El deseo de conocer la estructura del suelo sobre el que vivimos es sentido por muy pocos, pero el afán de investigar la constitución íntima de las personas con que convivimos es considerado por todos casi como indispensable: amantes y comerciantes, poetas y amas de casa, políticos y dirigentes de empresa coinciden con esto.
La valuación del carácter tiene un peso decisivo no sólo en la vida de familia, sino también en la vida social y profesional. En el fondo, la capacidad de una persona para revestir un cargo, realizar un trabajo o asumir una determinada responsabilidad depende más de su carácter que de todas sus demás condiciones internas y externas. De ahí que los esfuerzos de toda educación verdadera se dirijan no tanto a transmitir una doctrina o cultura prefabricadas y bien empaquetadas, cuanto a formar la personalidad entera de los alumnos.
Al ser la formación del carácter una necesidad tan general y urgentemente sentida, y al mismo tiempo un arte tan extraordinariamente difícil, se comprende que no haya podido dejar de engendrar toda suerte de conceptos simplistas, sea en el marco de la llamada sabiduría popular o en el mismo ambiente científico.
Ingeniería del alma
La palabra carácter se asocia comúnmente a la idea de firmeza y estabilidad de lo específico de cada individuo. Con ello se alude al sello ordinariamente heredado que caracteriza el modo de ser inalterable de una persona: una especie de destino o fatalidad psicológica. Una cierta literatura alimenta y difunde la opinión de que el carácter es un hecho petrificado, una inmutable textura del alma, la cual, ante la rigidez de la organización corporal y de las leyes de la herencia, no podría sino capitular y, a su vez, cristalizarse. «Lo dado triunfa siempre sobre lo deseado», se afirma con dicha teoría. «Lo sé: tengo un mal carácter, estoy hecho así. ¿Qué le puedo hacer?», reza la excusa de no pocas personas indisciplinadas y desorientadas.
Este modo de ver las cosas, que presupone la creencia en una imagen del hombre predeterminada y fijada para siempre antes de su nacimiento, ha tenido, a pesar de su evidente insuficiencia, una gran aceptación en la psicología científico-natural, pero de hecho representa ¾ y hoy resulta mucho más fácil comprender que en el siglo pasado¾ un cierto grado de resignación del saber, que tiene, sin embargo, la ventaja de eludir no pocos problemas enojosos, entre ellos y en primer lugar, el de la responsabilidad humana.
La pasión por coleccionar datos, hechos concretos, fecundó desde sus principios la actividad ambiciosa de la psicólogos formados en los laboratorios de ciencias naturales. A partir de la doctrina de las cualidades psíquicas o de las estructuras anímicas, los ingenieros del alma, embriagados de tests y de estadísticas, lograron acopiar una infinidad de datos, correlaciones, agrupaciones y finalmente de tipos psicológicos que, a pesar de su brillantez, no pueden disimular su artificiosidad. Para llevar a cabo esta empresa nobilísima no disponían más que de las inflexibles leyes de causalidad de la vieja física y de la reducción de todo fenómeno al plano de la materia: con estos instrumentos se lanzaron los psicólogos experimentales al estudio del carácter. El método gozaba, sin duda alguna, de todas las seguridades de la técnica, pero cualquier conocimiento del hombre, y más que ningún otro el de su psicología, es tan sólo estímulo para la observación y la reflexión, nunca un saber acabado, resolutivo y exhaustivo de la realidad viva. Si conocemos la resistencia de una barra de hierro, sabemos también que otras barras del mismo metal, con pequeñas variaciones, se romperán al someterlas a una cierta carga crítica. Los hombres, en cambio, accionan muy diversamente si se les somete a la misma carga: unos se rompen y otros se fortalecen.
