Un mareo, recuerda Gabriel Zaid, cierta clase de vértigo sentía cada vez que pisaba una biblioteca: era el deseo, la ambición de leer todos los libros. La noche, pensó Borges, en esta biblioteca más vasta que es el mundo, nos libra de la mayor congoja: la prolijidad de lo real. La poesía magnifica este mareo y esta congoja, según razonaron los medievales, porque completa el número de los entes debidos en el universo. Ser «minuciosa de realidad», siquiera en torno a unas pocas costumbres los arrabales, el ocaso, Buenos Aires, los arrabales a la luz poniente ser minuciosa de realidad es la virtud primera de la poesía de Borges. Y ser música. El poeta, ese músico que no pudo ser, que se bienlogró en otra cosa.
Un aleph, un punto del espacio donde convergen todos los puntos del espacio. El aleph que fui capaz de ser, así podría llamarse ese catálogo de querencias que es El otro poema de los dones: el aleph que me cupo en la memoria y el afecto, la porción de mundo que fue, para mí, minuciosa de realidad.
La veneración de los mayores, de los antepasados que empuñaron la espada, es una de esas obstinadas costumbres a las que Borges se aplicó con minucia. La muerte violenta, la sangre a chorros del que se ha batido a cuchilladas, del que peleó, del que se jugó la vida, es privilegio de los valientes. No la vida que se apaga poco a poco, que declina torpe, desganadamente. La existencia se cumple cuando la muerte nos alcanza en el clímax, en la cúspide de la bravura y de la potencia física: cuando nosotros alcanzamos la muerte. Y sólo son trofeo varones para las vitrinas las piezas que la Parca recoge en plenitud: los músculos tensos, la sangre a tope, la sien nervuda. ¿Quién exhibe las carnes flojas de un animal cazado en su vejez? ¿Quién se ofrece al ridículo de disecar un tigre debilucho y de anteojeras, un estudioso felino versado en libros de cacería pero que nunca oprobio de la especie afiló las garras en una osamenta de cebra, sino en el penumbroso tintero de su imaginación?
Le falta vida a esta vida sedentaria de escritor, le falta Ilíada y Odisea a este Homero argentino. Es un tímido y apocado poema esta rutina del bastón y del recuerdo, de las numerables sílabas, para uno que tradujo el expansivo, el extrovertido, el exuberante Canto a mí mismo de Whitman, que Borges tradujo. Y se nos aparece como una existencia menguada la del que tuvo que contentarse con narrar la gesta, porque el protagonista es otro, el protagonista es Ayax, es Diómedes, es Aquiles armado por los dioses mismos, inyectados los ojos en ira al abandonar el campamento. El poeta no es lo importante, sino el poema, y el poema es Aquiles. Si la fatalidad te puso en las huestes del poeta, dos ocupaciones te incumben: primero, cantar la cólera del Pélida, y segundo, resignación.
Gram, Durendal, Joyeuse, Excalibur.
Sus viejas guerras andan por el verso,
Que es la única memoria. El universo
Las siembra por el Norte y por el Sur.
En la espada persiste la porfía
De la diestra viril, hoy polvo y nada;
En el hierro o el bronce, la estocada
Que fue sangre de Adán un primer día.
Gestas he enumerado de lejanas
Espadas cuyos nombre dieron muerte
A reyes y a serpientes. Otra suerte
De espadas hay murales y cercanas.
Déjame, espada, usar contigo el arte;
Yo, que no he merecido manejarte.
La virtud antigua, nos ha ensañado Werner Jaeger, consistió en la bravura. La excelencia del varón era su temeridad, el desprecio de la muerte. Entre los hombres destacaba aquel que, llegado el punto de batirse, mayor arrojo demostraba. La hora de la verdad, ese momento de la vida en que debemos elegir entre retroceder y vivir humillados, femeninos, ajenos a la condición viril, o alzarnos por encima de nosotros mismos, la hora de la verdad comparecía exclusivamente en la lucha cuerpo a cuerpo.
