Zapatos sin calcetines
Soy enemigo de corbatas y calcetines. La corbata siempre me ha parecido un invento inútil, caro, artificial y poco estético, casi tan absurdo como las pelucas empolvadas del siglo XVIII. Los calcetines, en cambio, son útiles para protegerse del frío y la humedad. Pero si no hay frío ni humedad, no veo por qué utilizarlos. Por ello, en cuanto se me presenta la ocasión, prescindo de la corbata y los calcetines. Obviamente, respetando discrecionalmente los convencionalismos, que no por convencionalismos son poco importantes. Al fin y al cabo, muchos convencionalismos hacen más amable la vida en sociedad. Basta viajar en un avión, al lado de un bárbaro mal bañado y sin calcetines.
Quizá por ello, mis amigos de derecha afirman que visto como un intelectual trasnochado del 68, y mis amigos de izquierda dicen que visto como un reaccionario camuflado. Reaccionario o hippie, mis estudiantes saben bien que soy protector de los varones con colita de caballo y arete (eso sí, en la oreja “moral”, por aquello de que left is right, right is wrong) y de las mujeres que usan huipiles oaxaqueños. La vida ya está bastante regulada como para regularla aún más.
El dogmático Carreño
Tengo, además, una razón más profunda: los hombres somos proclives a dogmatizar en lo opinable y opinar en lo dogmático. De ahí que el tema de la “buena educación” se haya convertido en un auténtico caballo de batalla ideológica entre conservadores y progresistas. Se echan de menos los buenos modales en las oficinas, en el transporte público, en las universidades, en las empresas. Tan malos son los modales de los patanes como los de los figurines de GQ.
Los tradicionalistas se acartonan en formas obsoletas y queman incienso a la urbanidad antigua. Los progresistas resquebrajan la politesse hasta dejarnos, literalmente, en cueros. Flaco servicio han hecho a los buenos modales autores como Carreño, cuando pontifican sobre el modo como una dama educada debe vestir en un velorio (de negro, con perlas y con un discreto perfume). También magro servicio han hecho los punks, que no se bañan para oponerse al stablishment. Ambas tendencias (las dos viven en nuestro México, con nombres diversos) enfocan muy mal el asunto. Punks y carreños olvidan lo elemental: “urbanidad”, lo mismo que politesse, provienen del latín, urbs y del griego, polis, ciudad.
Tradición y finesse
Curiosamente, dos obras muy distintas coinciden en su concepción de la urbanidad. Santo Tomás de Aquino, monje, teólogo y medieval, escribió en la Summa Theologiae que la urbanidad es una parte de la justicia. Enseñaron los sabios escolásticos que justicia es “dar a cada uno lo que le corresponde”. Ser justo con una persona equivale a tratarla como lo que es, como persona, como animal racional. En el ala izquierda, Max Horkheimer y Theodor Adorno dijeron algo semejante en sus Lecciones de sociología. La sociedad industrial está perdiendo la finesse en el trato como consecuencia de la cosificación de la persona. Tratar a las personas sin “buenos modales” equivale a tratarlas como “cosa”, como módulo funcional, desechable e intercambiable. Éste es el quid del asunto. El hombre, lo enseñó Aristóteles hace 2300 años, es un animal político. Requerimos por naturaleza de la comunidad. La vida en la polis, en la comunidad, precisa de algunas reglas, o mejor dicho, exige cumplir una regla fundamental: cuidar la pervivencia de la polis y la realización y dignidad de sus miembros. Éste es el fundamento racional de los buenos modales. Si una persona no se baña, generará ¾ además de piojos, transmisores de enfermedades¾ malos olores. Y es muy difícil trabajar al lado de quien huele a hombre… de las cavernas.
No sólo se trata de cuidarnos físicamente. También, de respetarnos espiritualmente. Tal cuidado tiene muchas manifestaciones, menciono tan sólo la salvaguarda de la tradición. Sin tradición no hay polis. Los buenos modales son protección de la tradición. Una persona “educada” es una persona con tradición.
