Ya en el umbral del año nuevo, alguien me dice al oído: “¡Ojo a las personas serias! ¡Confía solamente en las alegres!”. La alegría, en efecto, garantiza la afirmación auténtica de la vida, aun en circunstancias graves, y el que, bajo el pretexto de la seriedad de nuestro destino elimina la alegría de sus días de fiesta, es sospechoso de herejía vital, más o menos consciente.
Los espíritus nobles se muestran de vez en cuando entristecidos o coléricos, pero nunca serios. La seriedad es espasmo, tensión interior; a menudo, recelo; casi siempre, cerrazón del yo sobre sí mismo. Tras la tristeza pasajera y la borrasca de la ira puede conservarse todavía la alegría del espíritu; detrás de la seriedad se cela la inquietud de la sujeción al tiempo: es hieratismo antivital.
Pero la seriedad tiene prestigio en nuestra sociedad febril y la alegría tiene fama de fuga de una realidad cuitada y gris. A la seriedad se le honra como premisa de la laboriosidad pero, de hecho, sólo el hombre alegre trabaja, y es exacto e incansable. Yo no puedo escribir ni una línea si no me regocija. “Hijo mío, no frecuentes el trato con las personas serias, pues quien no dice nunca un desatino es tonto de pies a cabeza”, decía Unamuno.
La alegría, entendida como anestésico, se ha trocado en mercancía. Nuestra cultura industrial produce calculadamente un cierto tipo de alegría, que se consume igualmente según un plan perfectamente elaborado. Por Navidades y Año Nuevo vemos masas de creyentes y de no creyentes, comunistas y liberales que se desean mutuamente “felicidades”, en el cuadro de una participación universal en el mayor negocio del año. Una alegría artificial y prefabricada nos invade por todas partes, de formato y presentación variadísimas, necesariamente nuevas para derrotar a la concurrencia, y cuya característica más notable es justamente su extrema caducidad. El individuo, en esta civilización de consumo, se ve obligado a saltar de un placer a otro y a soportar prolongadas pausas de tensión y descontento. Una alegría tan inestable pone de manifiesto su derivación egocéntrica y los hijos de nuestro tiempo, manipulados y planificados, se precipitan sin cesar en el callejón sin salida del narcisismo más desolado. Pero junto a este hecho hay que notar que los hombres vendidos a su propio yo, esto es, a sus caprichos, proyectos y opiniones, se instalan muy difícilmente en una alegría estable, debido a que las exigencias de la vida diaria, de las situaciones imprevistas, de las tareas y deberes del prójimo en general, destruyen implacablemente sus raquíticas alegrías egóticas. Toda la cultura industrial cuenta con ello para lograr sobrevivir: un círculo vicioso asfixiante.
Celebrar la vida
La genuina alegría de vivir es esencialmente alegría de siempre, inalterable, sin baches ni lagunas y presupone una ilimitada apertura del corazón y de la mente, que no sólo es capaz de acoger de buen grado todo lo que puede ocurrirle, sino que provoca un dinamismo interior que destierra toda rigidez intelectual, toda indolencia y toda dilación del querer y del obrar.
La alegría de siempre no consiste en la posesión de cosas, poderes o placeres; no florece sobre el terreno conquistado, asegurado y firme, sino sobre el sembrado de la disponibilidad, de la servicialidad siempre pronta, de aquel brindarse existencial peculiar de todo amoroso estar-en-el-mundo. Alegría significa prontitud, disposición a mojarse, elasticidad, docilidad, agilidad, entusiasmo al servicio de la vida. Nuestra inercia, nuestra viscosidad, nuestro apegamiento, nuestra necesidad de seguros y certezas, nuestra falta de audacia, revelan la artificiosidad y la imperfección de nuestra alegría, demasiado vinculada al tiempo y a las circunstancias, demasiado poco libre.
Quien ha descubierto la alegría de siempre, sabe responder a la llamada de cualquier exigencia inesperada, sabe comprometer al punto cuerpo y alma, porque no ha sido encadenado por ninguna actividad indispensable, por ninguna opinión absolutizada, por ninguna circunstancia local o temporal. La melancolía, la suspicacia y el rumiar egocéntrico son viscosos, morosos, dubitativos; la frivolidad, sensualidad y comodonería son perezosas, antojadizas, volubles; el orgullo, la presunción y la vanidad son, sí, diligentes y aun considerablemente eficaces, pero sólo en sentido único, ciegos o sordos a las necesidades, puntos de vista y requerimientos del prójimo. Sólo la pura apertura al mundo, la existencia vivida como dedicación, deja brotar aquella alegría inexhausta que permite y fomenta el compromiso puntual y preciso en la dirección del amor.
Esta alegría que nos regala la vitalidad más alta, se dilata en el ámbito de la fe por la gracia del momento fugitivo, es decir, en virtud de los dones, capacidades y posibilidades existenciales que cada situación concreta lleva en el seno, aun cuando el humor y los sentidos, la inteligencia y la voluntad vacilan escaldados por la experiencia del mal. La fe en la gracia del momento fugitivo nos libra del lastre del pasado, que nunca debiera dejar cicatrices imborrables. El pasado podrá humillarnos, pero no debe jamás amilanarnos. Lo vivido, como lo heredado, nos condiciona, sin duda alguna, pero no determina nuestro pensamiento ni nuestra conducta. Los antropólogos y los psicólogos saben perfectamente que la llamada “esfera instintiva” contiene ya un germen de libertad y que ningún recoveco del hombre es dado descubrir que sea puramente animal. El neurótico manifiesta su falta de libertad en su vinculación al pasado, en su fatalismo agobiante. La alegría que se engrandece, apoyándose en la gracia del momento fugitivo es, por ello, salud y libertad: celebra la reconciliación del hombre consigo mismo y con el mundo; sin hieratismos ni restricciones.
