Cuando acudí por primera vez a ver una obra de Elena Garro yo me ocupaba de cubrir la sección de Crítica Teatral en La onda, uno de los suplementos culturales de Novedades. Aunque era joven, mi amor por el teatro ya me ganaba el alma desde los años en que mi padre me descubriera a los grandes dramaturgos de los Siglos de Oro. Fuimos juntos. Se trataba de Los perros, obra en un acto. Tomamos nuestros lugares y luego de hacerse la oscuridad descubrimos a Manuela, una mujer indígena de edad indefinida palmeando una tortilla. A su lado un fuego encendido y sobre él un bote de petróleo donde se cocían elotes. Al fondo de la habitación otro fuego y sobre él un comal. Manuela estaba arrodillada sobre el piso de lodo seco echando las tortillas de espaldas al público. Desde el primer parlamento el lenguaje de Manuela me sorprendió.
«A estas horas ya deberíamos ir subiendo al monte. Tanto estar en la curva del año, esperando esta fecha, y cuando llega, se nos escurre entre los dedos, se nos pierde entre los pies y los pasos. ¡Mira, ya están todos dentro del veintinueve, sólo nosotras andamos por sus orillas! ¡Desgraciado el que se quede fuera de los días señalados, porque será señalado por la desgracia!».
La sencilla pureza de estas metáforas, el modo como el personaje se refería a los días con alusiones cromáticas o acústicas y su inquebrantable espíritu agorero cargaba el aire de tragedia y nutría a los diálogos de una conmovedora magia poética.
Entra a escena Úrsula, su hija de 12 años; viene descalza, desgreñada, con falda y blusa viejas. Se acomoda junto al bote de petróleo y comienza a menear los elotes con expresión de tristeza. «No quiero oír el silencio de la fiesta, ni quiero ir a la fiesta». A lo que su madre le responde: «¿Quieres quedarte afuera de este día? ¿Quieres que sigamos caminando días descoloridos, días en los que sólo cae tierra sobre mi cabeza? Tú, mi única hija, quieres quedarte en ellos, dándoles vuelta como la mosca en la llaga del perro».
Los días cobran matices nuevos a cada palabra de Manuela:
«No quiero que los días pasados ahoguen a los días nuevos… En el monte ya están las enramadas. A las doce de la noche se descorrerán los velos y veremos los días rojos que nos aguardan. Cuando los veas en fila, subiendo hasta los cielos, échate encima de ellos y agarra uno, el que más te guste, y en él escribe lo que quieras que sea tu vida y así será».
Pero Úrsula tiene miedo porque «el pueblo está lleno de agujeros; la feria también está llena de agujeros». El Oráculo es su primo Javier, cuando llega a advertirla. En una suerte de Crónica de una muerte anunciada, este personaje masculino condensa con su lenguaje la tradición que ha convertido a la mujer mexicana en una persona violada, marginada y abusada, desde la aceptación de suyo trágica por inexcusable del maltrato violento que deberá recibir con objeto de mutilar «a tiempo» su capacidad de decidir, de ejercer su libre albedrío, hecho éste último que la facultaría para hacerse en el futuro digna de respeto o de «temor».
Con una economía del lenguaje sorprendente, Elena Garro consigue con estos diálogos expresar de forma bella y estrujante un atávico fenómeno social, aún vigente, propio de la ignorancia, la impunidad y el alcoholismo del más típico machismo mexicano. Y como telón de fondo, el silencio…
«Jerónimo te va a robar esta noche.
«¿Y para qué me quiere robar?
«Te quiere para mujer, así lo dijo.
«¿Para mujer… a mí?
«Así lo dijo. “Me gusta la mujer tiernita, no me gustan las macizas”. Ya se habló con los Tejones y ellos quedaron conformes en ayudarlo. Tú sabes que nunca falta quien te ayude en los caprichos. Y Jerónimo anda encaprichado, le salían vapores por los ojos.
«¡Primo Javier, ve y dile que me deje aquí en mi casa! ¡Díselo Javier, quiero quedarme en mi casa! ¡Quiero quedarme en mi casa! ¡Quiero quedarme con mi mamá!
«¿Cómo quieres que le diga lo que él no quiere oír? Ninguna palabra sirve para borrar un capricho. (…) Por eso vine a avisarte. Lo vi muy enardecido, a estas horas ya se fue a beber con los Tejones.
«¿Tiene los ojos borrachos?
«Sí. Bebe para emparejarse las fuerzas. No es tan fácil robarse la cría. Algo le ha de decir que anda torcido en sus deseos.
«Ve y dile que me deje aquí en mi casa…
«Serían mis últimas palabras y a ti de nada te servirían. Ya es hombre hecho, ya trae sus designios formados. ¿Quién puede entrar en sus adentros? Mis palabras rebotarían como piedras sobre piedras. ¡Fíjate que ya hasta traen los sarapes con que te van a envolver!
