Al escribir Dilemas, así, en plural, más bien he tenido que enfrentarme yo a mi propio dilema.
No puede existir una ética sin un concepto del hombre. La ética es precisamente el conjunto de principios, criterios, motivaciones y metas que permiten al hombre ensanchar los espacios de sus posibilidades.
¿Quién es ese hombre que la ética se encarga de desarrollar, esponjar y expandir?
Éste es el dilema ético por excelencia, y la causa por la que las éticas en la empresa vayan de acá para allá como palos de ciego.
Lo primero es acertar a definir un concepto del hombre demostrativamente verdadero.
Hace muy pocos años pretender esto, desde los reducidos parámetros del campo mercantil, era imposible. Coincidían en nuestra sociedad diversos y adversos conceptos del hombre que reivindicaban distintos y opuestos sistemas éticos.
Así, Marx tenía un concepto materialista del hombre, supeditado a las necesidades materiales básicas, que no alcanzaría su liberación más que suprimiendo la propiedad privada de los medios productivos. La caída del muro de Berlín puso a la intemperie el error de un concepto del hombre que para serlo requería que nadie tuviese propiedad de nada.
Según Freud, el hombre exigía para su salud psíquica satisfacer sin inhibiciones ni tabúes sus instintos sexuales. Pues bien: nunca el sexo se ha encontrado en un ámbito de mayor libertad y jamás hemos tenido tantos enfermos mentales.
Según Nietzsche, el hombre plenificaría sus posibilidades no sometiéndose a la fuerza de la ética, sino sometiendo a los demás a la ética de la fuerza, y hoy tenemos a la vista la proliferación social de la violencia.
Finalmente, Skinner consideraba al hombre como un animal que habría de ser conducido mediante estímulos exteriores, igual que los animales, y todos podemos ver en las escuelas y en las empresas los efectos contraproducentes de semejante domesticación: los hombres terminamos comportándonos como los animales que Skinner suponía que éramos.
Según hemos visto, los conceptos del ser humano prevalecientes en este siglo o incipientes en el siglo pasado, no han sobrevivido a sus progenitores.
Ética empresarial, ¿un vestido para cada quién?
Hoy día no nos encontramos más que ante un concepto del hombre sociológicamente válido: el concepto judeo-greco-cristiano. O lo aceptamos, o no seremos capaces de construir una ética que se sostenga sobre sus pies. O lo aceptamos, o deberíamos concebir una ética sin concepto del hombre, lo cual recibe precisamente el término de relativismo. Una ética relativista, en donde todo tiene un valor equivalente en la que basta con que el valor sea tenido como valioso por cualquiera es un cuadrado redondo.
Ello no es una afirmación que haga sin respaldo empírico. Es un hecho cultural, que trataré de ilustrar no con una demostración sino con una anécdota.
Una importante compañía transnacional, reunió a sus ejecutivos de casi cincuenta países para su convención de cada año. Decidieron destinar una mañana al tema de la ética en una empresa globalizada. Pidieron meses antes a los destinatarios de la convención que indicaran cuáles eran las preguntas éticas de las que desearían recibir una contestación clara. Resultaron tres preguntas profundas. Y nos dieron a tres profesores de tres distintas escuelas de negocios un mes para preparar la respuesta. La primera pregunta decía así:
¿Debe nuestra empresa poseer una ética globalizada, o ha de adaptar sus principios éticos a los usos y costumbres de cada uno de los cuarenta países en que se encuentra establecida?
Nos hallamos en el panel la doctora Lynn Paine de la Harvard Business School, el doctor Jacobo Needlem, de Stanford University, y un servidor, del IPADE, de la Universidad Panamericana. El hecho de que yo me encontrase en esa situación tal vez se deba no a razones académicas sino a motivos geográficos: la reunión era en Puerto Vallarta, y pienso que me escogieron porque estaba, como dirían los escolásticos, in statu acquisitionis, a tiro de piedra.
Como era lógico, yo tenía preparada la contestación a esta primera pregunta tratando de mostrar que las grandes civilizaciones de la historia las civilizaciones serias, no los esquejes de cultura efímera como los que acabo de mencionar tenían un núcleo duro de principios éticos sospechosa pero invariablemente coincidentes.