No se me malinterprete, no soy tradicionalista; los tradicionalistas no han entendido la tradición. Ellos conciben la tradición como referencia al pasado. Asumen, por definición, que “todo pasado fue mejor”. Piensan tales hombres (abundantes entre la derecha mexicana), que la tradición es un conjunto de fórmulas hechas, inviolables, intocables, formas que merecen ciega veneración. Craso error. La auténtica tradición es vida, es presente continuo, es flujo. Cuando se tiene que preservar artificialmente una tradición, esa tradición agónica está convertida en folklore turístico. La tradición es el pasado hecho presente: es la cultura antigua encarnada en la cultura nueva. Los mexicanos comemos tortillas por tradición. Ésta es una auténtica tradición: es algo presente en el mundo cotidiano, y por tanto, es una costumbre móvil, dinámica. Comemos tortillas, cierto, pero nuestras tortillas industrializadas no son como las que comía Moctezuma.
Tradición y justicia. Tales son las claves para entender y defender los buenos modales.
Se me ocurren tres ámbitos donde la urbanidad se manifiesta especialmente; tres artes de difícil descripción y más difícil dominio: el arte de conversar, el arte de vestir y el arte de comer.
El arte de conversar
Típica plática oída al vuelo en un café:
¿Qué tal? – pergunta uno, mientras se ajusta la corbata.
Pues aquí, y ¿tú? – responde el interlocutor, en un alarde de ingenio.
Pues… también aquí – contesta el otro, después de haber reflexionado unos segundos.
¿Y qué más? – como poniendo cara de interesado.
Pues ahí, nada más – y las palabras se las lleva el viento, pues yo no tengo la costumbre de escuchar conversaciones ajenas.
Podemos oír charlas así en cualquier oficina, universidad, café o salón de belleza. Sazonadas, según la edad, sexo y condición social, con referencias al nuevo tratamiento para el cutis, al fracaso de Julio César Chávez, o al último reventón en Aca.
Entre los ingleses – al menos como ellos se autodescriben- saber conversar era un arte bien preciado (y digo “era”, porque la última vez que visité Londres, sólo pude hablar del clima). Ahora, en cambio, parece que saber charlar es un defecto, y un buen conversador es -en algunos ambientes yuppies- una persona que quita el tiempo. Como ha hecho notar Michael Ende en su cursilísimo (pero estupendo) libro Momo, nuestra sociedad está dedicada a ahorrar tiempo, para no gastarlo luego en ningún lugar. No sabemos conversar, porque no sabemos escuchar (y al revés).
Un buen conversador sabe dialogar cuando hay que dialogar, sabe contarnos algo cuando hay que contarlo, y sabe oírnos cuando hay que oír. Enemigos de las conversaciones “sabrosas” son los lugares comunes (la contaminación en el D.F.; la crisis de valores, morales y de la bolsa; la próxima devaluación; el último capítulo de Nada personal; el “reventadísimo” cocktail en la discotheque de moda). Corrosivo para la buena conversación es lo obvio (“México está muy mal”, “está haciendo calor”). Nefasto en la conversación es la hilaridad, jocosidad, bufonería, la risa fácil, tonta, y continua (como aquel que no va a los velorios porque allí hay que poner “cara de serio”, o peor aún, que se dedica a contar chistes “rojos” al lado de la viuda).
No es buen conversador quien siembra sus pláticas con abundantes maldiciones y palabras afines.Yo no creo que haya palabras de mal gusto; pero sí creo que hay usos de mal gusto. Es de mal gusto no tener vocabulario suficiente, si se luce un título universitario. Algunos hombres “cultos” carecen de adjetivos distintos para calificar al futbolista más… diestro; un examen en que me fue de… vergüenza, y un automóvil deportivo… estupendísimo. El buen conversador tiene la salida ingeniosa, tiene humeur; es amigo de las paradojas, de los juegos de palabras, de la sonrisa amable y de la circunspección. El buen conversador sabe hablar con el rostro, sabe callar a tiempo y sabe escuchar.
Buenos conversadores son los niños y los ancianos. Los primeros porque no saben nada, excepto preguntar, escuchar y admirar. Los segundos, porque han vivido y tienen algo que contar. Niños y ancianos son eslabones de la tradición. No suelen ser buenos conversadores los teenagers, pues poco tienen que contar y quieren contar mucho: son fanfarrones y locuaces.
Leer y viajar ayuda a conversar. Y aunque no todo hombre culto es buen conversador, es más fácil ser un buen conversador si se puede distinguir un meandro de un poliedro.
