En Estados Unidos alguien ha calculado cuánto se va a vender, en merchandising, de Diana de Gales, después de su muerte. Unos 7,600 millones de pesos. Pero la cifra se quedará seguramente corta. Y al cumplirse ahora los treinta años de la muerte del Che Guevara, las camisetas con su rostro inconfundible, que no han dejado de circular desde 1967, conocen otro lanzamiento espectacular, mientras varias editoriales publican su biografía. Los mitos, entre otras cosas, son una realidad económica.
Si lo del Che Guevara es un aniversario anunciado, el caso de Diana de Gales ha sorprendido a casi todo el mundo y, en concreto, a muchos analistas de los fenómenos sociales, que hacía tiempo que no se encontraban con un caso tan claro y tan rápido de mitificación.
Diana Spencer ya era, como se ha recordado, «el rostro más fotografiado del mundo», naturalmente, «en los últimos años». Su aventura, desde aquella boda de princesa de cuento de hadas hasta la ruptura con la familia real inglesa, el divorcio y los amantes, eran tema habitual de la «prensa del corazón» y aun de la prensa en general. Pero su espectacular muerte, en medio de una persecución de paparazzi, consiguió que su funeral fuera seguido, según se ha escrito, quizá con la habitual hipérbole que hay en estos cálculos, por unos 2.500 millones de personas.
Dentro del funeral, el mito del mito: Elton John cantando para Diana una canción de la que ya se han vendido millones de grabaciones, a pesar de estar en el mercado desde 1973. Los héroes y heroínas antiguos tenían que contar con un cantor. En un pasaje interesantísimo de la Ilíada, Helena comenta a su cuñado Héctor que ella es consciente de su propia culpabilidad en la guerra de Troya pero que, al fin, no es más que el cumplimiento del destino de Zeus, «para que así en el futuro lleguemos a ser temas de canciones en boca de los hombres venideros». Elton John es, lo sepa o no, el rapsoda de Diana.
Algo en qué pensar
Se ha recordado que Diana de Gales, aparte de una reciente dedicación a algunas tareas benéficas, no se distinguió por grandes dotes personales, además de la belleza y la elegancia. Tampoco era lo suyo la ciencia, la investigación, el arte, la literatura. Y, sin embargo, ni siquiera la muerte de la madre Teresa de Calcuta causó más conmoción, a pesar de que la religiosa era, además de Premio Nobel de la Paz, santa en la estimación de millones de personas, a pesar de su entrega generosa durante muchos decenios al servicio de los más pobres: sólo en Calcuta sus monjas dan de comer diariamente a 10,000 personas. Es cierto que la muerte de la madre Teresa era ya esperada, con su débil salud, a los 87 años.
En cualquier caso, ¿por qué Diana Spencer ha impresionado de ese modo al mundo? La respuesta más directa y sencilla, al menos en apariencia, es que existe una demanda social de celebridades, una necesidad de «héroes», con la particularidad de que los héroes y heroínas de este final de siglo no son gente fuerte, sino frágil; pueden ser combatientes (como el Che), pero se los ve más como víctimas; han de morir jóvenes, según una antigua apreciación, que se remonta a tiempos griegos y quizá a la sensibilidad humana en general, de que quien muere joven es «preferido por los dioses»: como Héctor y Aquiles.
¿Culpa de los medios?
Otras explicaciones hablan de estos fenómenos de mitificación como de una «realidad mediática», consecuencia de la amplia presencia de los medios de comunicación en la vida actual. Pero esto es incidir en lo que se podría llamar «la falacia del instrumento»: atribuir a un instrumento la realidad del fenómeno. Había también demanda de héroes cuando no existían internet, la televisión, la prensa o incluso la imprenta. Lo mediático funcionaba entonces boca a boca, pero con parecida eficacia.
Los medios hacen hoy los fenómenos más extensos, más rápidos, más incisivos, pero tienen calidad de instrumento, de ocasión quizá, no de causa.
En realidad, las explicaciones solamente sociológicas son secundarias. La sociedad resulta ser así porque está compuesta de seres humanos. Son las características, exigencias o demandas de los seres humanos las que se transforman en demandas sociales.
