Al final del milenio, el mundo contemporáneo contempla una paradójica situación. Por una parte, una irrefrenable tendencia hacia la conformación de bloques regionales, con acuerdos jurídico-políticos multinacionales que limitan, en muchos sentidos, el ámbito de la soberanía, tal y como se concebía desde los inicios de la Edad Moderna hasta fines del siglo XX.
Nos encontramos con una prevalencia de la comunicación como factor fundamental para la consideración de las potencialidades de un país; la migración de la mayoría económicamente activa de los sectores primario y secundario hacia el terciario o de servicios; y la reducción de las distancias a través de los modernos medios de transporte e información que promueven una acelerada transculturización, a través de modelos, hasta el más recóndito rincón del planeta.
Por otro lado constatamos el resurgimiento exaltado de nacionalismos o particularismos étnicos o culturales, cuyas consecuencias son diversas en los distintos países pero que, en muchos casos, plantean posiciones xenófobas hacia etnias, culturas, religiones o nacionalidades que no sean las imperantes en esa comunidad humana.
¿Un mundo sin fronteras?
En el primero de los contrastes, podría parecer que el mundo tiende hacia un universalismo al que en épocas pretéritas se propugnó llegar. Citaré tres ejemplos históricos.
Durante el imperio romano, las cosmovisiones utilitaristas ¾ estoicas o epicúreas¾ propugnaron alcanzar un cosmopolitismo, expander su civilización por todo el orbe conocido y conquistado por las legiones erradicando o cuando menos disminuyendo las fronteras lingüísticas, culturales e incluso religiosas; hacer del Mediterráneo el “mare nostrum”, del griego y el latín los idiomas universales aunque, curiosamente, respetando los usos y costumbres de los pueblos conquistados, siempre que no atentaran contra la civilización universal romana.
Este cosmopolitismo imperial impregnó todas esas regiones con una visión universalista y romance. Con ello, fincó los cimientos de lo que con el tiempo se ha denominado la cultura occidental, de raíces judeo-greco-romanas.
Se latinizaron, así, los territorios conquistados en lo que se refiere a la forma de intercomunicación idiomática, pero esa latinización admitió particularidades de los distintos pueblos que adoptaban la nueva lengua. Esto provocó el surgimiento de las lenguas romances derivadas del latín y, como éste, podríamos señalar otra serie de ejemplos que demuestran la amalgama conseguida entre conquistadores y conquistados en este tipo de colonización.
Posteriormente, en época del emperador Carlomagno, en la Europa del Sacro Imperio Romano Germánico, se estableció como gran meta la subsistentica de las características específicas de las nacionalidades conformadoras del mosaico cultural, étnico, lingüístico y político de entonces, aunque conjuntadas en torno a dos grandes centros nucleares: el imperial y el religioso, integradores del gran sueño carolingio de la christianitas.
De paseo por la historia
Otro gran emperador europeo, Carlos I de España y V de Alemania, formó el imperio de mayor extensión, jamás soñado por sus predecesores universalistas, con características bien disintas de los universalismos anteriores y también de las que el propio monarca católico, nacido en Flandes, hubiera podido soñar. El nieto de los reyes católicos propugnó un imperio que erradicara divisionismos surgidos por la Reforma Protestante ¾ surgida en su gobierno y posesiones¾ y consiguió, sin pretenderlo expresamente, constituir ese nuevo imperio hispánico del que Felipe II, su inmediato sucesor, afirmara en frase afortunada, “que no se ponía nunca el sol”. Imperio cuatricontinental que llevó una misma cosmovisión, lengua, religión y cultura, hasta las antípodas españolas: las asiáticas islas Filipinas y a buena parte del continente americano.
Este ecumenismo fáctico creó una nueva cultura mestiza que acrisoló, durante tres siglos, muchas de las características de ambas formas de ser en una nueva realidad, denominada poéticamente por José Vasconcelos como la “raza cósmica”.
De la mano del problema lógico que supuso a españoles y portugueses la nueva relación jurídica y social que surgió de la convivencia e integración de dos tipos de civilizaciones contrastantes, florecieron planteamientos filosófico-jurídicos compendiados en las Leyes de Indias y soportados por la Escuela Española del Derecho Natural (ibérica, diría yo), que tuvo en las universidades de Salamanca y Coimbra sus máximos centros de pensamiento y divulgación.
En la Ilustración, el racionalismo y empirismo exacerbados cultivaron intelectualmente un individualismo subjetivista benéfico, en muchos aspectos del desarrollo de las ciencias cuantitativas y mesurables, pero que al mismo tiempo encerró a muchas personas y pueblos en una especie de autocontemplación única, contrastante con las epopeyas surgidas de esa amplia visión universalista que hizo posible las expansiones referidas anteriormente.
La Revolución Francesa, el liberalismo capitalista y el concepto de democracia liberal ilustran una concepción socio-política donde la exaltación de la libertad, la igualdad de las personas y la soberanía popular son los bienes más anhelados, y a veces hasta sublimados, lo que provoca una interpretación de nación como un espacio cerrado que, en contra de esos ideales, acaba entorpeciendo la libre circulación de mercancías, hombres e ideas.
Hobbes, Locke y Rousseau, refieren el origen del Estado a partir de un contrato social que cedía libertades personales en pro de una entidad que garantizara seguridades públicas y privadas y reintegrara parte de esas libertades a través de garantías individuales, otorgadas generosamente por la Constitución. Ese Estado liberal se regirá por principios de igualdad jurídica y creará, así, una única categoría de ciudadanos: cumplidores de una ley de observancia general. Es obvia la contradicción entre este orden socio-político y el multiculturalismo ecumenista que, sin crear ghettos o fueros de privilegio, considera las diferencias entre los distintos grupos socio-culturales, políticos y religiosos de la sociedad global, otorgando a la convivencia gran riqueza de matices.
