Hay un niño de ojos grandes y tristes que mira – comiéndose- a Cádiz. Cádiz la hermosa, la que parece abrazada de agua por todas partes.
En esa ciudad nace él, el niño Manuel de Falla y Mathieu, anunciando – eran las seis de la mañana- el día 23 del mes de noviembre de 1876. Ahí vive sus primeros años mientras respira mar, culturas, leyendas, historia, sueños.
Cádiz es una “estrecha isla unida al continente por un delgado hilo de tierra”, de igual manera que Manuel de Falla parece enlazado a su tiempo sólo por un frágil hilo del que se olvida frecuentemente: sobrio, en épocas bohemias; austero, frente al despliegue de recursos orquestales; apolítico, en momentos de efervescencia social; amigo solidario, a pesar de las divergencias intelectuales; metódico y sencillo, frente a las grandes vanguardias musicales de aquellos años.
A lo largo de ese primer tiempo gaditano – mientras Cádiz observa jugar a Manuel- , nada parece anunciar al mayor músico español contemporáneo en ese niño que funda una ciudad a la que llama Colón, sueño que comparte con sus hermanos, María del Carmen y Germán, en la que todo estaba previsto: plano, organización, vida cotidiana, y en donde se publicaban los periódicos El mes colombino, El burlón y El cascabel, este último con un boletín que narraba distintos medios para no tener miedo a los exámenes…
El asalto del primer amor
Como muchos amores que sangran de por vida, el relativo a la música se lo inculcó su madre. Ese pequeño Manuel -el futuro maestro- toca con ella, a cuatro manos, a Mozart, Beethoven, Grieg. Y junto al abuelo materno, que interpreta a Bellini con una armónica amarilla de tanto tabaco, Manuel improvisa acompañamientos al piano.
La madre intuye la fuerza musical del niño y lo deja en manos de quienes habrán de instruirlo en los secretos más íntimos de ese misterio que se llama música. Ya por entonces, empieza a componer tejiendo ecos de melodías maternas, nanas gitanas, a Bach, a Wagner, fundiendo todo ello para dar fe de aquella su Cádiz que es puerta, también, de muchos legados.
Entre la composición y el piano, el joven Manuel de Falla parece inclinar su amor hacia la primera. Viaja repetidamente a Madrid y es ahí donde conoce a Tragó, entonces director del Conservatorio. En 1898, la familia debe trasladarse a Madrid porque la situación financiera del padre parece llegar al otoño.
A Manuel, la vergüenza de ser mayor de edad que sus demás compañeros le hace querer transformarse en sombra, y por ello estudia como alumno libre los siete cursos del Conservatorio en sólo dos años. Su esfuerzo se ve premiado: gana el primer lugar en el concierto de fin de cursos.
A Falla le gusta la compañía de Liszt, Chopin, Debussy y Wagner, pero deberá refugiarse en la zarzuela para sobrevivir. Compone cinco obras; sólo se estrena una sin mayor éxito: Los amores de la Inés, representada una veintena de veces por un conjunto orquestal mediocre, sin oboe, con una sola viola, y un hombre que tocaba el contrabajo siempre que no se encontrara en la taberna al lado del Teatro. Manuel, desilusionado, afirma sus intenciones creativas y vuelve su mirada hacia el impresionismo, las raíces tradicionales y la depuración técnica.
1905 es un año de media sonrisa: su obra, La vida breve, obtiene el Premio de la Academia de Bellas Artes de Madrid a la mejor ópera española en un acto, pero no se estrenará sino ocho años después, a pesar de que el premio implicaba su representación en el Teatro Real.
Hacer luz
París es duende que hechiza siempre a los artistas. Y Manuel de Falla no es excepción. La vida musical en el París de entonces hizo luz en la obra de Debussy, Dukas, Ravel, Fauré… Con la promesa de un empresario, Falla parte a la capital francesa y escribe: “En el corazón llevaba entusiasmo para toda la vida. En el bolsillo, dinero para unos días”.
