano, con sus insulsas pero efectistas historias de amor preñadas de agresivas conductas sexuales y laxos criterios morales acerca de cómo debe ser, o al menos cómo debe «verse» una relación de pareja? Lo que quizá fuera muy distinto en el Setecento es la ética del creador. Goethe se entregó a estas meditaciones y para las subsiguientes ediciones de Werther redactó un proemio donde incluyó una breve invitación a no seguir el ejemplo del protagonista. Es menester aclarar, sin embargo, que también estos sentimientos evolucionaron con la edad; retiró sus palabras y declaró abiertamente años después: «(…) habiéndole recordado en cierta ocasión un lord que su novela había causado la muerte de muchos jóvenes, Goethe respondió fría y altivamente: “Su sistema comercial hace perecer a millares de personas; ¿por qué no el mío ha de tener igual privilegio?”».
El cuestionamiento de fondo es interesante. El genio literario de Goethe consiguió transgredir el proverbial límite entre ficción y realidad que Ortega llama «la arista del espejo». Velázquez, colocado en el lienzo de las Meninas de cara al espectador, constituye la frontera entre los dos mundos. Ortega explica cómo, de la misma manera, don Quijote arremete con su adarga contra los títeres que protagonizan la historia de don Gaiferos, caballero cristiano que en el teatrino del Maese Pedro sufre humillaciones imperdonables por parte de unos moros combatientes. Pero el público del naciente siglo XIX, no ya personajes de ficción, comenzó a pegarse tiros en la cabeza, reacción que no consiguieron todos los existencialistas juntos, sobre la juventud que influyeron. Releer a Werther a punto de entrar al siglo XXI nos plantea el reto de reflexionar no sólo en la naturaleza de la historia que propone, no sólo en la moda donde se insertó, sino en la propia naturaleza humana. ¿No será que el inconsciente colectivo está mucho más tocado por el amor que por la náusea?
______________________
Un perfil clásico
* «No soy un animal prodigioso expuesto en una jaula», dijo Goethe refiriéndose a los grupos de peregrinos que lo fastidiaban.
* Los nazis se apropiaron de Goethe para su doctrina racista, y el régimen de la RDA hizo lo suyo postulando que este consejero, aceptado en la aristocracia (el emperador José II le otorgó título de nobleza), era nada menos que un precursor del socialismo.
* Es la figura más representativa de la literatura alemana, que alcanza con él una perfección clásica, gracias sobre todo a Werther y a Fausto.
* Cultivó todos los géneros: lírica, drama, novela, ensayo, poema épico, estudio histórico, tratado científico y filosófico.
______________________
Weimar, el festejo hecho ciudad
* 1000 eventos con 5000 artistas de 100 países hacen que esta pequeña ciudad, en la que Goethe vivió durante 60 años, se vista este año con el traje de la «Ciudad Cultural de Europa», título que otorga el Consejo de Ministros de la Unión Europea.
* Cuenta con 60.500 habitantes (en la época de Goethe eran únicamente 6.000).
* Normalmente tiene 1,5 millones de visitantes; este año se calcula por lo menos el doble.
* Para celebrar el 250 aniversario del natalicio de Goethe se dedicarán 50 eventos sobre sus obras y su mito.
* Informaciones de programas culturales en Internet: hhttp://www.weimar1999.de
_______________________
«Fausto», de Goethe: El peregrinaje del placer
«No trato de buscar la felicidad. Quiero el vértigo que ciega, los placeres que dañan, el amor que odia, el pesar que deleita. Mi corazón, curado de la fiebre del saber, debe saborear toda clase de dolores; quiero sentir todo cuanto los demás hombres han sentido; quiero experimentar, como ellos, lo que tiene de sublime el gozo y el dolor; acumular en mi seno el bien y el mal; y, por último, acabar mi existencia como ellos la acaban».
Casi se diría que Fausto es el retrato de muchos hombres contemporáneos, aunque Goethe lo escribió en su primera versión hacia 1775. El hombre fáustico se encarna en las personas que no soportan la realidad de su vida y buscan afanosamente algo que las llene, aunque sea mentira. Goethe pensó en la pasión científica que iluminaba a los hombres de la Ilustración hasta llevarles a convertir la razón en un objeto de culto casi religioso.
Vivir de ilusiones
Fausto aparece como un desengañado de la ciencia, el gozo que proporciona no justifica los esfuerzos necesarios para alcanzarla, no merece ser objeto de culto. Fausto quiere más: «Tiempo es ya de demostrar con acciones que la dignidad humana en nada desmerece de la majestad de los dioses»; vende su alma al demonio porque prefiere vivir de ilusiones a conocer la realidad y vivir según ella, algo siempre más costoso y difícil.
Y allí está Mefistófeles, el rey de las ilusiones, el mago supremo de la vida falsa, superficial y atractiva. Mefistófeles sabe que no puede ofrecer a Fausto nada duradero, porque es «el espíritu que continuamente niega la evidencia de las cosas», pero no puede destruirlas: «Cuanto más me esfuerzo en destruir el mundo, más chasqueado quedo; hay en él la realidad, enemiga acérrima de la nada, que le protege, y con todos mis esfuerzos sólo puedo alcanzar que se agiten los mares, que se desencadenen las tempestades, y que se desarrollen los incendios; pero nada logro con ello, porque se apaciguan los mares, se calman las tempestades, se apagan los incendios y todo vuelve a su estado normal».
El atropello de los demás
Sin embargo, es un poder suficiente para tentar a Fausto: «Su insaciable deseo verá retroceder siempre, a medida que él vaya adelantándose, la copa que podría dejarle satisfecho». Fausto se hace peregrino del placer, antes de saborearlo estará siempre en disposición de ir a otro, y en el camino, su vida se constituirá en continuo atropello de los demás, sembrando la crueldad para satisfacer su siempre insatisfecha vanagloria.
Así sucede con Margarita. Para seducirla le proporciona el veneno con que matará a su madre para eliminar testigos molestos, asesina en duelo a su hermano y consigue que Margarita dé muerte al hijo que ha tenido con Fausto. Cuando Margarita está en la cárcel, sentenciada por su doble asesinato, Fausto se da cuenta de que su amor por ella, como todas las acciones que realiza, trae la muerte y la desgracia para los demás. Pero ya es tarde, Fausto abandonará a Margarita a su suerte y se verá arrastrado por Mefistófeles a más aventuras inquietantes sin encontrar nunca reposo.
El final de la tragedia traerá la redención de Fausto de mano de Margarita. Sólo el «eterno femenino», que señala Goethe, habrá dejado una huella duradera en la personalidad de Fausto; lo demás era la espiral eterna del cansancio y del hastío, la carrera por el mayor placer posible que se revela estéril y cínica.
Fausto el personaje que Goethe incorporó definitivamente a la galería más verdadera de la literatura universal sigue haciendo pensar sobre el sentido de la vida humana.
Rafael Guijarro