Uno de los problemas del mundo actual en especial de la universidad, es cómo dar cuenta de modo humano y abarcable, de la gran acumulación de saber objetivo producida en los últimos cien o doscientos años.
La especialización de las ciencias y de los saberes ha trascendido ya el ámbito puramente académico. Existe especialización en casi todas las actividades humanas, también en las no científicas: revistas, tiendas, automóviles, computadoras… todo en nuestra sociedad alcanza un grado de complejidad que hace necesaria una especialización, pequeña o grande, para desempeñar cualquier actividad con competencia. Hay mucho saber objetivo en cada cosa: se requieren instrucciones de manejo para resolver la complejidad y sacar el rendimiento contenido en cada artefacto o función.
En los saberes universitarios, la división del trabajo ha hecho que la investigación científica sea inmensa, y que cualquier tema exija una labor muy seria de documentación y estudio previos.
De ahí surgen multitud de problemas que preocupan a las autoridades universitarias: el prestigio de cada departamento, la formación de los investigadores, la interdisciplinariedad que permita a los estudiantes una visión sintética y a los especialistas un diálogo fecundo…
Pues bien, enuncio algunas claves para entender nuestro mundo.
PRIMERA: SABER DESPERSONALIZADO
El hombre de hoy con frecuencia está perdido en el anonimato de la gran masa de saber objetivo acumulado, y gasta buena parte de su vida, como trabajador del conocimiento o investigador, en ser una pieza diminuta dentro de esa gran masa, hacerla crecer o aplicarla técnicamente en condiciones viables. Resulta muy difícil enfrentarse a ese artificio sin caer en la perplejidad o convertirse en una pieza inerte de él.
El saber está despersonalizado; no depende de nadie en concreto, está ahí, sin más. Algunos dominan una parcela más o menos ancha de él, pero es el saber objetivo el que tiene el máximo poder, pues su misma objetividad se impone y determina cómo ha de ser el trabajo y la vida de los hombres y mujeres insertos en él.
¿Qué le falta al saber científico y técnico? Su radicación personal. ¿Por qué se vuelve amenazador? Porque está deshumanizado y es grande. ¿Por qué el hombre sólo puede acceder a él de modo muy sectorial? Porque es complejo, despersonalizado y grande, tres puntos que se pueden predicar del saber objetivo y en consecuencia, de nuestro mundo en general.
La enseñanza universitaria debe proporcionar algo más que un conocimiento de tareas especializadas convertidas en un título y capaces de proporcionar un puesto en el gran sistema funcional de la sociedad.
Una visión global de la ciencia ayuda a tener una visión global del mundo en que se vive. Esto quiere decir: respuesta a los problemas e implicaciones últimas contenidas en ella, capacidad de integrar unitariamente todo el saber y dotarle de un sentido, más allá de él. Sólo la persona puede poner unidad y sentido trascendente al propio saber.
SEGUNDA: COMPLEJIDAD INTELECTUAL
Complejidad y sencillez son dos categorías imprescindibles para entender el mundo de hoy. Entender la complejidad es sencillo pero no fácil, porque la realidad es sencilla, aunque el mundo es complejo.
«Lo pequeño es hermoso», decía Schumacher. Esta idea se aplica más propiamente al mundo de los artificios humanos que a la naturaleza, donde la grandeza es natural.
La grandeza del artificio es poco humana porque no tiene límites necesarios ni centro vital. Puede crecer indefinidamente. Los seres vivos no son así. El saber objetivo participa de este gigantismo moderno del artificio humano. Nos resulta artificialmente grande, incluso amenazador.
El mundo es complejo, y el intelectual lo es especialmente. No se puede entender desde un único punto de vista ni desde un esquema reduccionista, ni con unos pocos conceptos en los que artificiosamente se encaja la rica pluralidad de lo real o de lo sabido.