El arte de vestir
Lord Brumel fue en su tiempo el hombre mejor vestido de Europa, y aún hay quien cree que para estar bien vestido hace falta levita y chistera como Brumel, o peor aún, hay quien cree que estar “a la moda” y estar bien vestido son lo mismo. La sabiduría popular es auténticamente sabia cuando sentencia: “De la moda, lo que acomoda”.
El vestido tiene una triple función: térmica, ceremonial y estética. Lo más importante de la ropa es su adecuación al medio ambiente y el respeto a la dignidad humana (tanto del portador, como del espectador). Fue ridícula nuestra aristocracia pulquera, cuando salían disfrazados “de ingleses” a cazar en las tierras de sus haciendas azucareras. Sus elegantes trajes de caza no venían al caso en el trópico. Ya lo dice el refrán, “ande yo caliente, ríase la gente”, en contra de aquella tendencia a idolatrar los dictados de unos señores que viven en París o en Nueva York, y que no se han enterado de que en el subtrópico puede hacer frío y calor en el mismo día o de que el cuerpo humano no es “bistec” que tiene que ofrecerse en escaparate.
La ropa tiene también una dimensión ceremonial. El abogado se pone traje para “ser serio” y asumir ante los clientes su papel de hechicero y chamán, conocedor de todos los misterios de la miscelánea fiscal. El humanista, por su parte, se despoja del traje formal para dictar una lección erudita; acudir vestido con camisa de seda y saco de lino a una reunión académica desdice de su condición de crítico de la sociedad. El novio, el magistrado, el sacerdote, el policía, son “performados” por sus trajes. La vestimenta significa una actitud ante el mundo y ante los demás; simboliza un role, una función.
Finalmente, la dimensión estética: el vestido es también decorativo. Cuando acudimos vestidos de etiqueta a una boda, todos somos parte de la coreografía de los novios, y en un restaurant de lujo somos otro tanto al acudir formalmente vestidos.
Había un muchacho a quien apodaban “el caja fuerte”. Indagué la razón del mote. “Es que solamente él sabe la combinación que trae”, me explicaron. Una persona mal vestida no contribuye a crear un entorno estético, y una persona bien vestida es siempre un bonito “artículo” de decoración para sus semejantes.
El vestido debe conjugar clima, cultura, circunstancias personales, gustos y estado de ánimo. El vestido es primerísima manifestación de la personalidad. El principal dictado no es, como se piensa, el de la moda, sino el dictado de quien lo usa y de quienes lo ven. Legislar sobre el vestido sin tomar en cuenta al hombre concreto, es quizá, el único signo objetivo de mal gusto en el vestir.
El arte de comer
Me caen mal aquellos gourmets, que suelen perderse de algunos placeres tan deliciosos como vergonzantes, tan sólo porque “no son platillos refinados” (yo, pobre mortal, soy aficionado a la cheeseburger y a los tlacoyos grasosos y picantes).
Saber comer es, también, saber conjugar cultura, clima, estado de ánimo, circunstancias y gustos. Salvo “los colesteroles y triglicéridos” (sustancias que aparecieron en los alimentos a partir de los años 70), no encuentro fundamentos sólidos para pontificar sobre la gastronomía.
Me atrevo, con todo, a sugerir dos cualidades: afán de experimentar y gustos definidos. Quien presume: “a mí me gusta de todo”, está diciendo: “me da igual lo que como”. Lo que además de falso, sí es de “mal gusto”. Es como a quien lo mismo le da escuchar a Brahms, que a Juan Gabriel y a Enrique Iglesias. Tales sujetos no son personas con gustos amplios: son hombres sin gustos (lo que se antoja de muy mal gusto). Tener un plato preferido (pongamos por ejemplo, los chiles en nogada), y un plato aborrecido (por ejemplo, los chayotes) es la primera norma de buena educación culinaria.
Al lado de estos gustos con personalidad (o de esta personalidad con gustos), es bueno el afán de novedad, de experimentar, de conocer. Escribió Aristóteles “todos los hombres tienden naturalmente a saber”, lo que vale perfectamente para las sensaciones. Querer oler nuevos aromas, paladear raras texturas, saborear exóticos condimentos, es un indicio de racionalidad. Apreciar los colores azules y violáceos de unas tortillas en un comal o disfrutar en un mercado de la multicolora mezcla de fragancias en los puestos de fruta, son experiencias estéticas que hacen de la comida algo más que una función digestiva.
