Seducción: entre Narciso y el vampiro

«Si fuera verdad que no debemos confiar en nada, que no podemos ver más que con los ojos físicos, entonces lo primero a lo que tendríamos que renunciar es a creer en el amor» (Kierkegaard).
La palabra amor, como la palabra ser, se predica de muchas maneras y ha dado lugar a diferentes interpretaciones. La historia de la humanidad se ha encaminado a la búsqueda hermenéutica de su sentido existencial, puesto que la naturaleza del hombre está de tal manera predispuesta a buscar la felicidad, que parecería imposible pensar que a alguien no le interesara el amor; éste es tan necesario al espíritu como la respiración es al cuerpo. Sin embargo, en la modernidad, dejó de tener importancia como valor primordial y cedió su lugar a la búsqueda del poder. De tal manera que el amor o lo que se piensa que es el amor, pasó a ser un valor subordinado, utilitarista y perdió, así, su dignidad y sentido.
La filosofía moderna comienza con una duda, de acuerdo con Descartes: «No debemos dejarnos convencer nunca sino por la evidencia de nuestra razón. Y obsérvese bien que digo de nuestra razón y no de nuestra imaginación ni de nuestros sentidos». Esta frase seductora tuvo una influencia decisiva en filósofos posteriores; hizo creer en la ilusión de una absoluta autonomía del hombre: basándonos exclusivamente en las fuerzas de la razón, encontraríamos la felicidad que da el poder del conocimiento sin necesidad de ningún dogma religioso.
La facultad que tuvo la ciencia moderna para predecir y calcular los movimientos mecánicos de los seres, dio al hombre la esperanza de dominar la realidad a su voluntad. Esta soberbia humana encerraba el peligro de desaparecer los verdaderos sentimientos del hombre y su espiritualidad a cambio del poder. Esto se entiende claramente en la figura del Prometeo Encadenado: «Instituí los varios modos de adivinación, y fui el primero que distinguió en los sueños cuáles han de tenerse por verdades; y diles a conocer los oscuros presagios, y las señales que a veces salen al paso en los caminos…».
¿Nuevos criterios de felicidad?
La pretensión de dominar la naturaleza al ser interpretada únicamente como una gran máquina carente de otro sentido que el puramente utilitarista, es lo propio de la modernidad. Según Merino, en su Historia de la filosofía franciscana, esta interpretación cambió la visión medieval franciscana que postulaba un conocimiento encaminado a contribuir a la gloria de Dios: «…tendían a buscar una armonía y un respeto de todos los seres de la naturaleza, porque se fundamentaban en una metafísica del amor, que impulsa más que a conocer para dominar las cosas, a un saber viviendo con ellas». Es también característico del franciscano pensar la idea del hombre como imago Dei; es decir: el hombre tiene algo de infinito en el conocer y en el amar. Por esto, el pensamiento franciscano subraya más en Dios la facultad de voluntad divina, que se expresa como amor y es fundamento y finalidad de la creación. De aquí la importancia de entender que el verdadero poder es el del amor, única fuerza unificadora que comunica a los seres entre sí, a través de la verdad, el bien y la belleza, dando sentido y armonía a la vida.
Sin embargo, en la sociedad moderna el puro poder, sin el amor, fragmentó la existencia y el dominio de la naturaleza se encaminó, también, al dominio del hombre por el hombre; ya algunos pensadores modernos Hobbes, Marx, Sartre interpretaron las relaciones humanas como lucha de poder. Incluso la economía liberal fundamentó su desarrollo en la competencia entendida como una envidia de lo que el otro tiene, pues lo importante es aprovechar las pasiones humanas para promover el bienestar. De aquí la afirmación de Bentham, para quien las relaciones humanas son buenas simplemente porque son útiles. Esta interpretación convirtió la profundidad y la apertura de la personalidad en una simple apariencia de lo que verdaderamente se es, y como consecuencia, la imagen reemplazó la conciencia moral, y la seducción sustituyó la amistad y el amor.