La necesidad de una explicación coherente del mundo empuja a todos los hombres a formar un esquema en donde encajar sus experiencias vitales e intelectuales. Ese esquema suele sacarse de la propia experiencia intelectual y vital. Cuando es cerrado, no crece ni se enriquece: todo se reduce a él.
La actitud propiamente universitaria o genuinamente filosófica, es tener un esquema conceptual y vital abierto a un enriquecimiento progresivo que no desprecie ningún rincón de la compleja realidad humana y de sus manifestaciones.
Todas las épocas humanas han estado llenas de reduccionismos, pero la edad moderna es especialmente proclive a ellos. El reduccionismo es un esquema prematuro y cerrado de interpretación de la realidad. Hay ejemplos paradigmáticos, como Marx o Freud, pero la actitud reduccionista es casi universal. Incluso el escéptico es reduccionista, porque se jubila de cualquier interpretación de lo real dándola por imposible.
La actitud propiamente universitaria o filosófica es laborar pacientemente en una explicación de lo real no esquemática ni reduccionista. Hay que tener casillas para todo y unificarlas. Por eso es una tarea tan larga como la vida: siempre hemos de estar aprendiendo.
El trabajo intelectual ha de guardar un equilibrio difícil entre la sencillez y la complejidad; lograr una síntesis de ambas. Aunque parezca paradójico, la complejidad se simplifica si la actitud ante ella no es reduccionista, sino abierta.
Uno de los modos de hacer sencillo lo complejo es contarlo. La narración guarda una estrecha cercanía con la condición humana más radical: ser una biografía en el tiempo. Lo genuinamente humano se despliega como historia, y ésta puede ser contada. Hay más realidad en una mosca que en la mente de todos los filósofos, decía Tomás de Aquino. Cuánto más en una persona.
Pues bien: la persona se manifiesta en sus actos, palabras y gestos. Y todos ellos pueden ser dichos abstractamente, pero cuando son narrados expresan más cercanamente el manantial del que nacen, porque la persona es biográficamente. La narración es el modo en que los hombres se transmiten su propia identidad unos a otros, pero una historia sólo puede ser contada si hay silencio. Para escuchar no basta estar callados, hay que tener quietud interior.
Lo dicho hasta aquí no es más que un planteamiento muy somero de dos aspectos relevantes del mundo actual. Existen otros muchos desde los que puede abordarse el diagnóstico que buscamos. Concretamente abordaré la crisis de dos conceptos que explican en parte lo dicho hasta ahora, la crisis de las nociones de verdad y espíritu.
TERCERA: RELATIVISMO DE LA VERDAD
Ha cundido una mentalidad según la cual la verdad no puede ser algo universal capaz de desafiar el paso del tiempo, válido para todos los hombres. Semejante «imagen» de una verdad absoluta recuerda los esquemas sistemáticos de la edad moderna: visiones omnicomprensivas de la realidad que parten de un principio indubitable y desde él generan un sistema de verdades «científicamente» probadas que explican todos los fenómenos humanos y físicos. Pocos se apuntan actualmente a semejantes dogmas.
El relativismo de hoy está en buena parte fundado sobre un falso dilema entre una supuesta verdad absoluta y la libertad. Una verdad absoluta sería algo que la autoridad me impone, sin fisuras ni flancos criticables, perfectamente monolítica en su redondez. Efectivamente, sería algo abominable, pero late ahí un equívoco; es una pseudo-idea.
Lo que llamaré relativismo es una actitud teorizada que, esencialmente, es crítica. Criticar es poner en tela de juicio cualquier aserto tenido por inamovible. La actitud crítica de los ilustrados frente al mundo de su tiempo forma parte medular del siglo XX. En efecto, hay demasiadas desgracias en el mundo para conformarse con ellas y no ser crítico.
Afirmar que puntos de vista diferentes contienen siempre verdades razonables, es distinto a sostener que no hay verdad universal.
La auténtica verdad es universal, pero no absoluta. Son dos cosas distintas.