De la aldea global a los conflictos tribales
El cosmopolitismo contemporáneo plantea la realidad existente en torno a un idioma universal, el inglés; una divisa de aceptación mundial, el dólar; una nueva moneda de plástico y un nuevo lenguaje universal, el computacional, entre muchas características expandidas a través de medios técnicos audiovisuales que permiten recibir al instante la información generada casi desde cualquier punto del orbe.
Como resultado de la globalización técnica, comunicacional e informativa, se origina una nueva relación democrática que trasciende fronteras y conceptualizaciones clásicas sobre soberanía de espacios aéreos, controles de la información y relaciones gobierno-medios de comunicación social.
La revolución silenciosa de 1989 que logró derribar la Cortina de Hierro, en realidad no fue tan silenciosa. Estuvo apuntalada por pequeños aparatos de onda corta, en transmisiones de la CNN y la red de los radio aficionados.
Dentro de ese mundo que, a decir de Marshall McLuhan, se ha convertido en una aldea global, la información se democratiza: está menos condicionada por las poderosas cadenas informativas con intenciones políticas, ideológicas y nacionalistas bien determinadas, que han reducido su radio de influencia y penetración ideológica frente a la diversidad de opciones informativas que requieren de menor potencial económico y organizativo.
Durante décadas, Estados Unidos mantuvo una relativa competencia televisiva de tres grandes cadenas nacionales y una serie limitada de pequeños canales locales; la mayoría de los países europeos tuvieron menor posibilidad de elección, existían uno o dos canales generalmente gubernamentales que casi unificaban la opinión pública generada por la comunicación televisiva pues no permitían otra posibilidad de enfoque. Ahora los satélites, televisión por cable y Direct TV, plantean tal posibilidad que nadie está en condiciones de aprovecharlas debidamente por la limitación de tiempo disponible; esto hará que cada vez sea más difícil hacer confluir, en una misma línea, la opinión pública.
En el fondo, la mayoría de esas opciones se generan en los países económica y técnicamente más desarrollados por lo que a pesar de la variedad de opciones, terminamos siempre con una “misma sopa”, una misma ideología imperante, una misma manera de presentar los contenidos comunicacionales. Lo que existe es una proliferación en el modo de decirnos más o menos lo mismo.
¿Tolerantes intolerantes?
En medio de un clima cosmopolita que tiene como palabra sacramental la tolerancia, contemplamos, por ejemplo, acciones desplegadas por los llamados “cabezas rapadas” contra comunidades inmigrantes asentadas en países como Alemania, Francia, España, Italia, Gran Bretaña, Holanda
Históricamente se constata que en épocas de cambios vertiginosos y de crisis moral los grupos humanos viven en una situción de profunda perplejidad, esto puede provocar que el surgimiento de un líder carismático encuentre tierra fértil para la exaltación de posiciones extremistas presentadas como redentoras de esa realidad crítica que se busca desterrar.
Para otros analistas serios, resulta imposible el resurgimiento de un neonazismo. Sostienen que la xenofobia tiene, como causa profunda, el problema del desempleo en amplias capas de la población jóven europea, nor-americana o australiana; así, al encontrarse en paro, atacan a quienes han venido de lejos para ocupar un espacio laboral que debiera pertenecerles por principio.
Independientemente de la exactitud de tales apreciaciones, las actitudes violentas delatan una actitud racista, lo que se cree un atentado contra la “pureza de sangre”, cosmovisión, origen histórico o cultura.
Resurge así la intolerancia en una época que hace gala de tolerancia y pluralismo. Estos conceptos se han malentendido. En el fondo se trata de un subjetivismo exaltado que presume liberalidad y pierde principios y valores. La ausencia de auténticos valores humanos, lleva a que, aun cuando técnicamente se plantea como posible la unificación mundial, en la práctica se procura un mayor divisionismo entre los grupos sociales.
Subyace la paradoja de este subjetivismo exacerbado ¾ que proclama o expresa tácitamente, que si la realidad no es como la concibo, peor para ella¾ mezclado con individualismo ¾ soy el centro absoluto del universo, por tanto, quien no se parezca a mí, debe anularse¾ , todo ello aderezado por un tipo de tecnología informativa que no busca la Verdad sino que exalta medias verdades en un mundo materializado, donde lo cuantificable impera.
Juan Pablo II considera en diversas encíclicas muchas de estas señales de nuestro tiempo (Centessimus Annus, Solicitudo Rei Socialis, Veritatis Splendor, Evangelium Vitae) donde la supuesta tolerancia acaba siendo intolerante con la búsqueda directa de la verdad y proliferan, bajo pretexto de ese ideal tolerante, “medias” verdades de todo tipo que acaban imperando popularmente por su buen manejo en los medios de comunicación, el fuerte potencial económico que las sostiene y un cierto garbo para expresarlas, lo cual puede más que la verdad misma.
La única fórmula de preservar el gozoso ecumenismo del tercer milenio en donde las fronteras ideológicas, étnicas y culturales se reducirán, sin llegar a la uniformización general, es y será la responsabilidad de empresarios y profesionales de los medios de información en torno a la búsqueda y manifestación de la Verdad, y la exaltación de los auténticos valores universales, que alienten las formas culturales de cada grupo humano.
Ése es el gran reto. Reto que, por otra parte, es tan antiguo como la vida del hombre sobre la tierra: unidad en lo esencial con los demás congéneres, a la vez que diversidad en lo accidental para, así, enriquecer la dinámica social y la cultura universal.