En relación con su nivel de vida, los países se han definido en dos: desarrollados y en desarrollo. Pero en rigor deben dividirse en tres: desarrollados, en desarrollo y subdesarrollados, aunque haya resistencia a usar este último término. De todos los países, menos de cincuenta se consideran desarrollados y se les llama también ricos, adelantados o industrializados. Un poco más de cuarenta son los más pobres, los países de la miseria extrema y que propiamente deben denominarse subdesarrollados. En una posición intermedia están las naciones restantes, que pueden considerarse realmente en desarrollo porque tienen algunos recursos a su favor, están pugnando por modernizarse y tratan de mejorar su nivel de vida. Aun dentro de ellos hay que hacer distingos. Los hay de desarrollo lento ¾ como algunos de Centro y Sudamérica y el Sur de Asia¾ y otros que, aunque rezagados ¾ como China, India, Pakistán, Indonesia y Nigeria¾ , tienen mayores posibilidades de desarrollo por sus elevadas poblaciones que les aseguran un gran mercado interno.
El gran problema de muchos países en desarrollo y subdesarrollados es que, por su crecimiento demográfico, insalubridad crónica, baja escolaridad, inestabilidad política y deterioro ecológico, se les dificulta y aun se les imposibilita cumplir con los estándares internacionales para atraer inversión y generar el crecimiento que requieren. Están fuera de la racionalidad mínima que exigen los inversionistas, que para invertir toman en cuenta diversos factores políticos, económicos y sociales, e incluso ambientales y de corrupción.
La realidad es que la inversión extranjera va sólo, y como máximo, a unos sesenta países y deja prácticamente fuera a dos tercios de la humanidad.
El resto del mundo
Se habla de la tensión Norte-Sur en el planeta, ubicando a los países pobres al Sur y los ricos al Norte. Esta afirmación es casi exacta ya que, a excepción de Australia y Nueva Zelanda, los países desarrollados se encuentran a unos cuantos paralelos al norte del Ecuador.
Lo importante no es tanto su ubicación sino la enorme desigualdad entre éstos y los demás, sobre todo con los subdesarrollados. En 1990 se estimaba que el 18% de la población mundial producía y se beneficiaba del 66% de los bienes y servicios del mundo mientras el 82% restante, mayoritariamente pobre, lo hacía sólo en un 34%. Más lamentable aún es que en muchos países subdesarrollados su exiguo capital y conocimientos se desperdician masivamente.
Puede afirmarse que la economía mundial está objetivamente dominada por un poco más de 30 países ricos y que las relaciones internacionales son preponderantemente entre ellos. En 1989 los préstamos hechos al extranjero fueron en un 87% a países ricos. El resto se repartió entre los demás, aunque la mayoría de los países más pobres no recibió ni un dólar de estos préstamos. El comercio entre las empresas transnacionales representa ya más de la mitad del comercio exterior mundial.
Los pobladores de los países subdesarrollados son los marginados, los excluidos, los parias del planeta. No se les conoce; no se necesita lo que ellos producen; no compran lo que los ricos venden; no se les presta ni se les cobra. No son ni siquiera el Sur, ni el Tercer Mundo. Son, como alguien los denominó el Row (Rest of the World), el resto del mundo. En general a los gobernantes del Norte, esos países no les interesan y si les dispensan alguna atención es sólo por razones políticas y humanitarias, no por razones económicas.
Según el último Informe sobre Desarrollo Humano de las Naciones Unidas, el progreso logrado en la reducción de la pobreza en el siglo XX es notable y no tiene precedentes, pero insiste en que los adelantos han sido desiguales y aun afectados por retrocesos.
Una cuarta parte de la población mundial sigue sumida en la pobreza extrema. Alrededor de 1,300 millones de personas tienen un ingreso inferior a un dólar diario.
Paul Kennedy, distinguido historiador, afirmó recientemente: «Nos estamos encaminando al siglo XXI, a un mundo que consistirá en una cantidad relativamente pequeña de sociedades ricas, saciadas y estancadas demográficamente, y un gran número de naciones azotadas por la pobreza y desprovistas de recursos, cuyas poblaciones se duplican cada 25 años o menos».