La confusión de verdades absolutas y verdades universales se debe a un defectuoso conocimiento de los pensadores clásicos, a los que se interpreta como si fueran sistemáticos, es decir, modernos. Esto es fabricarse un adversario inexistente, «a la medida».
Una cosa son las verdades de la ciencia y otra mis criterios prácticos de conducta, basados en una libertad de conciencia que nadie me puede quitar. Ciertamente, aceptar que la ciencia es un conocimiento válido, aunque sea provisional, es bien diferente de sostener que todos estamos de acuerdo en lo que es bueno y malo. Lo primero es una verdad teórica, lo segundo una verdad práctica, y como tal, es contingente, mudable y accesoria.
La cuestión del relativismo estriba en negar las verdades universales, tanto teóricas como prácticas, pensando que son absolutas. Veamos algunos ejemplos de tal actitud:
1. En la vida cotidiana podemos encontrarnos con personas que piensen: «Admito que la ciencia descifra el lenguaje del universo. Incluso admito ciertas verdades últimas sobre la existencia humana; llámalas Dios, si quieres. Pero no me parece posible extraer de ahí consecuencias que comprometan mi libertad, mis creencias y mi conducta. El margen de pluralismo es demasiado ancho como para pretender un consenso general sobre la mayoría de las verdades humanas. La libertad y criterio individual ha de decidir en cada caso. Debemos respetar absolutamente esa libertad». A esto lo llamo relativismo 1: admite ciertas verdades «de fondo», es decir, válidas para todos, pero son, por decirlo así, «neutras». No tienen consecuencias necesarias para mis opciones prácticas porque la libertad es hegemónica de hecho. Hay verdad, pero es débil. La libertad y autonomía del sujeto son el criterio de lo bueno y lo malo.
2. Un poco más radical que el anterior, un relativismo 2 sonaría así: «Admito que la ciencia descifra el lenguaje del universo, pero no me parece posible establecer verdades absolutas, universales o definitivas. Respecto de mis creencias y mi conducta, es mi libertad, y en consecuencia mi criterio autónomo, la verdad última de la cual las demás se derivan». Sería un relativismo intermedio, según el cual, por así decirlo, hay sólo «zonas» o «fases» de verdad: las que la ciencia alcanza. Fuera de ella no hay verdad, sino tradiciones y cultura: educación. Cada una de estas tradiciones es irreductible a las demás. Lo bueno y lo malo son cuestión de mentalidad. La ciencia puede construir verdades, pero nunca se puede llegar a conclusiones definitivas: los problemas no admiten solución de una vez por todas. Las palabras «absoluto» y «universal» están borradas del diccionario.
3. La forma más radical y áspera es el relativismo 3, que vendría a decir: «Mi conocimiento del universo es un islote separado del conocimiento de mis semejantes. Es una parcela de sentido creada por mí y sólo para mí. Es imposible e inútil tratar de conectar los diversos “átomos de conocimiento”, las vidas y las mentes humanas. El universo, como tal, no tiene sentido. Yo lo sitúo en aquello que hago, y no puedo trasladarlo a otros. El diálogo es una ilusión». Es el relativismo que propugnan algunos pensadores posmodernos del llamado «pensamiento débil»: la verdad universal ha sido un sueño maldito, inventado por Platón; ha llenado la cultura occidental de dogmatismos y vanas ilusiones. Esta postura conecta muy fácilmente con una larga tradición de irracionalismo, existencialismo y nihilismo, desde Nietzsche hasta Sartre. Son las posturas extremas: lo bueno y lo malo es mi voluntad.
El relativismo se mueve en dos planos, el teórico y el práctico. El problema principal no es su formulación teórica (los tres ejemplos anteriores) que da lugar a complicados debates sobre las relaciones entre verdades teóricas y prácticas, sino la insospechada vigencia social que hoy tiene.
El relativismo no sólo es una actitud corriente, sino un criterio práctico que tolera cualquier tipo de conducta y suprime la noción de norma estable ante la que la libertad deba detenerse. Hablo de la conducta moral desvinculada de cualquier otra institución que no sea el Estado.