La doctora Paine, primera en exponer su respuesta, quien por lo que pude percatarme pertenecía a una confesión cristiana, pero no católica, dijo en síntesis que no se debía de hablar de ética en plural. Que la compañía allí reunida debía definir qué valores no eran negociables y tuvieran por ello vigencia en cualquier país. Si no hacía esa definición de valores no negociables, dejaría de ser una empresa, para dividirse en múltiples unidades nacionales perdiendo su identidad. Porque no era posible una empresa en donde se viviesen varias éticas contrapuestas.
Por su parte, Jacobo Needlem, de Stanford University, que ya por su mismo nombre denunciaba su ascendencia judía, enfatizó en su participación que, bien analizadas, todas las religiones conocidas de la historia, tenían su propia ética, pero sus normas principales eran notablemente identificables con el decálogo bíblico.
Ante ambas exposiciones, y ante el apremio de mi inminente participación, me brotaron dos sentimientos encontrados (lo cual suele a suceder muy a menudo con los sentimientos): desde un punto de vista, me alegraba profundamente que dos expertos en ética de los negocios, respaldados por el nombre de dos de las más prestigiadas universidades del mundo, salieran al paso de un relativismo que yo lamentaba como universal y pujante; pero, por otro, me daba cuenta de que el paper que había preparado con tanta ilusión y esmero no servía para nada, ese paper que dentro de un instante tendría que estar ya leyendo, y que repetiría por tercera vez lo que mis expositores precedentes habían dicho.
Decidí sumarme a su opinión, y, contraviniendo las reglas, contestar a la segunda pregunta de turno.
El dilema que tiene toda empresa para asumir una ética que no ya regule sino inspire su comportamiento, es optar por un concepto del hombre demostrativamente verdadero, y desarrollar a partir de él los principios morales de la conducta.
Dominio propio y trascendencia
En Dilemas éticos de la empresa contemporánea, después de una titubeante y larga reflexión, y practicando dolorosas amputaciones, me decidí por un concepto del ser humano que incluyera sólo dos notas: primera: el hombre es un ser que tiene dominio sobre sí mismo; segunda: el hombre es un ser sometido a un imperioso afán de trascendencia.
Las dos notas están implicadas: por ser dueño de mí, tengo la capacidad de entregarme y trascender en los otros, sea que los otros se escriban con minúscula o haya algún Otro y yo creo que lo hay que deba escribirse con mayúscula, como lo escribiera Octavio Paz.
Estas dos características del hombre son a la par para él una fuerza centrípeta: el centro de mí no está fuera, sino en mí mismo; y otra fuerza centrífuga: mi plenitud está allende mi propio yo: se encuentra fuera de mí. En este sentido el hombre es según lo dice José Ortega y Gasset un ser excéntrico, porque para encontrarse a sí mismo debe salir de su órbita propia, doméstica y egoísta.
Concebido el hombre, la empresa adquiere también un concepto nuevo: no se trata de una red de relaciones mercantiles, sino de una comunidad de personas que se vinculan como tales, como personas, para alcanzar una meta superior a sí mismas o, como se dice ahora, para obtener un valor agregado.
La empresa, pues, no pertenece enteramente al mundo mercantil, en donde todo se cuantifica y se negocia. Su lugar se encuentra más bien en ese ámbito olvidado que Edmund Husserl calificó con acierto de Lebenswelt, que mi maestro José Gaos tradujo como el mundo de la vida corriente, y Max Weber consagró con el título de «comunidades de carácter personal, que son portadoras de relaciones originarias», y han adquirido después una rica heterogeneidad de nombres, expresando lo que Inglehard denominó revolución silenciosa: la empresa, concebida en cuanto comunidad de personas, se encuentra más bien en el mundo de los órdenes primarios de la familia, la vecindad, el gremio, la escuela no estatal ni mercantil, en el que se conserva esa vinculación esencial y ontológica de sangre y estirpe, de comarca o aldea, de espíritu y amistad, en donde las personas están por encima de las cosas, estableciendo lo que Karl Darendorf ha llamado con el sugestivo nombre de ligaduras vitales.
Asombrados por las megatrends, las grandes tendencias de la globalización, hemos llegado a pensar que lo que no puede traducirse bajo los parámetros del Estado, del mercado, el periódico o la televisión lo que se considera como el mundo serio de la vida es lúdico o lírico, jocoso o sentimental, dejando en la cuneta de los desechos esas nobles realidades humanas de las que hay que recuperar sus verdaderos apelativos en los más diversos idiomas: comunidades de unión personal en Joseph Höffner; sociedades de tradición y de carácter, de Alasdair MacIntyre; comunidades del tercer sector, de Jeremy Rifking; grupos de amistad, en Gabriel Chalmeta; organizaciones privadas en Philippe Merland; socialización primaria, en Fabricio Caivano…
Un tratamiento ético adecuado de la empresa, convierte a ésta en un sólido grupo de personas, y no en un complejo conjunto de contrataciones.