Estas enormes diferencias obedecen a numerosas causas y en diferente medida: condiciones geográficas, disponibilidad original de recursos, características de sus poblaciones, historia política, oportunidades de educación, propensión al trabajo, al ahorro o al consumo, calidad de sus gobernantes y de sus empresarios. Y lo más grave de estas desigualdades es que se dan también, y muchas veces en forma extrema, dentro de sus propias poblaciones. Los promedios suelen ocultar dolorosas tragedias humanas.
A este dramático escenario se presenta el fenómeno de la globalización mundial. Se habla del mundo como la aldea global, la fábrica global, el mercado global. La globalización es un proceso de creciente articulación e interdependencia de las actividades económicas, políticas y culturales que se llevan a cabo en diversas latitudes en las que todos los ámbitos geográficos y regionales están ligados. Este proceso presupone la universalización de un conjunto de principios organizadores con una racionalidad dominante que es la del neoliberalismo.
Un proceso que nadie controla
La difusión rápida de la ciencia y la tecnología, sobre todo la tecnología de la información (semiconductores, computadoras, software y telecomunicaciones), al aplastar el tiempo y el espacio, ayudan a globalizar los mercados de producción y financieros. En las dos últimas décadas la red global de computadoras, teléfonos y televisores incrementó su volumen de información un millón de veces. La capacidad de las computadoras se duplica cada 18 meses. Este colosal avance, junto con la liberación del comercio y de los flujos de capital y la mayor capacidad de transferencia de la tecnología, permite que más economías se incorporen al mercado mundial y se incremente la oportunidad de competir para los países en desarrollo.
Lo anterior tiene grandes consecuencias para empresas, trabajadores y gobiernos. Los costos y beneficios de la globalización se distribuyen en forma desigual. Hay ganadores y perdedores. Esto está ensanchando la brecha en el ingreso y en las posibilidades de empleo, sobre todo entre trabajadores capacitados y no capacitados. Ocurre no sólo en los países en desarrollo sino también en los industrializados (Gran Bretaña, Australia y Nueva Zelanda). Por otra parte no hay duda que la globalización resultará en una tendencia a cerrar la enorme desigualdad que existe en los salarios de los diversos países.
La globalización es un proceso que nadie controla y revela que el capital creador de empleos fluye a donde puede ser más productivo y no a donde los gobiernos o los trabajadores quisieran que fuese.
Esta desigualdad está alimentada por el crecimiento demográfico de los países pobres con el consiguiente agotamiento de sus recursos y el deterioro ecológico de sus territorios, y como consecuencia, la acentuación de un fenómeno que puede tener proporciones alarmantes: la migración galopante de los habitantes de los países pobres hacia los países ricos. Las consecuencias de esta migración no han sido debidamente aquilatadas.
Todos estos preocupantes fenómenos se dan en el marco de la ideología del capitalismo, hoy triunfante, con sus luces y sombras: el llamado neoliberalismo cuyos conceptos básicos son mercado, competencia, apertura, privatizaciones, desregulación, disciplina fiscal, declinación del sindicalismo, reducción del Estado y su acción social.
¿Tendrá esta ideología la capacidad de resolver los problemas planteados?
Hace más de 35 años Bárbara Ward, en su libro Las naciones ricas y las naciones pobres, señalaba que se estaba experimentando un proceso de cambio en la manera de vivir y ver las cosas, constituido por cuatro revoluciones.
Una de ellas era la idea del progreso, de la posibilidad de un cambio material que condujera a una vida mejor. Otra, el repentino y vasto crecimiento de la raza humana en la faz de la tierra. Otra más, la aplicación de la ciencia, del ahorro y de la inversión en los procesos económicos. Y en primer lugar, en el campo de las ideas, la revolución de la igualdad, una de las mayores fuerzas que mueven al mundo hoy.
La revolución de la igualdad, decía Ward, tiene sus raíces en dos profundas tradiciones de la sociedad occidental: la griega y la judeo-cristiana. Los griegos, a pesar de que excluían a las mujeres y a los esclavos como ciudadanos, disfrutaban de igualdad ante la ley, la que era su escudo ante la tiranía. La visión judeo-cristiana se finca en la creencia de que todos los seres humanos son iguales ante Dios y que por tanto su igualdad es innata, metafísica e independiente de consideraciones de raza, clase o cultura.