CONMOVERSE ANTE LA VERDAD
Trato ahora de resaltar algo tan sencillo como el sentido de la verdad. Imaginemos por un momento que la verdad universal exista: sería una suerte de conformidad de las cosas consigo mismas. Imaginemos además que nuestra mente es capaz de descubrir esta coherencia interna del universo (lo admiten muy fácilmente los físicos; a Einstein le gustaba mucho hablar de ello). Eso querría decir que la verdad no es una creación de mi intelecto, una suerte de evidencia con la que yo me satisfago a mí mismo en mi ansia de seguridad racional; sino que el universo tiene un sentido, una lógica que puedo descubrir.
Es una discusión apasionante para los científicos. Ni con mucho están de acuerdo. Estamos ante la noción de finalidad.
Si el universo tiene una lógica, entonces hay un proceso. Si hay un proceso, surge un sentido cuando el proceso culmina. Las cosas desembocan en algo: no son puro azar. La verdad universal es interna al universo mismo, y yo tengo acceso a ella. Mi capacidad de razonar es, si se me permite el símil informático, el password que me abre el fichero codificado del cosmos. Pero el software está allí. ¿Quién lo ha puesto?
Este planteamiento tiene indudables ventajas. El universo y la historia se convierten en algo unitario que puedo entender. El esfuerzo intelectual de la humanidad no sería un intento discontinuo de creación de sentido en un mundo que no lo tiene, sino la historia del descubrimiento del sentido del universo y de la propia vida, de la historia y libertad humanas; podemos entender a los demás porque ellos buscan lo mismo que nosotros: la lógica del mundo.
Admitir la verdad universal sucesivamente descubierta, como una tierra ignota que va siendo explorada y colonizada, permite algo extraordinariamente interesante: la inspiración de mi libertad. Cuando descubro la verdad se pone en marcha mi capacidad creadora, porque me conmuevo. El hombre y la mujer encuentran en la verdad un arranque a su capacidad reproductora y artística.
Primero porque la verdad hay que decirla, expresarla, formularla. Es una tarea ingente que los hombres de todos los tiempos han procurado llevar a cabo. Después, porque hay que reproducir la verdad, crear su réplica. Es el sentido más alto de toda creación artística: expresar la verdad en una obra artística nueva. Y en tercer lugar, la verdad inspira, y la inspiración empuja a poner por obra la verdad, a actuar conforme a ella.
La tarea de mi vida, mi libertad, es una creación y recreación, desarrollo y réplica de la verdad que yo he sido capaz de encontrar. La verdad tiene un marcado carácter de acontecimiento: algo me sale al encuentro y me afecta profundamente. Me siento entonces en la necesidad de responder, de actuar en consecuencia. En definitiva, me hago cargo de la verdad, me sitúo ante ella porque ella se sitúa ante mí: me encarga una tarea que me queda encomendada. La verdad no es plena si sólo se conoce y el hombre no la ejerce y plenifica. No se trata sólo de entenderla, sino de llevarla a cabo, de vivir la vida humana desde la inspiración que la verdad inocula. La verdad y la vida humana se necesitan mutuamente para quedar cumplidas.
Decía Platón que la verdad es el deseo de engendrar en la belleza. Este pensamiento apunta en esa dirección: la verdad es bella, y despierta mi deseo de expresarla y reproducirla. Es un hecho muy claro en la vida de muchos hombres grandes y pequeños que una verdad muy claramente vista en un momento ha marcado el rumbo de su vida de modo definitivo. Las grandes gestas humanas (artísticas, religiosas, políticas, intelectuales…) son fruto de la inspiración que la verdad ha puesto en las vidas de sus protagonistas.
Pero el mayor encuentro con la verdad tiene carácter personal. Encontrarme con una persona me inspira más que encontrarme con una piedra o un río, un paisaje o una escultura. Y entiendo aquí inspiración como impulso para ejercer mi libertad tratando de reproducir y expresar la verdad con la que me he encontrado. El encuentro con una persona puede ser máximamente inspirativo, porque no es algo inerte: me puede responder si diseño mi vida y mi libertad inspirándome en ella, aceptándola como parte de mi propio proyecto.