De ahora en adelante, lo importante sería utilizar al otro sin involucrarse en su vida, ni él en la nuestra. La amistad se volvió selectiva de acuerdo al interés. El rompimiento de vínculos, que fundamenta la sociedad individualista, sustituyó el diálogo por la simple charla superficial; la libertad de elección por el simple cálculo; las convicciones en intereses y el amor por la sexualidad: el hedonismo se convirtió en criterio de felicidad. De hecho, la interpretación freudiana del amor y el keynesianismo consumista hicieron casi realidad la utopía de A. Huxley en Un mundo feliz: «La gente es feliz; tiene lo que desea, y nunca desea lo que no puede obtener. Está a gusto, está a salvo; nunca está enferma, no teme a la muerte; ignora la pasión y la vejez; no hay padres ni madres que estorben; no hay esposas, ni hijos, ni amores excesivamente fuertes. Nuestros hombres están condicionados de manera que apenas pueden obrar de otro modo que como deben obrar».
Este tipo de individuos fragmentados y automatizados, que parecen representar el ideal de nuestra sociedad de consumo, están dispuestos a sacrificar cualquier sentimiento que, por su vinculación, impida la realización de sus éxitos. No hay por qué asombrarse que el carácter narcisista sea el principal representante de esta sociedad, pues de acuerdo con Freud, en la Introducción al narcisismo, sus rasgos definitorios son necesarios para las relaciones sociales: «…el narcisismo no sería una perversión, sino el complemento libidinoso del egoísmo del instinto de conservación, egoísmo que atribuimos justificadamente, en cierta medida, a todo ser vivo».

Desesperadamente atractivos

De acuerdo con Fromm, el narcisismo es uno de los descubrimientos más grandes de Freud, pues lo empleó para comprender distintos fenómenos de conducta social, sobre todo para entender la esquizofrenia. Esta hipótesis sostiene que en el ser humano existe un narcisismo primario y normal (según los psicólogos, el bebé no distingue entre él y el mundo externo pues todavía no se manifiesta la conciencia de ser, es decir del yo;pero, a medida que la persona madura normalmente y se relaciona con el mundo exterior, aprende a darle la misma importancia a las personas, a la realidad externa y a sí mismo. Aunque, en ciertos casos, retira su vinculación libidinosa del mundo exterior y se encierra en sí mismo, construyendo su propia fantasía. Afirma Freud en el libro anterior: «Estos enfermos a los que yo he propuesto calificar de parafrénicos muestran las características principales: la manía de grandeza y la falta de interés por el mundo exterior (personas o cosas). Esta última circunstancia los substrae totalmente al influjo del psicoanálisis, que nada puede hacer, así, en su auxilio».
La persona enferma se encierra en sí misma, cortando todo tipo de vinculación con el mundo exterior y suprime, así, sus sentimientos. Ejemplo claro es el catatónico que reprime todo sentimiento, incluso el dolor, y por ello puede mantenerse sin impulso o movimiento interno largos períodos de tiempo.
Negar los sentimientos es una característica que comparten esquizofrénicos y narcisistas; pero el narcisista, que no ha fracasado en su intento de adquirir poder, está todavía en actividad, mientras el catatónico, que no lo logró, se encuentra en estado de depresión. Dice un dicho popular liberal: «el éxito no es lo más importante, es lo único que cuenta». De aquí surge esta obsesión por el poder, al grado de ir en contra de nuestra propia naturaleza. Por ello, algunos autores no están de acuerdo en que el narcisismo primario sea algo normal a la naturaleza humana. Lo demoníaco de los narcisistas es que al negar sus sentimientos niegan su conciencia; es decir, niegan su yo para adquirir un yo artificial que es su imagen y que proyectan ante los demás para lograr sus objetivos.