En la encíclica Sollicitudo Rei Socialis, Juan Pablo II afirma que: «tanto los pueblos como las personas individualmente deben disfrutar de una igualdad fundamental, sobre la que se basa, por ejemplo, la Carta de Organización de las Naciones Unidas, igualdad que es el fundamento del derecho de todos a la participación en el proceso de desarrollo pleno» (SRS 33).
Todos los hombres, desde el punto de vista natural y sobrenatural, son esencialmente iguales por su mismo origen, dignidad y destino, esencia de la que procede la unidad del género humano. Y todos son existencialmente desiguales por las innumerables diferencias que los particularizan como individuos y que surgen de variados factores accidentales, extrínsecos a la esencia del hombre.
Si la igualdad esencial de todos los seres humanos como individuos les confiere derechos fundamentales e inalienables, esto implica para los individuos superiores, ya sea en riqueza, poder o conocimientos, que deben pugnar por la vigencia de esos derechos y que las desigualdades existentes dentro de los países se vayan reduciendo de algún modo.
¿Una fórmula equivocada?
Ahora bien, ¿esto que es válido para las personas individuales lo es para los países muy inferiores a otros, cuyas poblaciones están también constituidas por personas individuales?
Quizás la desigualdad entre los países desarrollados y en desarrollo pueda irse mitigando, pero por lo que se refiere a la diferencia con los países de la pobreza extrema, ésta es tan grande que no se ve cómo las exigencias de la igualdad esencial de sus pobladores puedan ser atendidas.
Como solución a este gravísimo problema, tanto de los países en desarrollo como de los subdesarrollados, se ha planteado la globalización y el crecimiento económico. Existe crecimiento cuando una población produce y consume mayores bienes y servicios, ya sea por emplear más capital, más trabajo, mejores técnicas o mejor inventiva, todo ello conducente a tener una mayor productividad. La esperanza de que el crecimiento económico sea la fórmula para reducir las desigualdades, no sólo dentro de los países sino entre los países, ha sido muy discutida, toda vez que se piensa no sólo en el crecimiento que beneficia a unos cuantos, sino a todas las personas y a todos los países.
Una voz de advertencia acerca de las posibilidades reales de esta fórmula se dio hace más de veinticinco años en el libro del Club de Roma, titulado Los límites del crecimiento, que causó gran controversia por la metodología empleada y las afirmaciones respecto al futuro del mundo. Dos años después, apareció la obra La humanidad en la encrucijada, de M. Mesarovic y E. Pestel, auspiciada también por el Club de Roma, en donde los autores, con mayores reservas y precisión, insistieron en que si bien las brechas entre el hombre y la naturaleza, el Norte y el Sur, deberían reducirse para evitar catástrofes que pudieran destruir al mundo, eso sólo se lograría si se reconociese explícitamente la «unidad» global y lo «finito» de la Tierra.
Es evidente que pretender alcanzar tasas muy altas de crecimiento en todo el mundo, sin el consiguiente ajuste en el nivel de vida de muchos países desarrollados, no es realista. No se puede pensar un crecimiento del 6% o más en todo el mundo sin que a largo plazo no tenga lugar un agotamiento final de los recursos.
Sin embargo, es indispensable un cierto crecimiento para reducir las desigualdades, pero habría que discernir muy bien, tomando en cuenta consideraciones tanto técnicas como ecológicas y de desarrollo humano, qué tipo de crecimiento, forma, tiempos y proceso.
Según la onU, los programas de crecimiento han fallado para la cuarta parte de la población mundial. Algunos países, casi la mitad, están en peor situación que hace diez años.
No existe, ha dicho James Gustave Spetch, director del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, un vínculo automático entre el crecimiento económico y el desarrollo humano, lo que al parecer confirma la falsedad de que la riqueza «ya irá permeando» a todas las clases de la sociedad y, lo mismo podría afirmarse, a todos los países del mundo.