Este concepto de empresa que se desarrolla en Dilemas éticos… se encuentra dentro de un poderoso flujo emergente del management del que debemos percatarnos si no queremos quedarnos atrás, que es lo que ninguna empresa quiere.
Socios creativos, innovadores, informados y coordinados
Hace dos años apenas, tuvo lugar en Phoenix, Arizona, una de las reuniones mundiales de la Strategic Management Society, que es, sin duda, la sociedad internacional más importante en el estudio de las estrategias de dirección general. Ahí se presentaron las cuatro mejores estrategias para los negocios de hoy, que se han hecho célebres en el mundo de las organizaciones con el nombre de los cuatro pilares de Phoenix.
La primera, de Prahalad y Hamel, se centraba en la creatividad y la innovación. El segundo concepto, de Tapscott, en las tecnologías de la información. El presidente de Cargill Inc. centraba la tercera estrategia en una organización bien coordinada. La cuarta propuesta, de Schneider, una de las más importantes firmas de transporte terrestre en Estados Unidos, constituyó una verdadera sorpresa: dijo que el escenario estratégico de su compañía era el de tener 16.000 socios; el término empleados ha quedado proscrito en Schneiders. Son socios especialmente porque todos tienen ideas e iniciativas que aportan algo al perfeccionamiento de la organización. Carlos Cavallé, del Instituto de Estudios Superiores de la Empresa, nos relata que uno de los asistentes a la convención, originario de Asia, le preguntó a Schneider en dónde había obtenido esas ideas y cómo se las había arreglado para ponerlas en práctica. Schneider repuso que desde un principio había cimentado su organización en los valores cristianos que aprendió desde pequeño, y que en esos valores las ideas acerca del ser humano ocupaban un lugar central.
Esto nos puede llamar la atención, pero no debería ser así. Es una lástima que muchas empresas anglosajonas, a diferencia de Schneiders, hayan tenido que descubrir los valores de la solidaridad viendo lo que hacen los japoneses.
Hace precisamente cien años, Gioachinno Pecci, más conocido con el nombre de León XIII, recomendaba a los empresarios en su Rerum Novarum, que en las relaciones con sus empleados procuraran establecer no contratos de trabajo sino contratos de sociedad, o al menos dulcificar los primeros con los segundos. Esto, hace cien años. Hace dos, Karla Rapoport afirmaba en la revista Fortune que para disminuir el desempleo habría que «tratar a cada empleado como un socio».
Tengo la seguridad de que León XIII no había leído a Karla Rapoport, pero también abrigo la sospecha de que Karla Rapoport, tampoco había leído a León XIII, pese a esta sorprendente coincidencia.
Que la empresa sea una sociedad de personas, y no una maraña de contratos mercantiles es, digo, una corriente cultural emergente poderosa. Conceptos antes ignorados en el mundo duro y hostil de los negocios adquieren ahora una relevancia tal que merece, cada uno de ellos, un libro entero: El compañerismo (Cristopher Lorenz;la sencillez (Peters y Watherman;la importancia del hombre sobre la técnica (Pascal y Athos;la profundidad, el tacto y el sentido humano (Hickman y Silva;la austeridad (José Giral;la comprensión de las diferencias (Charles Garfield;la superación del individualismo (Hampted-Turner;la lealtad Loyalty (Reichheld;la confianza, Trust (Francis Fukuyama;el espíritu de conciliación (Charles Handy)… He citado todos estos autores no para que los lean, sino para que lean Dilemas éticos de la empresa contemporánea, que no es una obra aislada y extraña, sino que pertenece a esta poderosa corriente contemporánea.
Hay, sin embargo, una dificultad. Todas estas realidades no son contabilizables, y pueden por ello ser víctimas de la falacia denunciada por Mc Namara: lo que no se puede contar no cuenta. El libro que hoy se expone quiere meter en la cabeza del lector que, al revés, las realidades humanas que no son objeto de asientos contables son las que más cuentan, porque representan el verdadero valor agregado que todos buscamos en la empresa.