«¿Y para qué me van a envolver?
«Para atajarte los gritos. Vamos a suponer que tus gritos traigan gente, al malhechor le gusta el silencio y Jerónimo no quiere equivocarse en la maldad.
«Entonces, ¿qué, si me agarran me quedo callada? ¿No digo nada?
«Nada…
El drama va tejiendo su urdimbre. Como insecto en el centro de la telaraña, Úrsula se revuelve nerviosa entre preguntas que conjuren su desgracia; sin embargo el tono sentencioso de Javier reduce a quimera cualquiera de sus esperanzas infantiles.
«Javier, ¿para qué me quiere Jerónimo?
«No seré yo quien te quite la inocencia. Es un grave pecado. Es peor que arrancarle la piel a un niño, a un viejo lo sacas de su pellejo como de un vestido, en cambio el niño está bien pegadito.
«¿Jerónimo me quiere arrancar la piel?
«Eso quiere. Dejarte en carne viva, para que luego cualquier brisa te lastime, para que dejes tu rastro de sangre por donde pases, para que todos te señalen como la sin piel, la desgraciada, la que no puede acercarse al agua, ni a la lumbre, ni dormir en paz con ningún hombre. (…) Jerónimo trae tu desdicha adentro de los sarapes, para que nunca más vuelvas a ser niña, ni gozar del agua y de la fruta. Para que nunca llegues a ser mujer lucida y temida de los hombres. ¿Sabes lo que es la mujer desgraciada?
«No… no lo sé…
«La que tú vas a ser después de esta noche. La mujer apartada, la que avergüenza al hombre, la que carga las piedras y recibe los golpes, la que apaga la lumbre en la cocina con sus lágrimas…
En la respuesta de Úrsula se percibe uno de los cabos del viaje circular que la mujer recorre en este trágico cuadro social.
«Mi mamá…
«Sí, tu mamá… ¡Bien fregada! Por eso de los días no le quedan más que las piedras y las hambres. Del gozo nada le toca y ningún hombre la teme.
«¿Qué busca de mí Jerónimo?
«Busca cortarte del mundo…
«Díselo a mi mamá…
«Díselo tú, a mí me costaría la vida… Ya me voy primita Úrsula, te dejo en tus doce años, ojalá y que mañana amanezcas en los mismos.
A partir de este momento es Manuela quien comienza a jalar el otro cabo del ovillo. Inexplicablemente escéptica ante el aviso de su sobrino, su horrible confesión despliega ante el espectador un intimidante juego de espejos donde al menos tres generaciones de mujeres conocieron el horror. A la reiterada pregunta de Úrsula, «¿Para qué me quiere Jerónimo?», su madre le responde:
«¡Para nada! ¡Mala suerte tendrías! ¡Más arrastrada que la mía! Nunca te lo dije para que no te dibujaras en lo que yo fui. Pero ahora te lo digo; así estaba yo, tan tiernita como estás ahora. No sabía lo que era ser mujer y apenas servía para darle de comer a las gallinas, cuando Antonio Rosales, el que después fue síndico de Los Lagos, se fijó en mí. «¡Manuela, Manuelita!, ¿quieres saber lo que es un hombre?». Y yo corría y me subía al guayabo de mi casa… Y mi mamá, que en paz descanse, rondaba el árbol y me tiraba de pedradas para que la ayudara en el quehacer…
Paulatinamente, Manuela, mientras habla, mete en el tompiate las tortillas que retira del comal. Úrsula plancha su vestido nuevo. Las dos dan la espalda al público en un movimiento lento, profundamente elusivo, dolorosamente circular.
«Una noche me sacó Rosales de mi casa. Más bien no fue Rosales, fueron “Los Otilios”, conocidos por mal nombre “Los queditos”, porque cuando caminaban parecía que no pisaban, ni sentí cuando me envolvieron la cabeza en un sarape… con todo y que Hipólito mi primo, había venido a prevenirme…
Amparadas en un ingenuo providencialismo, las mujeres esperan que su suerte cambie… que Dios no quiera para sus hijas el mismo azogue en el espejo; y si fuera inevitable, entonces no nombrar la desgracia, no llamarla con palabras, no pronunciar el nombre del malvado, no decir, no decir, siempre callar…
«Por qué habías de tener tú la misma mala suerte? Dios no permitirá que heredes mis sufrimientos.
«No. ¡No lo puede querer!
«Por eso te decía que no nombraras a Jerónimo. Y por eso te cuento ahora lo que fui, para borrar con mis palabras las tuyas.
«Sí, mamá, borre mis pensamientos y mi miedo.