Aunque no se ha dicho expresamente que la globalización económica sea un instrumento específico para reducir las desigualdades entre países ricos y pobres, sí se ha señalado que el aumento en el intercambio mundial, el desarrollo de nuevos mercados, mejoraría inevitablemente la situación de muchos países en desarrollo, aunque no la de los subdesarrollados. Por ello es indispensable señalar las ventajas y desventajas de la globalización.
La doble cara de la globalización
La vinculación de una «economía planetaria» en una familia de personas y de naciones es una inmensa oportunidad para la humanidad. «Es buena y provechosa» dijo Juan Pablo II en Centesimus Annus. Para muchos países, la globalización abre mercados para sus productos y consiguientemente empleo para sus trabajadores. La división internacional del trabajo permite a los países aprovechar sus ventajas comparativas.
Sin embargo, son numerosos los inconvenientes que existen y que requieren ser evaluados: la oferta interna se desplaza por las importaciones, existe vulnerabilidad frente a los flujos del capital financiero, el Estado-nación es rebasado en sus decisiones económicas, hay desindustrialización y ruptura de las cadenas productivas y muy especialmente, dada la importancia de las empresas transnacionales, se presenta un desfase entre su racionalidad privada y la lógica del interés nacional.
Además, se insiste en que muchas de las decisiones que afectan la macroeconomía de los países pobres se toman fuera de ellos: inversión extranjera, tasas de interés, precios de intercambio, tecnología. Y que en la globalización salen beneficiados aquéllos a quienes la internacionalización aumenta sus posibilidades de lucro y pierden aquellos que quedan aislados, al margen de toda ventaja, por incompetencia u otras razones.
Debe señalarse que en el mundo existen muchas empresas multinacionales. Tienen 60 millones de trabajadores y empleados, un tercio de los activos privados del mundo y producen una cuarta parte de sus bienes y servicios. Constituyen una fuerza colosal poco controlada.
Humanizar al mercado
Es evidente la insensibilidad hacia las necesidades y el mal de los demás, una erosión profunda de la solidaridad que ha hecho mella en amplios sectores de los países y del mundo. Y esto, en buena parte, se debe al espíritu mismo de una economía de mercado «a secas». Como empresarios estamos a favor de una economía de mercado, pero somos conscientes de sus límites e imperfecciones. No podemos estar conformes con ese espíritu que suele animarla: cálculo, avaricia, ambición desbordada, indiferencia hacia los demás y lucha sin cuartel. Octavio Paz dijo certeramente: «El mercado es un mecanismo que ignora la justicia y la piedad. Debemos humanizarlo. Es una creación nuestra, de modo que podemos orientarlo y volverlo más equitativo y menos anárquico».
El neoliberalismo se define por el predominio del interés particular como eje organizador y principio de racionalidad de la vida social, dentro de la más rigurosa ortodoxia del liberalismo económico. Pero hoy el sujeto portador del interés particular no es el individuo que compite en condiciones de igualdad con una multiplicidad de individuos semejantes, sino un sujeto corporativo, transnacional, anónimo y, a menudo, ubicuo.
Aquí cabe mencionar lo dicho por Juan Pablo II en Sollicitudo Rei Socialis: «Es necesario denunciar la existencia de unos mecanismos económicos, financieros y sociales, los cuales, aunque manejados por la voluntad de los hombres, funcionan de modo casi automático, haciendo más rígidas las situaciones de riqueza de unos y de pobreza de otros. Estos mecanismos, maniobrados por los países más desarrollados de modo directo o indirecto, favorecen a causa de su mismo funcionamiento los intereses de los que maniobran, aunque terminan por sofocar o condicionar las economías de los países menos desarrollados. Es necesario someter en el futuro estos mecanismos a un análisis atento bajo el aspecto ético-moral» (SRS 43).