Un producto genuinamente personal
No sorprenderá a nadie que, para esta anticuada manera de pensar, puramente biológica, el carácter, o sus elementos esenciales, cualidades o estructuras, deba ser algo heredado. El grado de inteligencia de los distintos individuos encontró una explicación satisfactoria en el material heredado, como también muchas enfermedades mentales se refugiaron en ese prestigioso cajón de sastre. Los norteamericanos se separaron pronto de estos entusiasmos de los investigadores europeos y prefirieron anclar el mismo fenómeno en el terreno más vasto y móvil del medio ambiente. La existencia de familias enteras de individuos inteligentes y de otras de necios demostraba a los teóricos europeos la verdad de su doctrina, mientras que los ambientistas razonaron como sigue: los padres inteligentes estimulan poderosamente la actividad espiritual de sus hijos y fomentan, aun sin quererlo, el desarrollo de su inteligencia, mientras que los padres necios no pueden ejercer esta influencia sino muy limitadamente. Por esto, los hijos de padres necios son siempre menos listos que los hijos de padres inteligentes. Las experiencias recogidas entre niños procedentes de familias de imbéciles adoptados por familias inteligentes parecen demostrar la mayor plausibilidad de los puntos de vista de los psicólogos norteamericanos.
Quizá no haya ninguna ciencia más influenciable por la imagen del hombre dominante en una época o civilización que la caracteriología. Los psicólogos descubren en el hombre «objeto» de sus investigaciones exactamente todo aquello que en él han presupuesto y colocado previamente: anteayer, facultades; ayer, constitución hereditaria; hoy, instintos y complejos de instintos. En realidad, la psicología no debería arrogarse nunca la pretensión de ser objetiva. El investigador se encuentra aquí, no frente a una cosa o a un fenómeno puramente natural, sino frente a otra persona, y se afana denodada e inevitablemente por encontrar en ella lo que uno cree ser o desearía ser. De ahí que cada época ha creado su caracteriología propia, según la imagen del hombre que entonces predominaba.
Hay que reconocer, sin embargo, que la discusión entre partidarios de la herencia y adeptos del medio ambiente se levantó sobre falsas premisas, es decir, sobre la convicción de que lo heredado podía perfectamente distinguirse y separarse de lo adquirido, mientras que en realidad forman una trama indefinible (M. Bleuler). Estas peleas, no siempre muy educadas, por cierto, resultaron con todo sumamente aleccionadoras: aprendimos que el destino humano no tiene un desenvolvimiento automático, sino que es siempre un producto genuinamente personal, incluso en casos de considerable tara hereditaria. Lo heredado es un punto de partida, un tipo de posibilidad para la autoformación, siempre que el sujeto ¾ ¡nunca objeto!¾ esté decidido a ello.
Tela de donde cortar
El carácter, esto es, lo específico de un individuo concreto, determinante de su conducta, no es producto ni de la herencia ni del ambiente. Cada uno recibe, por así decirlo, una determinada tela: un cuerpo, un temperamento emotivo, nervioso, etcétera, con la que se pueden cortar los trajes más variados, que, a su vez, a lo largo del camino, pueden ser completamente transformados. Las posibilidades de modificación del carácter no se comprueban tan sólo en los casos clamorosos de conversiones religiosas ¾ Francisco de Asís e Ignacio de Loyola mostraron ante sus parientes y conocidos una transformación tan radical de su manera de ser que les hacía casi irreconocibles: algunos rasgos de sus personalidades se alteraron, pero lo característico de su estar-ahí (o «Dasein») sufrió una mutación sustancial e insospechable¾ , sino también en el curso de muchas curas psicoterapéuticas, algunas de las cuales se proponen precisamente una auténtica metanoia o conversión. Algunas enfermedades e incluso algunas intervenciones quirúrgicas dan lugar también a profundas modificaciones del carácter (no nos atrevemos a decir que las producen).
Lo que interesa aquí es subrayar que la tan cacareada inalterabilidad del carácter (genio y figura hasta la sepultura) no se puede sostener hoy día, y que en muchos casos la curación de una enfermedad orgánica coincide (no decimos produce) con la recuperación del carácter originario. Esto nos dice, además, que la enfermedad no afecta jamás al núcleo de la persona y que, por lo tanto, el carácter no debe ser confundido con la persona misma.
El carácter se revela en la acción
El carácter de un hombre se revela en sus acciones. Se puede observar, en efecto, que todas o muchas de las acciones de un mismo individuo muestran determinadas peculiaridades, un estilo, que los más sagaces logran detectar incluso en un acto aislado, aunque en general solamente una larga serie de acciones pone en evidencia el carácter del que las realiza. La acción es un signo específico de la persona. No es solamente un movimiento hacia afuera que en todo caso modifica el medio ambiente, pues toda acción auténtica representa una toma de posición del yo ante el mundo circundante y encarna un concreto modo de estar-en-el-mundo.