Pero negar sus sentimientos es negar también que son un cuerpo; la racionalidad se convierte en razón instrumental y la persona se transforma en el yo cartesiano que utiliza su cuerpo como instrumento para obtener poder y controlar la realidad: «Así me atrevería a decir que, en el caso de los hombres, el poder equivale a la potencia sexual, mientras que en el caso de las mujeres el atractivo sexual equivale a poder». De aquí la importancia que tiene para ellos el atractivo personal. Buscan ser personas especiales, por encima de toda debilidad humana y convertirse en centro de atención y culto. Pero el precio de esa autoimagen grandiosa es condenarse a la soledad, frialdad e incomunicación. Su propio engaño, que les impide ser ellos mismos, les oculta sus necesidades espirituales y limitaciones, de tal modo que no ven al otro más que en relación con sus propios intereses egoístas.
Drácula: la astucia del seductor
Pero no por negar al espíritu niegan sus necesidades, porque la conciencia no puede morir. Entonces sustituyen su necesidad de amor por sexo, su necesidad de trascendencia por poder y su necesidad de sentido de la existencia por el apetito de consumo. Así, consumen sin medida tratando de escapar de su desesperación, y solamente perciben al prójimo como instrumento de utilidad o placer. Esto es lo que representa la figura del vampiro.
«Cuando Drácula seduce con elegancia a la mujer, ella lo mira con ojos de horror y sorpresa, contemplativa, es cautivada. /Se transforma en su imagen reflejada. Idéntica narcisísticamente. /Es transfigurada en muerta-viviente. Ellos son muertos que viven de la sangre. Su imagen tampoco se refleja en el espejo».
Los vampiros son muertos-vivientes que sólo pueden salir de noche para poder ocultar su imagen seductora en las sombras; la luz del día descubriría su engaño al no reflejarse en el espejo: «La astucia del seductor consistirá en confundirse con el espejo de la pared opuesta, donde la mujer se reflejará sin pensarlo, mientras que el espejo la piensa», dice Baudrillard. Mediante el engaño se propone lograr que la víctima crea en la verdad de lo que se le muestra, cuando no es más que la apariencia pues le dice sólo lo que ella quiere escuchar. La astucia del seductor es su razón instrumental, que adormece la conciencia en su propia vanidad. Al igual que la araña teje su red para atrapar a su presa, el vampiro, a través de artimañas o­níricas, logra confundir a su víctima haciéndole creer en lo que no es más que un sueño. La perdición está en la vanidad narcisista de la joven víctima: ella misma se pierde con el engaño de su pasión, que se apodera de su voluntad y la encadena a su destino. Y añade: «La seducción es un destino: para que se cumpla, es necesario que toda la libertad esté ahí, pero también toda ella encaminada hacia su pérdida como sonámbula». Ella sola se dirige hacia el vampiro; pues él, vacío de espíritu, no tiene vida propia, es un fantasma desesperado de la eternidad que sólo puede vivir sustrayendo la sangre vital de la temporalidad, cuya excitación crece a medida que su víctima se acerca.
Afirma Kierkegaard que la mujer es más sensible que el varón: «Así lo revela enseguida su organización corporal». Pero en la modernidad esto es considerado su debilidad, por eso la forma de desesperación femenina se encuentra, precisamente, en la falta y búsqueda de amor. En su desesperación oculta su debilidad en la banalidad y la aparente inocencia, queriendo confundir y escapar de sí misma. Sin embargo, aunque ingenuidad es inocencia y ésta es ignorancia, la obstinación, porque es voluntaria, es ignorancia pero no inocencia. Aquí la obstinación se confunde con ingenuidad, siendo que no es más que superficialidad narcisista.