Solidaridad: tarea gigantesca
Hay una aspiración generalizada y legítima por mejorar el nivel de vida. Se pugna en todos los países por un mayor bienestar material y se postulan como medios para alcanzarlo un mayor intercambio mundial, la globalización, el crecimiento. Pero hay que señalar con realismo los límites a los que debe enfrentarse ese propósito. Señalaba Mahatma Gandhi: «La tierra puede producir lo suficiente para satisfacer las necesidades de cada persona, pero no la codicia de cada individuo». Y Gabriel Zaid ha dicho: «Después de tantas soluciones costosas y fracasadas, hay que buscar maneras de ser más con menos». Estas sobrias y nobles advertencias deben hacernos reflexionar.
Ante la enorme desigualdad entre países ricos y pobres hay que insistir, desde una perspectiva cristiana, en una urgente y absoluta necesidad de la solidaridad internacional. Solidaridad visionaria y efectiva que supla la falta de sistemas redistributivos formales a escala internacional, aunque sea a costa de sacrificios de quienes están mejor.
Bárbara Ward, en las últimas páginas del libro mencionado, señalaba: «Si consideramos la igualdad de los seres humanos, como un hecho moral y profundo, ¿podemos realmente contentarnos de verlos en continua inanición y mala salud, pasar hambre y morir, cuando tenemos los medios para ayudarles?».
¿Qué hacer?
Es evidente que tratar de reducir los índices de pobreza y desigualdad en el mundo es una tarea gigantesca que sólo avanzará si se da un cambio cultural radical en los pobladores del planeta y sobre todo en sus gobernantes. Ese cambio debe ser fundamentalmente moral, un renacimiento generalizado de los principios y valores que la humanidad requiere para su dignidad, supervivencia y bienestar. Alguien ha dicho que la revolución del siglo XXI será moral o no será.
La práctica de las virtudes tradicionales: generosidad, compasión, justicia, honradez, amor al prójimo, es indispensable para la convivencia pacífica y próspera de los hombres y los pueblos. No se puede aspirar a que disminuyan las desigualdades entre las naciones si no realizamos un esfuerzo sobrehumano para atenuarlas lo más posible dentro de nuestros propios países, a la luz de ese renacimiento moral indispensable.
Es necesario combatir los excesos del consumo y el hedonismo ¾ característicos de los países desarrollados¾ extendidos, desafortunadamente, a los países pobres sobre todo por el efecto de las comunicaciones y el intercambio comercial. La moderación en las expectativas de la gente en general y la austeridad en el consumo son vitalmente necesarias para el ahorro y la inversión que exige el crecimiento económico al que aspiran esos países.
Invertir en la educación integral
Está en nuestras manos un instrumento formidable: la educación que tanto se ha mencionado como la gran palanca para el crecimiento económico y el desarrollo humano. Educación integral, en su más profundo sentido, para que las personas adquieran conocimientos y aptitudes para ganarse la vida, pero también los principios y valores para la formación de su carácter y su voluntad en orden a una conducta civilizada y positiva. A esta vital tarea, tradicionalmente encomendada a la escuela, deben concurrir la familia y la Iglesia, pero también lo más posible la empresa.
Ante las deficiencias de los agentes educativos formales, la empresa tiene una responsabilidad ineludible.
La raíz de la profunda desigualdad social en América Latina está en el acceso desigual a la educación. Una investigación del Banco Interamericano de Desarrollo muestra que mejorar la extensión y calidad de la educación haría más que cualquier otra medida para incrementar el crecimiento e igualar la distribución del ingreso.
El propósito de disminuir las desigualdades, tanto dentro de los países como entre los países, debe tener como objetivo prioritario y expreso en política económica el erradicar la pobreza de sus poblaciones. Muchos afirman que no es posible incurrir en el gasto que implica la erradicación de la pobreza. Esto no es así. Según el mencionado Informe sobre Desarrollo Humano de las Naciones Unidas, alrededor del 1% del ingreso de los países desarrollados bastaría para cubrir el costo adicional para lograr prestar servicios sociales básicos a todos los países en desarrollo.
A pesar de sus limitaciones, el crecimiento económico es el instrumento principal para la reducción de la pobreza y las desigualdades. Requiere numerosas medidas, entre otras reducir el desempleo, promover la agricultura en pequeña escala, las microempresas y el sector no estructurado, rescatar las zonas ecológicamente deterioradas, fomentar el ahorro popular e impulsar la participación de los interesados.