La fortaleza como la definió certero Josef Pieper es la virtud que previene al hombre de amar tanto su vida que termine perdiéndola. Tener en poco la propia vida, para ganarla, para triunfar de sí mismo, eso es ser fuerte.
El ánimo combativo, a qué dudarlo, está entreverado con las condiciones físicas. Las rodillas del héroe troyano, del valerosísimo Héctor, cobran vida, personalidad aparte, y se echan a temblar cuando presienten el embate incontenible del único guerrero superior. Dividido el cuerpo del espíritu, el hijo de Príamo encuentra la derrota de antemano, la testifica dentro de sí cuando su involuntario cuerpo lo abandona. Nadie ignora que la naturaleza no es justa al repartir sus dones: el héroe está muscularmente equipado para su tarea, y la ira lo acompaña cuando hace falta coraje para aventar el cuerpo.
Es cierto que junto a la virtud antigua del varón, la andreia, la bravura, despunta ya la sagacidad de Odiseo, y en ciernes late la piedad de Eneas, e intacto relumbra el sacrificio de Héctor. Es cierto que junto a la virtud antigua de la mujer, ser bella, ser perfecta receptora de la solicitud erótica del varón (otra vez Jaeger), caminan ya la fidelidad y la prudencia de Penélope. Pero la virtud antigua no es desplazada del todo: si nuevas cualidades, de mayor nobleza y humanidad, se añaden a la condición del héroe, la destreza en la lucha cuerpo a cuerpo y el valor a toda prueba persisten en el retrato del non plus ultra.
El impulso civilizador no ahoga del todo la raíz profunda del deseo de lucha, de la estirpe militar y su fondo animal. Es poético, es metafórico el recuerdo flamígero de una guerra entre ángeles. No es poético el sustrato violento en el alma encarnada de los hombres; no es creación: es constatación. Y de ese pozo sacarán los niños la sabiduría instintiva de apretar los puños y hacer de sus miembros armas de ataque. Sin motivo verdadero, sin necesidad apenas de provocación, saldrá a flote, inalterado, el instinto de guerrear y de batirse, como en el impecable personaje de Borges, Juan Dahlmann, bibliotecario en la calle Córdoba, que de un compartimento ignoto sacó la ambición viril de «morir en una pelea a cuchillo, a cielo abierto y acometiendo».
Con este instinto Borges usó como ninguno el arte. Tomaba provisiones de su «pasado militar», e imaginaba el santo cabalgar de sus mayores por la llanura, dirigiéndose hacia la muerte, y se acongojaba de no bregar en esos días heroicos. Pero también cargaba sus artificiosos fusiles en un pasado paralelo, común a todos los hombres, desde el cual nuestro fondo violento se mira más cristalino: no es reacción fundamentalmente el instinto combativo, no es respuesta ante el agresor; es gratuito como la danza, absuelto como la música, es un juego natural del movimiento:
¿Dónde estarán aquellos que pasaron,
Dejando a la epopeya un episodio,
Una fábula al tiempo, y que sin odio,
Lucro o pasión de amor se acuchillaron?
En la música están, en el cordaje
De la terca guitarra trabajosa,
Que trama en la milonga venturosa
La fiesta y la inocencia del coraje.
[…] El tango crea un turbio
Pasado irreal que de algún modo es cierto,
El recuerdo imposible de haber muerto
Peleando, en una esquina del suburbio.
Como la danza es símbolo perfecto de alegría y plenitud, así como se rompe a bailar, regalando el cuerpo al movimiento más profundamente inútil, así la lucha «sin odio, lucro o pasión de amor» es la danza del hombre airado, es la manifestación espacial del odio. La mirada desdeñosa al toparse con un buscón en la cantina, el fingido choque de hombros con un atravesado, el comentario entre dientes, no son tanto motivo cuanto pretexto fugaz para entregarse a esta danza que exige compañero. Lo que verdaderamente se dice en esos instantáneos encuentros es:
— Están tocando nuestra canción. ¿Bailamos?