Manuel llega a París. Tiene treinta y un años, es enjuto, mesurado, y parece niño enlutado en día de fiesta: su famoso “empresario” resulta ser un agente segundón que lo más que puede conseguirle es un decepcionante puesto de director-pianista en la orquesta de una compañía de pantomima. Y ahí va Manuel, recorriendo el norte de Francia, Bélgica y Suiza, mientras interpreta la pieza de un compositor casi desconocido y viaja, también, entre dos sentimientos: de terror ante las exigencias desorbitadas de aquel compositor y de complacencia por la compañía radiante y bienhechora de los cómicos.
Manuel de Falla vive modestamente en París durante siete años, y es bajo el sol parisino que su obra adquiere la redondez de un fruto maduro: empata la influencia de su admirado Debussy con los rasgos más genuinos del folklore español.
Lleva bajo el brazo su obra La vida breve, y es ella quien le abre las puertas de los salones y el corazón de quienes serán sus amigos: Paul Dukas, Albéniz, el mismo Debussy, Ravel, Diáguilev y Stravinski. En este tiempo compone sus Cuatro piezas españolas y sus Tres canciones. Conoce a la Princesa de Polignac, mecenas norteamericana que reúne a los principales artistas del París de preguerra y bajo cuyo encargo escribirá más tarde, en 1922, una de sus obras cumbre: El retablo del maese Pedro, a partir de un texto del Quijote.
Para Falla, el cultivador de música, estos años serán de espléndida cosecha: gran producción creativa, éxito público y reconocimiento del más selecto círculo musical de entonces. Tras una larga vida, La vida breve se estrena en Niza en 1913 y al año siguiente en París: el nombre de Manuel de Falla se escribía para siempre en la historia de la música.
El público pide más obras y los empresarios lo buscan. Manuel decide vivir con sus padres en una casita cercana a la Ciudad Luz pero no cuenta con la “nunca bastante maldecida guerra”, como dirá de ella en una de sus cartas.
Con la primera guerra mundial, París es ciudad enloquecida. Sus amigos se alistan o refugian en distintos países. Manuel regresa a Madrid. Le acompañan, únicamente, su compañero Joaquín Turina y un pequeño maletín. Es tiempo ya de partir.
Del sol a la tristeza
España se rinde a Falla. La primera representación madrileña de La vida breve, obliga al timidísimo Manuel a salir a escena varias veces para agradecer la calurosa acogida. Es en Madrid donde trabaja El amor brujo, Noches en los jardines de España y termina las Siete canciones populares españolas. Saborea, así, las fuentes musicales gitanas -con sus cante jondos o flamencos- y albaicineras; hace a un lado influencias impresionistas y describe un nuevo aspecto de su Andalucía natal. Para la crítica, el recibimiento de estas obras es polémico. Algunos hablan de ellas como de “una simple españolada”, y otros como de “la música que dará la vuelta al mundo”.
En Granada, junto con su amigo Diáguilev, surge la idea de crear un ballet que bajo la forma de pantomima interprete la trama de la novela de Alarcón: El corregidor. Con el primer título de El corregidor y la molinera se estrena la obra que no es bien recibida. Falla sigue trabajando en ella, la rehace, y dos años después, en 1919, y con el título de El sombrero de tres picos, sale nuevamente a la luz pero ahora en Londres y con vestuario y telones de escena pintados por Pablo Picasso. Para Manuel, el día del estreno no es feliz. El día del estreno representa, para él, la noche: su madre, María Jesús Mathieu, muere en España. Falla regresa y se recluye en Granada acompañado por su hermana. A partir de ese momento hasta su muerte, ellos no se separarán.
Arthur Rubinstein encarga a Falla un concierto para piano y él compone la Fantasía bética, que el pianista estrena en Nueva York. Con ella, Manuel de Falla vuelve a esa aspiración suya que marcó su primera vocación estética: “Ni una nota de más, ni una de menos”. Su lenguaje se vuelve ascético y parece poner fin a la desbordante etapa andaluza.
