Éste es el siglo de la democracia, del debate político, el consenso y la tolerancia. Muchos han pensado que política y literatura son inseparables. Otros más, los menos entendidos en la literatura, piensan que política y literatura son totalmente opuestos. La política versa sobre lo real: las condiciones sociales, jurídicas, económicas de una nación. Los tiempos de la democracia son los tiempos de la política y de una intensa actividad participativa en aras al bien común y la estabilidad social. Líderes políticos, críticos y economistas, comunicadores y más de un joven animoso que tarde o temprano se afilia a la izquierda, a la derecha o al partido oficial; todos, absolutamente todos, se insertan de alguna manera en el dinamismo cívico y la sonada democracia participativa. Esto es lo más real en una nación: problemas reales, debates reales, prácticas legislativas reales, economías muy reales. ¿Será?
La literatura es totalmente contraria a la política: ficciones, personajes que sufren y ríen nada más en una página, debates ficticios, legislaciones que jamás suceden y economías tan irreales como las nuestras. Sostengo que hay un binomio política/literatura: hoy por hoy una es tan ficticia como la otra. Las economías jamás serán reales y mucho menos los debates engendrados por la democracia. Ir a la mesa del diálogo es viajar a la eternidad. La Cámara de Diputados o la Asamblea Legislativa son un espectáculo que versa sobre nada, un diálogo sin fin, una disputatio enviciada, dramática pero divertida.
Las relaciones entre política y literatura no dependen únicamente de la notable ficción que las rige. Hay otra manera de entender esta relación. Hay varios escritores que han usado sus trabajos literarios para exaltar alguna creencia o simpatía política o, tal vez, alguna crítica y discrepancia. Jorge Luis Borges, por ejemplo, era un conservador. El joven recién iniciado en la literatura o el político obsesionado por impulsar la rancia democracia, no dejarían de asombrarse ante el espíritu antidemocrático del escritor argentino.
Este año se cumple el centenario natalicio de Jorge Luis Borges. Como un homenaje que pudiera insertarse en el discurso demócrata contemporáneo, quiero mostrar el confuso intercambio entre lo real y lo ficticio en un breve cuento del «príncipe de las letras». Se trata de un pequeño texto que aparece en El libro de arena y que se titula El Congreso. Ahí, el lector se encontrará confundido y descubrirá la dimensión ficticia de la democracia. Borges es un escritor impredecible, impresionante, maravilloso y polémico. Una de sus tesis más escandalosas es ésta: la democracia es una superstición.
¿UN CUENTO SOBRE POLÍTICA?
Uno de los fenómenos más comunes en la literatura borgeana es el del narrador y sus condiciones. Hay una ambigüedad constante en torno a la personalidad de quien narra los cuentos. Tal vez es Borges, quizá es otro individuo con un nombre distinto que, en esencia, sigue siendo Borges o algún tipo de escritor muy semejante a él. También son imprecisas las condiciones del que narra, puesto que frecuentemente omite datos en la narración o confiesa no recordar si el contenido del relato es real o ficticio.
En El Congreso, el narrador es un tal Alejandro Ferri, profesor de inglés de setenta y tantos años, afiliado al partido conservador y a un club de ajedrez, autor de un Breve examen del idioma analítico de John Wilkins y habitante en Buenos Aires desde 1899. Mi texto no festeja solamente los cien años de Borges, sino también, y sobre todo, la llegada de Ferri a Buenos Aires. ¿Por qué pienso que Ferri es mucho más importante que Borges? Sencillamente porque el respetable señor Alejandro Ferri era el último portador de un secreto revelado en este cuento. Él es el guardián de un gran acontecimiento que nadie puede compartir: el Congreso. Ferri es el último congresal.
El 7 de febrero de 1904 los miembros del Congreso juraron no revelar la historia del Congreso. Ferri, miembro del Congreso del Mundo y periodista en el diario Última Hora ¾ escritor para el olvido, pero anhelando escribir para el tiempo y la memoria¾ cuenta su ingreso como congresal. La tarde en que recibe su primer sueldo invita a su amigo, el poeta José Fernández Irala a comer. Éste se niega pretextando que no puede faltar al Congreso. El Congreso no es un edificio, una vieja cúpula perdida en alguna avenida o un recinto poco respetado ubicado en el centro de alguna ciudad; el Congreso no es una reunión obsoleta para perder las horas y discutir de modo irreverente y soez cualquier propuesta que persiga una mejora cívica. El Congreso es el Congreso del Mundo.