La verdad llama, tiene voz. Es alguien que yo soy capaz de oír. Es lo que algunos llaman vocación. El encuentro personal es la máxima verdad, porque despierta las energías humanas más nobles: las que proceden de mi capacidad de dar. Negar que la verdad existe es negar la mayor parte de la grandeza del hombre.
Suprimir la verdad es suprimir la inspiración, el arte, e incluso el ejercicio de la libertad. La verdad es demasiado grande para ser vista como algo puramente intelectual; es, por así decir, un elemento constitutivo de la vida humana. Todo hombre tiene su verdad inspiradora. Si adopta una verdad recortada, baja, su inspiración será del mismo calibre. La verdad enciende las alas de las dormidas capacidades humanas. Por eso las gestas son tan decisivas para la humanidad. Expresan la máxima tensión de conquista, de esfuerzo, de expresión de una verdad captada.
El hombre no puede vivir sin la verdad. Carecería de inspiración y sin ésta la libertad no se despliega. Queda inédita. Con la alegría ya estoy añadiendo algo a la verdad encontrada y llevada a cabo. Y añadir es prerrogativa exclusivamente humana. No es extraño que un mundo relativista sea triste. No puede concebir la verdad como un encuentro y un encargo recibido. Por eso se sustituye por un tratamiento técnico de la verdad, en el que sólo cuenta el resultado, el éxito de la eficacia. Si lo que nos interesa es la pura estadística, ¿dónde queda el sentido de la aventura, la emoción, la alegría? En ninguna parte. El resultado, una vez conseguido, deja paso al vacío, no deja nada tras de sí: una formulación abstracta, una estadística, un curriculum.
CUARTA: EL MATERIALISMO EXTENDIDO
Hasta cierto punto podríamos compartir la sorna de Cajal cuando dijo, al parecer, que nunca había visto el alma a través del microscopio. Pretender, en efecto, que por un lado están cuerpo, cantidad, extensión, átomos y materia (res extensa), y por otro pensamiento y espíritu (res cogitans) totalmente limpios y autónomos, es seguir siendo cartesiano. Es dualismo.
La res extensa es mensurable, experimentable, corporal, física, espacial, temporal, científica. Nada tiene que ver con cualidades, sentimientos, fines, intenciones, el bien y el mal, que pertenecen al ámbito de la res cogitans. Descartes nos hizo el mal favor de separar la materia y el espíritu, como realidades mutuamente impermeables e incompatibles. Esta sima infranqueable no existió en el pensamiento clásico. En él, lo corporal y lo mental o espiritual formaban una unidad pluriforme, mutuamente condicionada, recíprocamente influida.
El intento de los filósofos modernos fue resolver el dualismo. La historia es compleja, pero apasionante. Al final, la apuesta por la res extensa generó mil versiones del llamado materialismo. En esencia consiste en establecer como única realidad la materia. El espíritu hizo crisis. En verdad era una versión del espíritu bastante difícil de mantener: autosuficiente, con tendencia a ser absoluto, como sucede en Hegel.
Los últimos siglos están llenos de sistemas de pensamiento que pacientemente se esfuerzan por reducir todas la realidades culturales y antropológicas a epifenómenos de la materia. Podemos mencionar dos ejemplos que hacen ver que una buena parte de nuestra sociedad piensa así (y no por eso deja de ser un colosal reduccionismo):
1) No podemos aceptar el dualismo: es decimonónico, plantea más problemas de los que resuelve y, desde luego, es incapaz de estar a la altura de los estudios científicos actuales acerca de la relación mente-cuerpo. La neurociencia, la psicología cognitiva y otras ciencias afines tratan de responder qué son los contenidos del pensamiento. Un sector no pequeño de estudiosos responde: funciones cerebrales. Pero tienen que hacer un esfuerzo titánico para demostrarlo y no dan con la solución, porque continuamente surgen nuevos problemas, en especial cuando se tratan de explicar los actos libres.
