Antes, para ser consumidor responsable, bastaba pagar en la caja o no abusar alegremente de la tarjeta de crédito. Ahora todo es más complejo: hay que estar seguro de que ese spray es amigo íntimo del ozono; que esa alfombra no fue tejida por manos infantiles de la India; que esa crema hidratante no se experimentó en animales; y que por esa manteca de cacao se ha pagado lo justo a la tribu amazónica que la produce.
El sentido de responsabilidad del consumidor empezó a afinarse con la creciente sensibilidad ecológica. ¿Cómo no sentirse culpable si te dicen que el gas CFC del inocente spray hace más grande el agujero de la capa de ozono? Así que los consumidores empezaron a interesarse por el pedigree ecológico de los productos y, en consecuencia, las empresas comprendieron la importancia de tener una buena reputación ambientalista.
La satisfacción del deber ecológico cumplido
Si el respeto del medio ambiente ha supuesto nuevos costos para las empresas, también ha ofrecido otras oportunidades de negocios. El lema que se anexa al producto, «amigo del medio ambiente», es ahora un valor añadido. Un valor que se paga. Como señala Frances Cairncorss en el libro Ecología S. A., «desde el punto de vista de las empresas, una de las ventajas de los consumidores “verdes” es que están dispuestos a pagar una cantidad adicional por los productos que consideran más ecológicos». A diferencia del criterio «quien contamina paga», en este caso el que compra «limpio» es el que paga más.
Pero, ¿y la satisfacción del deber ecológico cumplido? La importancia del fenómeno se demostró ya en 1988 en Gran Bretaña, cuando La guía del consumidor verde se convirtió en un inesperado best seller. Desde entonces se han multiplicado las guías que orientan sobre qué productos y qué fabricantes respetan mejor el medio ambiente.
En muchos países, para poder comprar con buena conciencia sin necesidad de hacerle al detective, existen ya cadenas de supermercados donde se garantiza que todos los productos respetan el medio ambiente y una serie de condiciones éticas. En la cadena británica Out Of This World, la carne y las verduras han sido obtenidas por procedimientos exclusivamente orgánicos, los detergentes son biodegradables y el café ha sido manufacturado por cooperativas del Tercer Mundo. Por supuesto, no se venden armas, ni pornografía ni productos dañinos para la salud, como el tabaco. Los clientes más escrupulosos pueden consultar una base de datos con información detallada sobre cada artículo.
Sin llegar a tanto, otra ayuda para comprar «verde» son las eco-etiquetas, que certifican que un producto no daña el medio ambiente. La primera, «El ángel azul», se lanzó en Alemania en 1978. Después se han multiplicado: en 1991, un estudio de la OCDE señalaba que 22 de los países miembros contaban con eco-etiquetas o pensaban introducirlas.
Por otra parte, dentro de los productos ecológicos hay también bastante confusión. El marketing «verde» genera una multitud de eco-etiquetas, que a veces los mismos fabricantes se autoconceden y que significan poco. Por ejemplo, ¿qué quiere decir «reciclable» si no hay estructuras de reciclado? ¿Y en virtud de qué criterios deben concederse? «El ángel azul» sólo tenía en cuenta un par de factores. En cambio, en Francia, en el caso de las pinturas se atiende a no menos de 18 criterios.
Por otra parte, la sensibilidad ecológica del consumidor tiene sus límites; si el producto «verde» no es tan eficaz como sus competidores, el cliente termina hartándose de él. Pues el éxito de los productos «verdes» no significa necesariamente un compromiso ecológico serio, como puede serlo la distribución de la basura doméstica en distintas bolsas según su origen.
Dar luz «verde»
Pero no basta que un producto sea natural para darle luz verde. «No todos los productos naturales alcanzan nuestras exigencias éticas», afirma el celoso catálogo de The Body Shop, la franquicia especializada en cosmética natural. En principio, sus perfumes se basan en esencias naturales. Pero su fragancia más vendida utiliza, curiosamente, un ingrediente sintético en vez de uno natural. «El motivo explica es que el almizlce natural se extrae de forma muy cruel de los ciervos almizlceros machos, amenazados de extinción». En este caso, sintético rima con ético.
Por importantes que sean los ciervos, mucho más valiosos son los trabajadores, aunque no estén en peligro de extinción. Así que un consumidor responsable puede preguntarse también si al comprar un producto está ayudando o contribuyendo a explotar a quienes lo han producido. No es una cuestión ociosa, porque dada la mundialización de la economía, cada vez más los productos que consumen los países ricos pueden haberse producido en los países pobres sin el respeto mínimo de los derechos laborales. No se trata de rechazar esos productos, sino de garantizar que esa alfombra india o esos tennis, «made in Pakistan», se han fabricado sin trabajo infantil, o que esa camisa no ha sido cosida en un taller de Sri Lanka en jornadas de doce horas.
Pero, ¿cómo puede saberlo el consumidor? Un ejemplo es Intermón, una onG española, que emprendió una campaña de sensibilización sobre el «comercio justo», con la idea de que los consumidores se interesen por el tema y obliguen a las empresas a tenerlo en cuenta. Como ocurrió con los productos «verdes», piensan que si se consigue generar esa inquietud en el consumidor, las empresas reaccionarán. ¿Llegaremos a la etiqueta de «garantía social» de los productos? En Alemania, existe ya en las alfombras una etiqueta que garantiza que no se ha utilizado mano de obra infantil. La etiqueta la concede un trust, amparado por sindicatos y onG de la India.
Para evitar la explotación
Pero más decisivo es que las empresas multinacionales que tienen fábricas o subcontratos en países del Tercer Mundo impongan normas laborales apropiadas. Ciertamente, no tendría sentido exigir en países subdesarrollados el mismo nivel salarial o las mismas condiciones laborales que en Europa o Norteamérica, porque entonces perderían su única carta competitiva. Pero sí puede elevarse el nivel actual.
En los Estados Unidos, a petición de Clinton, una comisión de expertos, que incluye a sindicalistas, grupos de derechos humanos y representantes de la industria, está tratando de adoptar unos criterios al respecto. Por ahora, están de acuerdo en algunos puntos (la exclusión del trabajo de menores de 15 años) pero hay división respecto a la jornada laboral y el salario mínimo. La industria dice que basta pagar el salario mínimo o el usual en tales países; mientras que los sindicalistas mantienen que tal salario es a menudo insuficiente para cubrir las necesidades básicas de una familia. La jornada laboral no debería superar las 48 horas semanales, a juicio de los sindicalistas, mientras que para la industria el tope podría llegar hasta las 60. Una organización se encargaría de inspeccionar a las fábricas que contratan con las compañías norteamericanas para garantizar que respetan los requisitos mínimos.
De un modo u otro, las preferencias del consumidor son un poder que puede hacer reaccionar a las empresas por responsabilidad moral o por imperativo comercial. La búsqueda de la buena conciencia es un valor en alza en el consumidor y un estímulo para inducir cambios en las empresas.
ACEPRENSA