Comer es una necesidad fisiológica, pero es también un rito social, una ceremonia y una manifestación de la propia personalidad. Los “buenos modales” no deben atentar contra la soltura, contra el carácter y temperamento, contra la autenticidad. Los rigorismos y acartonamientos son indigestos.
Ética y estética
Debo confesar que desde hace algunos años me preocupa mucho la frecuente confusión entre ética y estética. La ética se fundamenta en la naturaleza humana. Los grandes principios éticos son inmutables, pues están fincados en la esencia del hombre. La estética, en cambio, está sustentada en un juicio subjetivo, en el gusto, en el placer que causa un cuadro o una sinfonía. No se pueden dar reglas sacrosantas en estética; quienes lo han intentado han fracasado rotundamente. La estética es un asunto eminentemente cultural (cada cultura tiene sus patrones estéticos) y de gustos personales (no en balde “estética” viene del griego aisthesis, sensación, percepción). Saber combinar los colores y texturas de la ropa, o los sabores y aromas de la comida, es un asunto de estética, no de ética.
Un malentendido progresismo (no encuentro otro término) ha convertido los problemas de ética en problemas de estética. El divorcio se justifica por los sentimientos de compasión: “cómo van a echar a perder su vida…”. Es bueno ¾ piensan¾ lo que despierta sentimientos intensos.
Un malentendido conservadurismo (no encuentro tampoco una mejor palabra) ha convertido los problemas de estética en problemas de ética. Pintarse la cabellera de color verde se considera un pecado contra natura. Es malo ¾ piensan¾ lo que se ve “feo” según unos patrones estéticos preestablecidos y “objetivos”.
Discutir con los primeros no me interesa, por ahora. Necesitaría varias páginas más. Discutir con los segundos ha sido el propósito de estas líneas. Ceux bons hommes olvidan que el dogmatismo bien intencionado (muy frecuente en algunos medios) es también un camino para perder la fe. Los hombres tenemos una tendencia natural a dogmatizar (basta pensar en los fetichismos positivista y marxista). Dogmatizar en lo opinable es tan inmoral como opinar en lo dogmático. Por ello, me he propuesto en diversos momentos defender eso que yo he llamado una sana cultura de lo light. Ya bastante pesada y asfixiante es la tecnoestructura (el “cruel mundo de la productividad”) como para hacer del mundo vital un lugar agotador, atiborrado de reglas y procedimientos.
Justicia, ética y tradición: de acuerdo. Pero, por favor, no inventemos más politesse de la imprescindible. La vida en la corte de Luis XIV fue tan agobiante, que se implantaron en Versalles los “miércoles sin etiqueta”. La guillotina revolucionaria cortó la cabeza de Luis XVI, y la revolución francesa se inventó una nueva etiqueta. Esta liturgia laica ha llegado hasta nuestros días convertida en corbatas, cuya anchura crece o decrece cada verano, y perfumes cuya fragancia cambia cada año. ¿No sería éste un sano momento para defender la libertad personal?
Los moralistas escolásticos sostuvieron que, no mediando asunto grave, siempre se debía apostar a la libertad. Debemos defender la libertad. Muy rara vez los problemas de estética son problemas de ética. ¿Por qué tenemos a veces ese afán de convertir el savoir faire en un problema moral? Pro libertate es el eslogan que deben tener los buenos modales (no tratándose de asunto moral delicado, y ordinariamente el largo del cabello y los aretes no lo son). No es de ley natural que el vino tinto deba acompañar las carnes rojas. Los hombres tenemos que vivir la justicia con los demás, pero no tenemos que encorsetarnos en normas de politesse pseudosagradas. Ya hay muchas áreas reglamentadas en nuestra vida como para reglamentar incluso lo que no hay que reglamentar. Ya lo sostuvieron los teólogos escolásticos: in dubio pro libertate.
Rezaba un pequeñín: “Dios mío, haz a los malos, buenos, y a los buenos, simpáticos”. ¿No sería bueno escribir un manual de buenos modales a la luz de esta oración?