¿Cómo demostrar que el amor de un hijo a su madre es un condicionamiento psicológico, que la alegría es una secreción? ¿Cómo un poema puede ser un puro juego lingüístico?
2) La evolución es un hecho científico abrumadoramente demostrado. La esencia de este hecho reside en que de formas menos evolucionadas de vida surgen otras más evolucionadas. Permanece aún inexplicado el mecanismo que produce esas mutaciones. Lo que es inaceptable científicamente, es poner como causa una intervención divina que cree las especies en cada caso, omitiendo así la evolución. El proceso evolutivo es lo que da origen a los seres vivos y al hombre, que no es más que una forma superior de organización vital. Carece de sentido plantearse la pregunta por una causa extrínseca a este proceso.
Son dos cuestiones amplísimas: la relación mente-cerebro, y el origen de las especies y el hombre. Temas en los que abunda una mentalidad y un planteamiento según los cuales no hay lugar para un espíritu que se añada a la materia, la informe, impulse y modifique.
Pero el espíritu no hemos de entenderlo como Descartes, sino como un plus, un más allá de la materia, un dinamismo que la informa, pero sin agotarse en ella. La materia no está cerrada sobre sí: en el hombre hay un núcleo irreductible que la trasciende.
El mecanismo esencial del materialismo es la reducción de las realidades humanas, en el más amplio sentido de la palabra, a procesos físicos. Se podría responder que procesos físicos no quieren decir secreciones; eso sería una especie de mecanismo brutal y decimonónico, como si todo fueran átomos al estilo de Demócrito.
Las cosas son más complejas. En esta línea podríamos desarrollar una defensa de lo que llamaríamos materialismo funcional, una explicación de la realidad que niegue el dualismo y funda la res cogitans con la res extensa. Pero al final, nos encontraríamos siempre con la doble característica que afecta a todo materialismo, crudo o sofisticado:
a) El reduccionismo de explicar realidades complejas por realidades sencillas que nunca pueden contener ni dar origen a aquéllas. Es decir, explicar el conjunto del universo y del mundo humano desde un único punto de vista, simplificador y omniabarcante: la res extensa. Tal sería el caso de la alegría como pura reacción psicológica. En otras palabras: la ciencia no puede explicarlo todo. Hay realidades que están más allá de la experimentación. Por tales entiendo el espíritu.
b) El determinismo de negar la libertad humana y explicar sus manifestaciones y obras como condicionamientos de cualquier tipo. El materialismo es siempre determinista: no puede admitir que las cosas existan porque a alguien le da la gana. Ser crudamente determinista es incluso cómico, como Chesterton plasmó en las inolvidables páginas de su obra Ortodoxia. Pero el determinismo puede formularse también diciendo que los modelos de inteligencia artificial son simuladores válidos de la inteligencia humana, o de mil modos. Lo que nos interesa es su conclusión acerca de la libertad: la niega parcial o totalmente.
Negar la libertad es negar una abrumadora experiencia, negar al hombre mismo. Es ciertamente un peligroso dogmatismo.
ABRIRSE A LO INÉDITO
El amplio panorama de las doctrinas deterministas o reduccionistas no se limita a los ámbitos académicos, como es evidente. En la vida real también tienen sus aplicaciones. Es el materialismo que podríamos llamar práctico. Éste es una mutilación de dimensiones esenciales de la vida humana.
Conocer a quienes conviven conmigo, discutir los problemas políticos de mi ciudad o nación, participar en ellos en la medida en que me dejen, contemplar la naturaleza sin ánimo de «performance» o «récord», escribir cartas y poemas, inventar artefactos a base de experimentar, construir adornos para mi casa, cantar, conocer el folklore de mi pueblo y bailarlo… son actividades que están más allá de mis intereses biológicos.