«Nada más me sacaron de mi casa y conocí el sufrimiento. Me llevaron por el corral y noté que los perros estaban muy silencios. Uno de “Los Queditos” dijo: “Ahí están babeando sangre, fue más fácil darle a ellos, que sacar a esta mocosa”. Y yo en mis adentros los vi tumbados entre las piedras, con las patas trozadas a machetazos. Y así fue, porque después de muchos ruegos Rosales me lo contó. Y mis lágrimas nada más corrían por el “Saturno” y el “Orillas”. Y los hombres se fueron saltándose las cercas, Hipólito les abría camino y me sacaron al campo. Allí me desataron y me entregaron al mismo Antonio Rosales.
Manuela entonces habla del execrable abuso, del machetazo en la barriga, de la sangre derramada, de los golpes con la culata de la pistola, que se extendieron por espacio de siete años. Para cerrar la obra, Elena Garro pone en boca de Manuela la historia de su madre que fue la misma, de idéntica crueldad.
«Siete años duró su búsqueda, pues nadie le daba razón de mi paradero. Cuando me halló estaba muy vieja, con las ropas y los pies rajados de tanto andar. Ni lloramos, nada más nos quedamos mirando, mientras tristes pensamientos se nos iban y venían. ¡Así será la suerte de la mujer, por estas tierras de Dios!
En magistral cierre, Manuela nos anuncia su propia muerte. Hereda el reflejo de otro cruel asesinato que presenció junto con su hija. Úrsula ha sido robada cubierta por un sarape a la vista de todos los espectadores. Sólo Manuela permanece de espaldas ¿a la realidad? Mientras continúa hablando sola, sin saberlo o sabiéndolo demasiado.
«”La suerte no se hereda si no se nombra”, dijo mi mamá. Y así estábamos hablando cuando Antonio Rosales llegó borracho. Y si te digo que no nombres a Jerónimo, es para que escapes a la desventura de ver a tu madre golpeada por un mal hombre, con las greñas ya blancas, batidas en su propia sangre y los dientes rotos, saliéndole de la boca. Muerta en la puerta de tu casa después de siete años de buscarte. Muerta por el hombre al que nunca quise, y al que tú nunca conociste, y al que ojalá que Dios nunca le enseñe el camino de esta casa. Allí nos quedamos tú y yo, solas junto a la muerta… Y luego, solas, hasta acá nos vinimos, porque Rosales se escapó a la justicia…
Como hipnotizada, luego de comprobar sin demasiada sorpresa que Úrsula ya no está, avanza hasta el lugar que ocupaba su hija. Deposita el tompiate en el suelo, coge el vestido que la niña planchaba y se queda escuchando. Ahora esté frente a nosotros con los ojos perdidos en el horizonte.
«¡Qué silencios, qué silencios están los perros de mi casa! Dios permita que no les mocharan las patas…
¡Qué silencios están los perros de mi casa!..
Obscuro.
Años más tarde tuve ocasión de conocer personalmente a Elena Garro. Fue en Aguascalientes donde se le rindió un homenaje en el marco de la X Muestra Nacional de Teatro. De nuevo iba yo comisionada para cubrir el evento. La impresión que dejó en mí Los perros había germinado en una profunda admiración a su obra dramática, que ya por entonces había leído con avidez. Su delicada figura, sus maneras finas y mesuradas, su suavidad para hablar, contrastaban con el directo y realista lenguaje de algunas de sus obras. Contestó a nuestras preguntas con cálida paciencia lanzando miradas concesivas a los jóvenes que la rodeábamos. Cuando me tocó el turno le pregunté si lo que se ha dado en llamar el «realismo mágico» de sus textos, esa calidad poética de los diálogos puestos en boca de personajes humildes, era resultado de un ejercicio literario. Ella contestó con aire displicente llevándose una mano a la barbilla en actitud de cansancio: «No, yo sólo escribí como me hablaban a mí los indios cuando era niña…».
De Elena Garro aprendí que las circunstancias de vida que envuelven a un escritor (que si fue delatora de algunos líderes del 68, que si denostó a Octavio Paz, que si se autoexilió para generar lástimas, que si tal o que si cual) poco o nada tienen que ver con la grandeza de su obra. A menos de un año de su desaparición, el teatro de Elena Garro se erige entre nosotros como uno de los más dramáticos escritos en español desde tiempos de Sor Juana. Cuando, terminada la conferencia de prensa, me acerqué a pedirle que me autografiara su libro Un hogar sólido, la antología de su teatro, me preguntó mi nombre, se lo dije y después de sonreírme con expresión de lejanía, escribió con mano insegura: «Lourdes, ojalá que el manto de la Virgen que lleva tu nombre, nos cobije a las dos…». Hoy no me queda duda de que en algún lugar de Francia, país que la acogió durante más de veinte años, el manto de la Virgen irradia un poco más de su luz desde que abriga el alma luminosa de Elena Garro…