Lo grave de la superficialidad narcisista es su falta de seriedad ante la existencia, pues solamente ve lo que quiere ver. Lo que en el niño se consideraría como una virtud, en el adulto es una falta de carácter. Aquí es donde entra en juego la estrategia del seductor, pues gracias a la miseria de espíritu no hay forma de descubrir críticamente el conjuro de la seducción. Apunta Kierkegaard: «Y lo que a mí me parece más terrible y más me impresiona de esta enfermedad y miseria, la más espantosa de todas las enfermedades y miserias, es su ocultez».
Así, la angustia de la seducción es la nada oculta en el espejo: todo el origen de la seducción reside en la joven. Según opina Baudrillard: «La víctima no puede jactarse de ser inocente, ya que, virgen, bella y seductora, constituye un desafío en sí, que sólo puede ser igualado por su muerte (o por su seducción, que es igual a un asesinato)».
Confianza en el amor
Para Kierkegaard: «Cuando la muerte se presenta en su verdadera figura, como el siniestro esqueleto armado con la guadaña, no se contempla sin espanto; pero si aparece disfrazada, para burlarse de los hombres que creen, ilusos, burlarse de ella, de tal manera que sólo el atento observador ve que el desconocido que seduce a todos con su cortesía y a todos arrastra a la loca algazara del placer sin freno, es la muerte, sobrecoge a aquél un profundo terror».
Cuando el vampiro abandona la víctima, no lo hace sin antes haberle «infectado» la «enfermedad mortal». Ésta consiste, según el cristianismo, en la muerte espiritual, pues se ha perdido toda esperanza. En esto estriba la naturaleza del pecado, puesto que, como leemos en Georges Bernanos, «…él es, una especie de vampiro que chupa insaciablemente la sangre de la vida».
Lo grave de la desesperación se manifiesta en el hecho de que al haber sido engañada, no sabe ahora qué hacer con ella misma, y esto la hace desesperar de sí misma. Dice Kierkegaard: «Este propio yo, del que ella se hubiera desentendido o lo hubiera dejado perder de la manera más deliciosa para convertirlo en el de su amado…, este propio yo repito, le resulta ahora un verdadero suplicio, ya que tiene que ser un yo sin él. Este propio yo, que habría podido ser la riqueza de toda su vida, se le ha tornado ahora en un vacío repugnante». Al transformar su amor en odio y su esperanza en desesperación, transforma su vida en un suplicio, pues no puede desembarazarse de su pasado. Continúa: «En esta situación, intenta acercarte a la muchacha diciéndole: te estás consumiendo del todo; y ella te responderá: ¡ah, qué más querría yo; pero no, mi tormento consiste precisamente en no poder consumirme del todo!».
Cuando su dignidad ha sido destruida, lo importante sería que se abriera a una nueva posibilidad, que aceptara su ruina y limitaciones, aprendiendo como ser humano de sus errores, teniendo la humildad suficiente de no perder la confianza en el amor. Pero para esto, añade, es necesario que tenga fe: «…lo único que le ayuda es la seguridad de que para Dios todo es posible». Pero la racionalidad cartesiana ha dicho que hay que dudar de todo y no confiar más que en sí mismo, utilizando como instrumento la propia razón; lo importante es adormecer la conciencia mediante los placeres de la mundanidad y la embriaguez del éxito. Así es que hay que endurecer el corazón y enfriar la sangre; es decir, matar al espíritu para convertirse en una moderna vampiresa.
Sin embargo, afirma Kierkegaard que el espíritu es un acreedor que nunca deja de cobrar y al que no es posible engañar ni mucho menos matar; de aquí el tormento y desesperación de los condenados, que es no poder morir, no poder matar al yo eterno cambiándolo por uno de su propia invención. «Pero no se quiere pensar gravemente en la eternidad: se siente angustia ante ella y la angustia busca cien escapes… Esto es precisamente lo demoníaco».
Aquí radica lo terrorífico de los «vampiros»: no matan el cuerpo sino el espíritu para poder dominar la temporalidad, convirtiéndose en muertos-vivientes que viven agonizando eternamente a costa de negar la eternidad.

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

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