Comer, dormir, toser, operarme de apendicitis, comprarme un coche, coserme los botones, dar de comer al niño, limpiar mi casa, bañarme, levantarme un día y otro, abrigarme en invierno y refrescarme en verano, en suma, afrontar la rutina de vivir, es algo que me viene dado: una necesidad. Son operaciones cíclicas en las que consumo lo que necesito y son subsumidas en la corriente del mundo natural como parte inevitable de la vida.
Podemos preguntarnos si la vida moderna tiende o no a reducir al hombre a puro biologismo cuando desprecia la duración de las cosas fabricadas, el arte con que están construidas, la racionalidad y sus manifestaciones, el estudio del pasado y de las tradiciones propias, la verdad como algo estable que está por encima del tiempo… En cambio tiende a convertir el mundo en un enorme proceso en el que no hay nada estable salvo la función que cada cosa y persona desempeñan, hasta confundir las tres en un macroproceso global. Tiende también a exhibir las operaciones físicas humanas como biología meramente natural, ajena por tanto a toda vergüenza.
El nuevo bárbaro es el hombre y la mujer convertidos en animal, que solamente viven el ciclo de sus necesidades vitales perentorias. Esto se llama biologismo: exclusivismo y primacía de la vida biológica, con su característico necesitar y consumir. laborans
Si el hombre y la mujer no trascienden su vida física, sus actos no permanecen, no se desvinculan de la necesidad ni adquieren carácter propiamente humano. Lo que desafía el paso del tiempo y forma la riqueza y el depósito de una comunidad pierde su lugar propio: el ámbito de la acción y el trabajo verdaderamente humanos no llegan a constituirse como tales. La sociedad está sumida en sus propias necesidades inmediatas. Todo se juzga en función de un resultado consumible.
Hay una estrecha vinculación entre la sofisticada sociedad de consumo y el regreso a una forma completamente primitiva de vida humana: aquélla en donde la libertad enmudece ante la necesidad de un continuo proceso de satisfacción de necesidades.
Nuestra sociedad ha hecho del consumo el bien por excelencia. Si consumir es una característica esencial del animal, que nada es capaz de salvar de su ciclo vital, la sociedad de consumo sería un gigantesco sistema artificial de vida, porque identifica al hombre con sus necesidades biológicas. La vida queda desvinculada de las referencias culturales, que tienen un carácter normativo y ritual para las operaciones vitales. Esto no es hedonismo, es biologismo y barbarie ignorante desprovista de espíritu.
Entender el mundo es una tarea compleja. Exigiría desarrollar otras claves que aquí no he podido siquiera mencionar. Si recuperamos la noción de verdad y la noción de espíritu, y desde ahí desarrollamos una adecuada interpretación del acercamiento intelectual a la realidad, podemos dar cuenta de esa complejidad de un modo sencillo: radicándolo en la persona y abriéndonos a lo inédito que nos brinda. (Conferencia dictada en la Universidad Panamericana. Marzo, 1993). hace una distinción entre labor (las acciones propias del vivir biológico), trabajo (construir artefactos duraderos que escapan al tiempo y construyen un hábitat humano dentro de la naturaleza) y acción (aquellas actividades humanas que se dirigen a los demás hombres). Dice que la edad moderna ha operado un gigantesco reduccionismo (me atrevo a calificarlo de materialismo) que conforma la sociedad en que vivimos: subsumir la acción y el trabajo en la labor. El hombre no sería entonces más que su vida; toda la actividad humana sería vital, biológica, necesaria para sobrevivir, pero efímera en el conjunto de la naturaleza., el materialismo como teoría ha crecido sobre el cadáver de la noción de espíritu. Esta noción está desprestigiada entre nuestros contemporáneos porque la imaginan como una especie de gas tenue, diferente a la materia, que escapa de la realidad mundana, pero lleno de virtualidades casi milagrosas. Los ingleses lo llaman the ghost in the machine, el fantasma del alma en la máquina del cuerpo.