— El gusto es mío.
— Después de usted.
Todavía no han intercambiado sus nombres cuando ya están trabados a golpes. Es agresión a primera vista: «El destino nos ha elegido desde siempre, a usted y a mí, para hacer dúo en este pleito». Las formalidades del cortejo, tratándose de idilios pugilísticos, reducen su trámite a lo indispensable. El codazo accidental es fórmula de cortesía.
Y como hasta de los instintos más primitivos se puede hacer organización, el deporte, además de esparcimiento, es cauce reglado para descargar el furor. Hay quienes piensan que el boxeo es inhumano, que extrae de los hombres su resto más animal, que es cruel y bárbaro gozarse con una golpiza, con un rostro deforme a fuerza de trompadas, con la sangre y el desplome de una persona. Tienen razón, y sólo se equivocan en la medida en que lo salvaje y lo violento pertenecen al hombre tanto como una parte animal conviene a su naturaleza. Defenderse como los hombres, paradójicamente, significa medirse como los animales.
La violencia es una fuerza disgregante del espíritu civil. Civilizar significa humanizar: vestir al mundo con ropaje humano, dotarlo de orden, de razón. La civilización avanza cuando la violencia retrocede. Hay sociedad cuando la fuerza del diálogo específicamente humana triunfa sobre la fuerza física genéricamente animal. Pero en el dominio del arte rige otra lógica: extraña inversión por la que gozamos y nos admiramos con la violencia que en nuestras sociedades queremos erradicar. Aristóteles entendió dicha lógica como catársis: purificación de las pasiones mediante la piedad y el terror (Alfonso Reyes). Freud la entendió como sublimación: transformación de un impulso inconsciente. Más que enfrentarse, ambas explicaciones se complementan.
Quizá también sean complementarias dos películas bélicas de signo contrario. Casi al final de «Enrique V», drama de Shakespeare llevado a la pantalla por Kenneth Branagh, hay una batalla memorable entre ingleses y franceses. En cámara lenta los soldados combaten entre el fango de Agincourt. Violando las reglas más elementales de la guerra, los franceses han asesinado a niños escuderos, pero, tras la refriega, las inferiores huestes del británico se imponen en el día de San Crispín. Durante la batalla, la matanza es terrible y el aliento queda suspendido, pero la escena, silenciosa, dramatiza, estetiza, sublima la crueldad y el horror. Hay llanto, hay sangre, hay mugre por doquier, pero los sobrevivientes levantan a sus muertos cantando Non nobis. La escena es gloriosa. Y contra eso dirige su película Steven Spielberg: la guerra, dice, no es gloriosa, sino espantosa. «Rescatando al soldado Ryan» prescinde casi por completo de la música y pretende mostrar con realismo la crudeza del combate. Después de la batalla no hay cantos, sino hombres malheridos que aúyan de dolor. Dramatizar es tergiversar, y por ello esta película no dramatiza: prescinde del arte y sus afeites. Es premeditadamente antiestética.
La violencia en Borges es la cima del esteticismo: la fábula de los que «sin odio, lucro o pasión de amor se acuchillaron» es violencia pura, inmaculada de motivo. No hay causa justa como en la guerra, ni pasión obnubilante como en el amor, ni siquiera un humilde robo. ¿De dónde, pues, una nostalgia de morir gratuitamente de cara al pavimento? Es la virtud antigua que viene por sus fueros. Es la mano atrofiada por la pluma, anhelante de la daga que pudo empuñar. Son los mayores que sobreviven en mí, los que gustaron la honra de morir peleando. Es un pasado mítico que nos reclama, porque estuvimos a los pies de Ilión, conteniendo aqueos y acorralando teucros, tanto como estuvimos en el ropón de un payador que se fajó a tiros con los que plausiblemente lo injuriaron. Es la presencia en mí de «un turbio pasado irreal que de algún modo es cierto».