Sobre todo se insiste mucho en la participación de la mujer. Paul Kennedy afirma que no hay una acción individual que más pueda contribuir al desarrollo que invertir en las niñas, lo que tiene el doble efecto de disminuir la presión demográfica al retrasar su maternidad. Y también invertir en el desarrollo de las mujeres, sobre todo en el de las más pobres, quienes tienen una gran capacidad emprendedora y logran hacer mucho con muy poco.
Un bien indispensable y escaso
Sin embargo, el simple crecimiento económico no es suficiente para reducir las desigualdades. Es indispensable que, a la par, se incrementen sus condiciones de vida y que ese mayor bienestar se extienda de algún modo a todas las capas de la población.
El desarrollo humano, según los indicadores de las Naciones Unidas, comprende no sólo un mayor ingreso sino mejor salud para una vida más larga y menos mortalidad infantil, mayor educación y alfabetización y más oportunidades de ganarse la vida. Cuando se invierte en desarrollo humano juntamente con el crecimiento económico, se generan más aptitudes en la gente, se obtiene una espiral virtuosa de reducción de la pobreza de ingreso y de la pobreza humana.
Pero esos medios a su vez requieren un elemento fundamental y escaso que está en la raíz de todas las carencias y rezagos: los recursos financieros, el capital, la inversión… el dinero.
Ante la escasez de capital, hay que pugnar por generarlo y evitar su desperdicio. No hay duda que se produce para consumir, pero cuando un bien se consume, su capacidad de reproducirse su fecundidad se pierde para siempre, mientras que un bien que se invierte, la conserva siempre. Es increíble cómo se desperdicia el capital en el mundo, tanto en los países ricos como en los pobres.
No existe esperanza de crecimiento a menos que se persuada a la gente en general a asumir un programa ambicioso y creciente de ahorro y formación de capital. Sin embargo, ahorrar implica privación, reducción del consumo ordinario. ¿Puede persuadirse a la gente pobre para someterse a un compromiso de reducir su consumo por cinco o diez años para tal fin?
Éste es un dilema inescapable y exige, sobre todo de los gobernantes de los países pobres, un liderazgo excepcional. La creación de capital, en el interior de los países, implica todo un cambio cultural: moderación y sacrificio de grandes capas de la población, desarrollo y espíritu emprendedor con capacidad de asumir riesgos, de inventiva y de aumento de la productividad.
Cristalizar nuestro compromiso
También se requiere un esfuerzo en el cual lo que hagan o dejen de hacer los países desarrollados tenga una influencia decisiva en los demás: comercio exterior equitativo, deuda externa en condiciones favorables, inversiones pertinentes y con visión a largo plazo, ciertas facilidades para la emigración y también ayuda directa.
En relación a esta ayuda directa cabe señalar que en los años setenta las Naciones Unidas pidieron a los países de la OCDE que para lo que iba a ser la década del desarrollo, destinaran el 0.7% de su Producto Interno Bruto a ese fin. No lo han cumplido. Estados Unidos lo hace sólo en el 0.2%. Y desgraciadamente mucha de esta ayuda cae en malas manos y se usa para otros propósitos. Sin embargo, es alentador señalar que el Banco Mundial ha informado su acuerdo de reducir drásticamente y aun cancelar la deuda externa de varios países subdesarrollados y también la de algunos en desarrollo.
La acción de los países ricos en favor de los países en desarrollo y de los subdesarrollados tiene que fincarse en la convicción profunda de la necesidad de la solidaridad internacional. Esta solidaridad, como se dijo en la encíclica Sollicitudo Rei Socialis: «no es un sentimiento superficial por los males de tantas personas, cercanas o lejanas. Al contrario es la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común, es decir, por el bien de todos y cada uno, para que todos seamos verdaderamente responsables de todos» (SRS 38).
Esta solidaridad hay que cultivarla subjetivamente para equilibrar el motivo de lucro de los comportamientos humanos y plasmarla conscientemente en estructuras objetivas. Debe suplir la falta de sistemas redistributivos formales a escala mundial y contribuir a paliar los efectos que genera la internacionalización, particularmente el aislamiento y la marginación de los países más pobres. Debe, de algún modo, limitar las tendencias hegemónicas de las grandes potencias y las ambiciones de predominio absoluto de las empresas multinacionales.
