Clive Staples Lewis (1898-1963) cultivó los más diversos géneros: reputado crítico literario, apologeta del cristianismo y afamado conferenciante. Su producción literaria comprende libros de poemas, novelas fantásticas, cuentos infantiles, ensayos sobre diversos temas, una autobiografía y el breve texto Una pena observada escrito tras la muerte de su esposa.
En 1952, la poetisa norteamericana Helen Joy Gresham, católica, divorciada y comunista, apareció en la vida del cincuentón Lewis, que ejercía en aquel entonces su magisterio en Oxford. Del encuentro personal surgió el amor, al que el maduro escritor se entregó con entusiasmo. Pero la dicha duró poco: Helen enfermo de cáncer y murió, dejando a Lewis sumido en el dolor.
Hacia el sentido del dolor
El libro es fruto de ese dolor. Lewis reflexiona sobre su desdicha, la pérdida del ser amado y se encara con Dios, con su aparente ausencia y lo que imagina es su verdadera naturaleza. Vacío, soledad, impotenciael recuerdo y el amor; la esperanza, la búsqueda de una razón a tanto sufrimiento, los lugares aún impregnados del ser amado irremisiblemente perdido son el punto de partida de este intenso y emotivo libro, que es un valiente enfrentamiento con los más íntimos y recónditos sentimientos; un yo confrontado con la tragedia, con el supuesto sinsentido que gobierna la vida de los seres humanos, la enigmática voluntad divina, la trascendencia y fuerza redentoras.
Lewis se refiere magistralmente al “diseño” divino del ser humano: “es ¾ escribe, dirigiéndose a Dios¾ vuestro gran proyecto: coger a un pobre primate, una bestia con los nervios a flor de piel, una criatura cuyo estómago pide ser saciado, un animal reproductor que necesita a su pareja, y decirle: Venga, ahora conviértete en un dios”.
Aborda con gran agudeza la relación, a veces problematizada, entre hombre y mujer: “en nosotros, los hombres, es una arrogancia llamar masculinas a la franqueza, la justicia, la caballerosidad, cuando se dan en una mujer. Y en ellas es arrogancia adjetivar de femeninos el tacto, la ternura y la sensibilidad de un hombre”.
Más allá de la muerte: la presencia
Descubre, después de un penoso trayecto, que para los enamorados, la muerte es una etapa más del amor; “para ambos amantes sin excepción, el duelo forma parte integral y universal de la experiencia del amor. No se trunca el proceso de la relación; es una de sus fases”. Acierta a descubrir los atributos de quienes ya ven a Dios: “¿Anárquico?, ¿entusiasta?, ¿atinado?, ¿alerta?, ¿intenso?, ¿despierto? No sé, por encima de todo, sólido. Totalmente de fiar. Firme. Los muertos no se andan con tonterías”. Para llegar a la conclusión de que acerca a Dios el hecho de tener al amado en el cielo, afirma: “Amarla a ella se ha convertido, dentro de ciertos límites, como amarle a Él”. Convencido de que los seres humanos ascendemos de las criaturas al Creador: “vamos del jardín al jardinero, de la espada al herrero. A la Vida y la Belleza, impregnadas de aliento vital, que crean belleza”.
Responder al amor
Se destaca particularmente la fina y profunda antropología del autor:
La inteligencia y la voluntad como potencias superiores no pueden no reflejar la unidad sustancial que existe en el hombre: “cuando digo intelecto, incluyo la voluntad. La atención es un acto de voluntad. La inteligencia en acción es voluntad por excelencia”. Muchas veces somos subjetivos respecto a la situación por la que realmente estamos pasando: “con un equipo de cinco sentidos, una inteligencia incurablemente abstracta, una memoria que selecciona al azar, una serie de prejuicios y asunciones tan numerosos que nunca logró examinar más que una pequeña parte si es que llegó a ser consciente de ella, ¿qué porcentaje de realidad total puede llegar a ser penetrado?”. Las emociones tienen un papel concreto: “el amor en vida va siempre acompañado de emoción, pero no porque sea una emoción en sí mismo ni porque necesite ir acompañado de ella, sino porque nuestras almas animales, nuestro sistema nervioso y nuestra imaginación se ven precisados a responder al amor de esa manera”. A veces tratamos a las personas por la idea que tenemos de ellas: “¿no es cierto que muchas veces cometemos este mismo error con respecto a personas todavía vivas, que están con nosotros en la misma habitación? Me refiero al error de hablar y tratar no con el hombre mismo, sino con el retrato que nos hemos hecho de él in mente”.
Cabe, finalmente, afirmar con Julián Marías: “en estas páginas llegó Lewis al fondo de sí mismo, y no es casual, porque en ellas entra, en últimas cuentas, con quien había sido y era todavía, en la radical experiencia del amor, el sufrimiento y la esperanza”.