A veces esta presencia es menos turbia que diáfana, más nítida y menos diluida en los archivos de la especie. Así fue para el amigo de Borges, Alfonso Reyes, en cuyo caso la «nostálgia de la épica es memoria personal» (A. Castañón). Por eso, al revivir la guerra de Troya, Reyes revive su propia juventud: la trágica muerte de su padre, a las puertas de Palacio Nacional, el 9 de febrero de 1913.
Por gracia o maldición otro lo acierte,
un patrimonio traigo en la memoria
de valentía y de dolor y muerte.
Gritos y llantos, pánico y victoria,
todo lo tuve junto a mí, de suerte
que todo es sentimiento más que historia.
Pero ¿quién puede con verdad fijar los límites de su familia entre los hombres? ¿Cómo escapar a un patrimonio irrenunciable y compartido?
A siglos de distancia la sangre es siempre una,
e igual es la congoja e igual es el contento.
De entre las muchas convergencias Borges y Reyes, ésta es una más, aunque hayan dado cauce a sus demonios interiores de modos diferentes.
A Borges le resultaba irresistible todo lo que oliera a jugarse la vida, si por una nadería, muy bien, si por algo mayormente noble y femenino, también. Y así, como recuerda Juan José Arreola, tenía predilección por este cuarteto de La Suave Patria:
Suave Patria, vendedora de chía:
quiero raptarte en la cuaresma opaca,
sobre un garañón, y con matraca,
y entre los tiros de la policía.
Mezclar amor y peligro con el agravante de que aquí la amada es la Patria es poner en conflagración los dos instintos fundamentales. Pero también es enturbiarlos, confundirlos, perder la nitidez que tienen por separado. Por ello el argentino prefirió la violencia desinteresada, prístina, inocente:
A Juan Dahlmann personaje de Borges, Borges mismo, fabulado en el relato El Sur, de Ficciones lo fastidian unos compadritos insulsos. Juan Dahlmann los ignora, pero ellos insisten. (Un gaucho, «de esos que ya no quedan más que en el Sur», contempla la escena.) Uno de los compadritos se encara y lo invita a pelear. Dahlmann está desarmado, pero «desde un rincón, el viejo gaucho extático, en el que Dahlmann vio una cifra del Sur (del Sur que era suyo), le tiró una daga desnuda que vino a caer a sus pies. Era como si el Sur hubiera resuelto que Dahlmann aceptara el duelo».
El Sur está dentro de cada uno y nos reclama, nos presta el arma, nos devuelve la estirpe militar (que es nuestra). El Norte está más allá, fuera de nosotros, y hacia él nos dirigimos como hacia una sociedad perfecta, soñada, utópica, íntima como un deber. Borges (como todos) pertenece al Norte y al Sur, y ya que su destino terreno trazó sus jornadas por la reflexiva y solitaria brecha de la escritura, él anheló, naturalmente, «la fiesta y la inocencia del coraje». Un tanto huero podrá parecer, a los que conocen esta fiesta en carne propia, el ánimo violento, el alma pendenciera de Borges. Terrible y magnífico, en cambio, lo encuentra el que consume sus días contra los libros. Borges, con espléndidos versos, nos entrega la gloria de «morir peleando en una esquina del suburbio». Es una suerte de restitución, posible gracias al arte poético, por la que Borges convierte al horror en belleza. Extrae de lo infame lo sublime:
«Perfilados bien por un fondo de paredes celestes o de cielo alto, dos compadritos envainados en seria ropa negra bailan sobre zapatos de mujer un baile gravísimo, que es el de los cuchillos parejos, hasta que de una oreja salta un clavel porque el cuchillo ha entrado en un hombre, que cierra con su muerte horizontal el baile sin música. Resignado, el otro se acomoda el chambergo y consagra su vejez a la narración de ese duelo tan limpio. Ésa es la historia detallada y total de nuestro malevaje».
Al Norte, el progreso, la evolución, la humanidad buscada (la auténtica;al Sur, el regreso, la involución, la humanidad recuperada (la auténtica). Y entre ambos, el hombre concreto, el que gasta su vida buscando el centro.