Granada es foco cultural que embruja con sus estanques cantarinos, jardines serenos y su altiva Alhambra. Falla – cordial, apacible, de exquisita cortesía, buen hombre- intima con artistas como Andrés Segovia, Juan Ramón Jiménez y Federico García Lorca. Junto a éste, organiza el Festival de Cante Jondo y la Orquesta Bética con escasísimos fondos y sin ninguna ayuda oficial. Estrena en Sevilla el Retablo que no tiene ahí ninguna acogida, al contrario de lo que sucede en París, Zurich, Venecia, Barcelona, Madrid y Granada.
Su vida y trabajo son cada vez más austeros. Los hermanos Falla viven sencillamente. En la lista de compras de María del Carmen siempre se encuentra un renglón dedicado a la “ayuda a necesitados”. Manuel de Falla se aboca a su música en las madrugadas y escribe que busca “un arte tan fuerte como simple, en el que estén ausentes la vanidad y el egoísmo”. Compone Psyché, el Concierto para clave y cinco instrumentos, y el Soneto a Córdoba sobre un texto de Góngora. Regresa la mirada a su primer amor: la música primitiva del cancionero español. Aun así, realiza algunas giras triunfales por Europa y recibe la Legión de Honor en Francia.
Con la muerte de sus amigos, Manuel sigue su camino de recluimiento interior y aislamiento religioso. En 1935, compone una pieza para piano en memoria de Paul Dukas que, orquestada, será parte de una suite, Homenajes, junto con el Homenaje a Debussy, la Fanfarria y la Pedrelliana. Su salud no ha sido nunca portal en el que pueda guarecerse y, día a día, su estado empeora; el éxito del que ya goza no tiene eco en sus bolsillos.
En 1936, estalla la Guerra Civil. Manuel de Falla intercede por amigos suyos. Pero no logra salvar a Federico García Lorca. Es un tiempo de nubes negras. Se vuelve más y más obsesivo por la limpieza, el orden y la puntualidad; algunas supersticiones en las que creía, se tornan también más vivas. Su espíritu está enlutado, y si no es porque el cariño de su hermana lo cobija, Manuel moriría de frío.
Cuando Dios baja a la tierra
Gracias a una invitacion de la Institución Cultural Española en Buenos Aires, Manuel accede dirigir una serie de conciertos de música española en tierras americanas. Zarpa junto con su hermana en el Neptunia, llevando el manuscrito de la obra que dejará inconclusa y por la que ha trabajado años y años: La Atlántida.
En Buenos Aires, lo abriga el sol del cariño con que es recibido. No lo esperaba. El 18 de noviembre de 1939 estrena en el Teatro Colón sus Homenajes. El público y la crítica son suyos.
La agitación, las obligaciones, su frágil salud, le obligan a buscar un lugar para vivir fuera de la gran ciudad. Se instala en una casa de campo en la sierra de Córdoba, la Nueva Andalucía. Se enferma, convalece, disfruta períodos de salud que aprovecha para dirigir conciertos en Buenos Aires y obtener, así, algo de dinero: su situación económica es precaria.
En 1941 se traslada a Alta Gracia, pueblito encantador de la misma provincia de Córdoba, que le recuerda a su Granada. Un reloj con la hora granadina lo acompañará hasta el final.
El 14 de noviembre de 1946 es el último día que estrena Manuel. Fallece de angina de pecho, nueve días antes de cumplir setenta años.
Muere silenciosamente, después de hacer llover música por todas partes. Su hermana y la criada lo encuentran ya inerte, como si sólo le bastara una pausa para despedirse.
Su cuerpo fue llevado de Argentina, hogar de sus últimos años, a su Cádiz primera, Cádiz la hermosa, como él quiso.
La huella de Manuel de Falla homenaje a la luz de cada nota, nos obliga a acompañar aquel elogio que un día alguien le hiciera: “Manuel, hoy hizo usted que Dios bajara a la tierra”.