Un sábado, a eso de las nueve o diez de la noche, Ferri asiste al Congreso invitado, obviamente, por su amigo Irala. Ahí, casi sin hablar, preside un grupillo de quince o veinte congresales, un hombre alto y robusto con barba roja y canosa, un tal Alejandro Glencoe. Hay un muchacho de cara larga, una mujer, un niño de diez años, un pastor protestante, dos inequívocos judíos, un negro con pañuelo de seda. Ferri no habla, no entiende, como tampoco nosotros. Transcurren dos meses para Ferri y un párrafo para el lector. Entonces podemos enterarnos de que Glencoe es el presidente del Congreso, un estanciero oriental, dueño de un establecimiento de campo que linda con el Brasil. Su padre, oriundo de Aberdeen llevó consigo cien libros, los únicos que Glencoe leyó durante toda su vida.
Alejandro Glencoe quiso ser diputado en el Congreso de Uruguay, pero los jefes políticos le cerraron las puertas. Desde entonces su idea fue fundar un Congreso de vastos alcances y, recordando a Carlyle y su personaje Anacharsis Cloots, quien se declara «orador del género humano» en una asamblea en París, decide seguir su ejemplo. Así nació el Congreso del Mundo, representando a todos los hombres y a todas las naciones.
UN PROBLEMA FILOSOÓFICO
El Congreso del Mundo se reúne en la Confitería del Gas. En una reunión, Twirl, una de las mentes más brillantes del grupo, observa que el Congreso presupone un problema filosófico. Tal vez sea el mismo problema que la democracia será incapaz de resolver. El Congreso del Mundo constituye una asamblea que representará a todos y cada uno de los hombres que habitan este planeta. Pero éste es un problema de índole filosófica: representar a todos los hombres es tanto como fijar el número exacto de arquetipos platónicos, enigma que ha dejado perplejos a todos los pensadores.
Existe un arquetipo que contiene todas las cualidades y características de Jorge Luis Borges, hay un arquetipo que contiene las mías y un arquetipo que contiene las de cada lector de este documento y las de cada una de las personas que nos rodean. ¿Cuántas personas habitan el mundo? A cada una de ellas corresponderá un arquetipo y cuando aparezca un nuevo individuo, habrá un nuevo arquetipo. ¿Cómo detener la eterna generación de arquetipos y realidades? Glencoe busca una alternativa cuando se promueve como el representante oficial de aquellos que tengan sus propias cualidades: hacendados, orientales, precursores, hombres de barba roja sentados en un sillón. Quienes reúnan estas cualidades en estos fragmentos de temporalidad ya tienen un representante: Alejandro Glencoe.
No sólo existirá un representante para las naciones, para los sindicatos de maestros y obreros; no solamente habrá un presidente para la cámara de diputados o un representante de los ingenieros. Existirá un representante para cada ingeniero que esté sentado, que tenga bigote, que juegue tenis o golf. Cada quien tendrá su arquetipo. Se trata de una multiplicación siniestra. Nora Erjford, otra miembro del Congreso, puede representar a todas las secretarias, a todas las noruegas y a todas las mujeres hermosas. ¿Podrá bastar un ingeniero para representar a todos los ingenieros, incluidos los de Nueva Zelanda? ¿No será más bien que cada ingeniero reclama un arquetipo que pueda reunir cada una de sus cualidades? No sabemos a ciencia cierta si se trata de un fenómeno de multiplicación o, más bien, de una reducción a una unidad representativa.
Éste es el tipo de discusiones que se encuentran en el Congreso del Mundo. Muy similares a las que hay en nuestros Congresos locales. El Congreso de la Rectoría en una universidad, ¿discute qué será lo mejor para cada alumno o para todos los alumnos? El Congreso de una nación, ¿qué cosa discute: qué será lo mejor para todos, para algunos o para uno solo? Cuando el Congreso del Mundo terminó de discutir, Eguren promovió una visita a la calle Junín. Ahí hubo un incidente con un hombre armado. Según Ferri, aquí empieza en verdad la historia; las anteriores han sido solamente condiciones del azar o del destino.