Bárbara Ward apunta: «Los países ricos deben aceptar la obligación común de proveer de capital y asistencia técnica a los países subdesarrollados y al hacerlo ampliarán también su prosperidad y bienestar. Una de las más vivas pruebas de que hay un gobierno moral en el universo es el hecho de que cuando los hombres o los gobiernos trabajan inteligentemente y con visión de futuro por el bien de los demás, alcanzan su propia prosperidad».
Esta solidaridad debe cristalizarse en organizaciones a escala mundial que de algún modo establezcan obligaciones y compromisos en favor de una mayor justicia internacional: cooperaciones informales, institucionalizadas y duraderas, entidades regionales de tipo federal, instancias internacionales con competencias especializadas. Es indispensable imaginar e innovar mucho en este camino.
Cambio de estructuras
Se ha dicho que estamos en un período de transición en el que se está dando una aceleración del tiempo histórico. En el libro El futuro del capitalismo que apareció el año pasado, el autor Lester C. Thurow afirma que el mundo económico de hoy está en un período de equilibrio interrumpido que se ha configurado por cinco fenómenos: el fin del comunismo; el cambio tecnológico basado en la capacidad intelectual del hombre; una demografía nunca antes vista; una economía global; y una era sin un poder económico, político o militar dominante. Y se pregunta, qué es lo que tiene que hacer el liberalismo económico renovado, y cómo hacerlo si quiere sobrevivir; hasta dónde puede llegar la desigualdad creciente antes de que el sistema se derrumbe; qué hace el capitalismo para adaptarse a las nuevas circunstancias cuando no existen las amenazas externas del comunismo ni las amenazas internas del socialismo.
Como ya hemos indicado, la economía de mercado «a secas» del neoliberalismo es inaceptable. Hay una acción del Estado insustituible no sólo para corregir los excesos del mercado sino para ayudar a los débiles y atenuar las desigualdades.
Es indispensable que la sociedad, a través de sus grupos intermedios y organizaciones gremiales, cívicas y políticas, equilibre la necesaria acción del Estado, para no caer de nuevo en el caos de las economías dirigidas y los devaneos populistas. Para concluir, la igualdad esencial de los seres humanos, creados a imagen y semejanza de Dios, con un destino eterno y llamados a vivir en sociedad, exige que todos tengan un mínimo de bienestar que les permita vivir y obrar bien. Ya nuestro poeta Díaz Mirón había dicho: «Nadie tendrá derecho a lo superfluo mientras alguien carezca de lo estricto».
Si se quiere avanzar en este azaroso camino de aumentar el crecimiento para reducir la pobreza y las desigualdades, esto sólo se conseguirá si se concilian las exigencias de la libertad, con todo lo que ésta tiene de creatividad y progreso, con las exigencias del orden y de la justicia, indispensables para una convivencia pacífica y solidaria. Y sólo si se lleva a cabo una acción concertada del mercado, el Estado y la sociedad a fin de cambiar las llamadas estructuras sociales: costumbres, leyes e instituciones para alcanzar dicho fin.
Una nueva corriente está surgiendo en los países desarrollados en favor de un nivel de vida más sencillo, con un consumo menor de cosas y el destierro del desperdicio. Es el regreso a aquellas prácticas de otros tiempos de remendar la ropa, ahorrar el agua, apagar las luces, no dejar comida en el plato y guardar todo aquello que podía ser útil.
Pero este cambio en las estructuras, en las costumbres, las leyes y las instituciones sólo se dará si quienes participan en la vida económica cambian su conducta personal, toman conciencia del problema y asumen el compromiso de contribuir a resolverlo. Se necesitará este profundo cambio en quienes investigan, enseñan y comunican; en quienes gobiernan, legislan y juzgan, en quienes invierten, producen y administran y en quienes trabajan, ahorran y consumen. La pobreza extrema no debe ser sufrida en silencio por los pobres ni debe ser tolerada por quienes están en situación de cambiarla.