Tampoco basta una explicación psicológica, psicoanalítica o no, en el sentido de «la necesidad humana del mito». Esa exigencia psicológica se ha dado siempre y se sigue dando, pero nace de la misma naturaleza humana. El ser humano es metafísicamente limitado, indigente, sometido al tiempo y a la usura del tiempo. Y, a la vez, intuye que debe haber un ámbito en el que esa limitación quedará curada.
La diferencia
A todo esto hay que añadir una dimensión estética, porque lo estético está presente siempre. Y, quizá, ahora se tiene el cuadro completo para Diana: importante, con poder, con dinero, bella, joven, su vida es truncada en circunstancias casi morbosamente atractivas. La que «era lo más» yace muerta en un momento. De forma vistosa, que los medios recogen y amplifican y contagian, en Diana se ve la tragedia de la condición humana, del ser humano como un ser «desfondado», efímero, que quiere decir «que dura un día», como cantaba Píndaro.
El caso del Che Guevara es distinto, aunque haya elementos comunes. Para empezar, Diana ha llegado a gente de todas las edades; el Che fue un fenómeno para los jóvenes de los sesenta, que ahora cuentan entre cincuenta y sesenta años, y para la particular mitología del comunismo y de lo que queda de él: una remanente sensibilidad de izquierda, muy desprovista de ideología.
Las biografías que están apareciendo sobre el Che recogen, en muchos casos, la figura de un héroe romántico y a la vez nietzcheano, que se rebela contra todo y defiende la subversión en cuanto destrucción que, trágicamente, acaba en autodestrucción.
Como suele ocurrir, la realidad del Che era más pragmática: nacido en 1928, contaba sólo 31 años cuando estuvo al lado de Fidel Castro en la revolución cubana. Pero pocos años después ya estorbaba en Cuba, no por sus ideas, que eran de manual leninismo-estalinismo, sino por su personalidad.
Cuando quiso crear en Bolivia las condiciones de una revolución comunista, no encontró ni siquiera el entusiasmo de los comunistas locales ya que, al fin y al cabo, era un médico argentino que venía a arreglar las cosas a los nativos. Su guerra fue un fracaso, pero a partir del 9 de octubre de 1967, cuando es muerto por un sargento del ejército boliviano, la realidad empezó a olvidarse, porque había nacido el mito. No se olvide el año: 1967, ese verano había sido «el verano del amor» de los hippies y poco después vendría el mayo del 68.
Más complejidad
En algunas de las biografías del Che Guevara que ahora aparecieron con motivo del trigésimo aniversario de su muerte (aunque habría que preguntarse por qué no se celebraron los 25 años), se recogen aspectos bien documentados de su vida: su dureza, su facilidad para condenar a muerte a los soldados que no secundaban la causa, su creación del primer campo cubano de «reeducación por el trabajo». En los últimos años del pacifismo («haced el amor, no la guerra»), el Che era militarista a ultranza. Él era el que pedía crear en el mundo «dos, tres, cuatro Vietnam».
Pero, como en el caso de Lady Di, el mito se independiza muy pronto del verdadero personaje, crea una especie de imagen simplificada, aunque de trazos muy definidos. Y esa imagen irradia y «quema» los datos, aunque sean objetivos, que no coinciden con ella.
Esta definición del mito no impide las variantes, las diferentes versiones, como es costumbre en los mitos.
Todas las mitologías recogen, por ejemplo para héroes como Hércules, Jasón o Teseo, una variedad de circunstancias. En el proceso de mitificación de Diana Spencer esas «variantes» han sido «creadas» y difundidas por la prensa sensacionalista, pero en el fondo se trata del mismo esquema de siempre: alguien las inventa y las difunde y cuando se habla de ellas de forma común parece que son la misma realidad, aunque se enfrenten con versiones contradictorias.
El caso de Diana Spencer ofrece la posibilidad de estudiar, casi como en un laboratorio, el inicio y el desarrollo de un mito, las variaciones más o menos imaginativas, las reacciones realistas y, en definitiva, el proceso de decantación de la mitificación, como ha ocurrido desde el principio de la aventura humana.
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