Incluso los movimientos más íntimos del espíritu, las actitudes y los estados de ánimo modifican el medio ambiente, y esto es verdad no sólo porque la interioridad humana se realiza siempre en el cuerpo y en la conducta, sino porque el medio ambiente no está constituido tan sólo por objetos y cosas, sino también por sujetos, normas sociales y valores, a los que se refiere siempre todo existente. Y como toda acción revela y realiza una determinada relación con el mundo y lo modifica de algún modo, presupone siempre un juicio de valor, más o menos consciente, pero real: juzgo una situación insatisfactoria y quiero, con mi acción, modificarla.
Pero uno no está nunca ante la realidad como un sujeto impasible y extraño, sino íntimamente implicado en ella y provocado por ella. El mundo no está ante mí como un objeto: lo toco y él me toca. En este tocar y ser tocado, afectar y ser afectado, consiste el estímulo a la acción, la cual, a su vez, se regulará según una cierta escala de valores, cuyo reconocimiento y respeto presuponen siempre las acciones libres, que son las que revelan el carácter y plasman la conducta que merecen el nombre de humanas.
Aquí se manifiesta el anticuado optimismo de algunos etólogos (o investigadores del comportamiento), que creen descubrir en los hombres acciones no propiamente libres, sino tan sólo funciones heredadas de sus antepasados animales. Hace ya más de cincuenta años que Rudolf Allers escribió: «Las explicaciones fisiológicas carecen de todo interés para el psicólogo. Por esto no esperamos ningún resultado útil de las observaciones de la psicología animal. La conducta de un ratón encerrado en un laberinto no nos puede decir nada sobre la psicología del aprendizaje. El comportamiento de un chimpancé-madre con su pequeño no echa ninguna luz sobre la naturaleza del amor materno humano. Y si observamos cómo un pavo real abre su cola de plumas multicolores ante la pava, o las fases de acercamiento de un león a una leona, no obtenemos con todo ello ningún conocimiento nuevo sobre el amor sexual humano».
Carácter: movimiento hacia el futuro
Mi carácter no es lo que yo soy ahora, con todas mis cualidades y defectos actuales, sino la forma de un movimiento dirigido hacia el futuro, completamente dedicado al desarrollo de mis posibilidades vitales. Carácter es lo que yo puedo llegar a ser, mi disponibilidad, mi esperanza intacta: no lo que ya he alcanzado o desarrollado. «Lo que hay de más real en el hombre, lo que es más auténtico, es su potencialidad, que la vida libera sólo muy imperfectamente» (P. Valéry).
Conocimiento del carácter significa, pues, conocimiento de las promesas que en un determinado ser se encierran. De ahí que no pueda ser jamás un conocimiento acabado. Lo dado ¾ que una cierta caracteriología que se califica de objetiva intenta describir¾ es, negativamente considerado, la resistencia que hay que vencer para que la vida del espíritu no muera, y, considerado positivamente, el talento que hay que multiplicar para que el hombre no quede deshonrado. «El carácter es un acto, no un dato» (E. Mounier).
La moderna caracteriología, que no desprecia ni abandona ningún método científico, pero al mismo tiempo toma buena cuenta de los límites del saber sistemático y es consciente también de las ambigüedades, ambivalencias y lados oscuros que muestra toda biografía, y con ello el misterio de la última realidad humana, pone el acento sobre la proyección en el futuro, la responsabilidad y la libertad del individuo.
Así como la teología se coloca ante Dios, la caracteriología lo hace ante el hombre. Aquélla es un saber situado entre la experiencia del misterio y la especulación humana sobre la revelación del misterio. La caracteriología positiva, con su introducción al misterio del hombre mediante la descripción de tipos y estructuras, necesita el complemento del compromiso personal con la aventura del otro, que siempre nos llevará a la sabia ignorancia que posibilita el contacto vivo, como la teología negativa de los místicos consiste en aquella «docta ignorantia», que, sin embargo, refleja máximamente la experiencia de Dios.
(Tomado de Psicología abierta. Rialp).