LA AMPLIACIÓN DE LA BIBLIOTECA
La historia empieza cuando Glencoe declara que el Congreso no puede prescindir de una buena biblioteca de libros de consulta. Así, alguno comenzó por conseguir los atlas de Justus Perthes, algunas enciclopedias, la Historia Naturalis de Plinio y el Speculum, los enciclopedistas franceses, la Brittanica, Pierre Larousse, etcétera. Luego, Glencoe invitó a Irala y a Ferri a La Calcedonia, una especie de estancia para acampar en donde se encontraban los libros originales de Carlyle. Ferri aprovechó para echar un vistazo a las páginas dedicadas al «orador del género humano».
Una vez reanudadas las sesiones del Congreso, Twirl pide la palabra. Explica en su discurso que la biblioteca del Congreso no puede reducirse a libros de consulta y que deben reunirse las obras clásicas de todas las naciones y lenguas. Para compilar libros Ferri es enviado a Inglaterra a principios de 1902. Se instala cerca de la biblioteca del Museo Británico. Se trataba de reunir libros pero también de encontrar un idioma entendible por todos en el Congreso y, por supuesto, por todo el mundo. Tal vez el latín, el inglés o incluso el esperanto. El asunto era claro: homologar el lenguaje. Pero antes de concluir, Ferri se enamoró. ¡Cuántas veces dejamos las tareas inconclusas porque una mujer se cruza en nuestro camino! La accidental historia de amor que se cruza en la vida de Ferri es predecible: Beatriz, la enamorada, no quiso amarrarse a nadie y prefirió vivir su vida.
Ferri llenó un informe sobre las actividades que llevó a cabo en Londres ¾ omitiendo, claro, su aventura amorosa¾ y se presenta en casa de Glencoe. Ahí están los congresales. Sucede algo extraño: los libros juntados que se guardaban en el sótano se amontonan en el patio para ser quemados. Twirl se queja: «el Congreso del mundo no puede prescindir de esos auxiliares preciosos que he seleccionado con tanto amor». ¿El Congreso del mundo?, pregunta Alejandro Glencoe. Y enseguida experimenta ese extraño placer que ocasiona la destrucción: los libros arden. Itala comenta: «cada tantos siglos hay que quemar la biblioteca de Alejandría».
Ferri no dice nada. Pero cuatro años más tarde comprende que la empresa que había acometido el Congreso era la más vasta, abarcaba el mundo entero. No era una simple reunión de charlatanes como suele suceder en la política. El Congreso del Mundo comenzó con el primer instante del mundo y proseguirá hasta que sea puro polvo. No hay un solo lugar en la tierra en donde no esté el Congreso. En los libros quemados estaba el Congreso de los caledonios que derrotaron las legiones de los Césares, el Congreso de Job en el muladar y Cristo en la Cruz. El Congreso es también un muchacho inútil que malgasta la hacienda con rameras.
Ferri rompe el silencio. Anuncia que él traía un informe. Pero don Alejandro repite «el Congreso eran mis toros y La Calcedonia». El Congreso es todo. Todo también había terminado. Ferri concluye: nuestro plan existió real y secretamente en nosotros y en el universo: «sin mayor esperanza, he buscado a lo largo de los años el sabor de esa noche; alguna vez creí recuperarla en la música, en el amor, en la incierta memoria, pero no ha vuelto, salvo una sola madrugada, en un sueño. Cuando juramos no decir nada a nadie ya era la madrugada del sábado».
Tal vez todo era un sueño. El sueño de la humanidad. Ferri no volvió a ver a nadie más, salvo al poeta Irala con quien nunca comentó nada. Quizá todo era una superstición, un mito, un sueño, algo que no había pasado. Quizá si alguien hubiese mencionado algo de esta historia todos se hubiesen preguntado qué buscaba el Congreso. Pero todo fue silencio. Glencoe murió en 1914; Irala el año anterior. Con Nierenstein, otro de los miembros, cuenta Ferri que se cruzó en la calle de Lima, pero ambos fingieron no haberse visto.
¿Acaso fracasó el Congreso del Mundo? ¿Fracasó la democracia? Todo, incluida la democracia, es una superstición. ¿Qué habrá pasado en realidad? ¿Qué pasa en realidad? Sólo el lector puede continuar con esta historia y, más aún, con la metáfora de esta historia. Cada quien tendrá que descubrirla y, sobre todo, cada quien deberá descubrirse como un miembro más del Congreso del Mundo.