Alegrías-mercancías
Según el pensamiento cristiano, la alegría es más que una virtud: es condición de todas las virtudes. Y no es de extrañar que sea el místico y teólogo Aquino quien lo afirme, añadiendo que “la alegría perfecciona el acto virtuoso, pues se presta más atención y más celo a aquellos actos que se realizan con alegría”.
Esperanza sin alegría es desprecio y no elevación de las realidades temporales; laboriosidad sin alegría es codicia y no servicio a la humanidad en progreso; castidad sin alegría es represión pusilánime y no entrega amorosa; obediencia sin alegría es espíritu servil y no fe adulta y, simultáneamente, infantil; amor sin alegría es afán posesivo y no don de sí. “El asceta triste transforma en pasión su lucha contra las pasiones”, según Orígenes, y “hace tan sólo mal” (Pastor de Hermas, escrito en los primeros siglos del cristianismo) porque, en primer lugar, turba al Espíritu que se da sólo al hombre sonriente y, en segundo lugar, porque no reza ni puede adorar, y esto es un delito. La oración del triste no tiene fuerza para levantarse, pues la melancolía agarrota su corazón y, mezclándose con la plegaria, le impide su pura elevación.
La alegría tiene, pues, origen divino, sella la creación entera y revela la confianza del cumplimiento final de todo el universo. Toca el núcleo central del destino de todas las criaturas, cuya carrera terrestre corre según designio divino a un verdadero happy end, a una eudaimoniké teleté, como rezaba una antigua sentencia de los ritos mistéricos. Y es justamente esta mirada fija en la eternidad, la que hace posible la alegría del instante, pues éste, mejor que cualquier prolongación temporal, refleja y espeja lo eterno.
Quien acepta su criaturalidad, y con ella su puesto en el tiempo y en el mundo, halla espontáneamente la alegría, como ocurre a las mismas cosas según los espléndidos versos del profeta Baruk: “Las estrellas brillaron en sus cofres y se alegraron. Él las llamó, y ellas respondieron: ‘¡Aquí estamos’. Y resplandecieron dichosas ante el Dios que las había creado”. Entonces hace uno simplemente lo que debe hacer, y aunque no sea más que barrer calles, se cumple el cometido con una tal fidelidad y exactitud que se es más feliz que un rey o un poeta en la apoteosis de su gloria. La alegría existe precisamente porque todos la pueden poseer.
El que, contrariamente, vuelve las espaldas a su criaturalidad, se alimenta de alegrías-mercancías, pero ante las cuestiones fundamentales de la vida y ante las tareas de cada día se le escarcha el alma de tristeza y abulia.
Cuando la alegría echa raíces
Con Nestroy, el chispeante comediógrafo austríaco, se puede, por desgracia, afirmar que “quien conoce a los hombres conoce a los vegetales, pues muy pocas personas hay que vivan, y muchas, innumerables, las que tan sólo vegetan”. Y esto no es válido solamente para los esclavos de nuestra sociedad industrial, sino también para los que tienen sus manos en el timón de la misma, pues, diciéndolo todavía con palabras del mismo autor, “los millonarios, por lo que pude averiguar, debido a su pasión por aumentar sus ganancias, arrastran una vida de negocios tan sosa y árida, que no merece ni siquiera el florido nombre de vegetación”. La rebeldía contra la criaturalidad es rebeldía contra la realidad y, por tanto, exclusión de la alegría de vivir. Esto también por otro motivo: la seriedad sentida o fingida, aleja de la comunidad.
Un conocido político español dijo una vez “todos los hombres nacen con la misma cantidad de broma en el cuerpo; pero mientras algunos la sacan afuera en ocasiones placenteras, ligeras y tranquilas, otros la conservan dentro y, a pesar de todos sus esfuerzos, se les escapa hacia cosas que de por sí son muy serias. Y de éstos hay que recelar y huir”. Señala Eugenio d’Ors: “¡Gloria a la risa, que nos hace bajar del estribo! Aquel señor quiere darse importancia: va junto a nosotros a caballo… Pero de pronto empieza a reír y desciende de su cabalgadura. Ahora irá a pie, honorablemente, con nosotros, hasta el final del camino”.
Tan sólo la aceptación rendida de nuestra realidad, con todos sus límites e imperfecciones, permite el nacimiento de aquella alegría de siempre, cuya espiritualidad se encarna en el rostro y se abre en la sonrisa. La sonrisa atestigua que la alegría ha echado raíces en la pulpa espiritual de la persona. “El corazón alegre hace sonreír la cara”, dice el Libro de los Proverbios, y como el cuerpo pertenece a la apertura del ser, la sonrisa da lugar a la alegría colectiva. Una alegría que no sale del alma es tan inauténtica que no logra pasar al otro. Afirma Giono: “¿Dices que has encontrado la alegría? Quizás has encontrado tu alegría, y esto es muy diferente. La alegría puede ser personal, pertenecer al individuo: está alegre él, pero está solo, solitario. Y esta soledad no le turba siquiera: pasa a través de las batallas con una rosa en la mano… Pero si la miseria nos rodea y el dolor de los humanos nos persigue, no podemos tranquilizarnos diciéndonos unos a otros que somos felices, geniales o bellos. Mi alegría sólo durará si es alegría de todos. Yo no quiero pasar a través de las batallas con una rosa en la mano”.