En Antoine de Saint-Exupéry todo contribuyó –personalidad, trabajo, libros, muerte– a señalarlo con un toque mágico, misterioso. León Werth, a quien el escritor francés dedicó El Principito, la más famosa de sus obras, afirmaba de su amigo: “Era maravilloso. Incluso conozco momentos en los que superó su propia leyenda”. A los veinte años, le bastó hora y media de entrenamiento para conseguir el despegue de un avión que le era desconocido. En otra ocasión, al volar sobre el desierto de Libia, sufrió un accidente y cayó, luchando por sobrevivir ocho eternos días, contra “la angustia, sed y muerte”, hasta que fue localizado. Plasmó esa situación en Tierra de hombres, novela que le valió el Gran Premio de la Academia Francesa, donde también relata los combates durante la Guerra Civil Española y la historia del piloto que se accidentó en Los Andes y sobrevivió hasta que lo rescataron una semana después. Tierra de hombres mezcla reflexiones sobre la vida y el comportamiento humano, con experiencias personales: “… necesitamos mantener el servicio en función y mantener también el espíritu en alto. Trabajamos días y noches para salvar un amigo o para recuperar un avión…”.
El arribo de El Principito
En el accidente del desierto de Libia irrumpe El Principito. La vivencia cruel se transformó en poesía y reflexión: un príncipe niño se exilia voluntariamente de su planeta, por culpa de una flor presumida. El pequeño habla de los personajes que conoció en distintos planetas, tan reducidos como el suyo, antes de llegar a la tierra. El primero, era habitado por un rey sin súbditos, ansioso de gobernar; en el segundo vivía solamente un vanidoso, encerrado en sí mismo, que al verlo dijo: “¡Ah! Aquí tenemos la visita de un admirador!”. A la pregunta del Principito sobre qué significaba admirar, le contestó: “Admirar significa reconocer que yo soy el hombre más hermoso, el mejor vestido, el más rico y el más inteligente del planeta”.
En el tercero encontró un borracho que bebía para olvidar que tenía vergüenza de beber. En el cuarto habitaba un hombre de negocios ocupado en contar estrellas porque se sentía su dueño y, por lo tanto, rico; un hombre serio, sin tiempo para descansar o soñar… El Principito le replicó: “Yo poseo una flor que riego todos los días. Poseo tres volcanes que deshollino cada semana… Es útil para mis volcanes y es útil para mi flor que yo los posea. Pero tú no eres útil para las estrellas…”.
El quinto planeta alojaba a un farol y a un farolero dedicado a encenderlo de noche y apagarlo de día, sin motivación ni conocimiento de por qué lo hacía. En el sexto halló a un geógrafo, muy especializado, que sembró en el alma del Principito la inquietud por su flor y le recomendó visitar la tierra. En su recorrido, el pequeño príncipe se había convencido de que “las personas mayores son realmente muy extrañas”. En el desierto africano encontró al piloto preocupado por arreglar la avería de su avión, y el piloto, al cabo de unos días de trato con este ser extraordinario, se fue transformando en el niño que nunca debió dejar de ser: “Todas las personas mayores han sido niños antes. (Pero pocas lo recuerdan)”. Y aprendió que “… los niños deben ser muy comprensivos con las personas mayores”.
El Principito es un compendio de enseñanzas –galería de personajes para grandes y chicos– envuelto en las aventuras de un niño lleno de sabiduría. Su sencillez es engañosa y la dedicatoria es ejemplo: “A León Werth cuando era niño”.
Apuntar al cielo
Los biógrafos de Saint-Exupéry dan fe de su tenacidad. Las puertas de la Escuela Naval de Francia se cerraron ante él cuando quiso ingresar, pero no se desanimó y apuntó al cielo: a la aviación. Pronto sufrió las consecuencias de su intrepidez como piloto de esos aparatos apenas acondicionados –con un margen de seguridad prácticamente nulo– de los pioneros de la aviación. En 1923 se fracturó el cráneo; años más tarde, después de dos accidentes dignos de mención, volvió a fracturárselo al intentar el enlace directo entre Nueva York y la Patagonia. No obstante los riesgos, se mantuvo firme como piloto civil y militar. Hace falta ser valiente, como él entendía la valentía, para actuar así. En Piloto de guerra escribe: “No se trata de buenos sentimientos; es una mezcla de rabia pasional con algo de vanidad, mucho de testarudez, un vulgar placer deportivo…”. En Correo del Sur relata con sencillez su trabajo: lo difícil que fue establecer las rutas de comunicación del servicio postal áereo entre Brasil y la Patagonia.
Saint-Exupéry hablaba del hombre como aquel miembro de la comunidad que vigila para vencer sus debilidades: “El hombre debe luchar en su vida por perfeccionarse”; y llama individuo, en cambio, a quien se separa de los demás, dejándose guiar por la ambición y el egoísmo. Ser plenamente hombre exige llenar las “condiciones requeridas para ser hombres, en vez de individuos, ya que si faltamos a nuestro deber, equivaldría a no ser”.
El zorro que topa con el encantador Principito es un símbolo –como todos los personajes de la obra– prototipo, en este caso, de la auténtica amistad que se sacrifica sin egoísmo. Le pide lo domestique, porque así “nos necesitaremos mutuamente. Tú serás para mí, único en el mundo. Yo seré para ti, único en el mundo…”. Después de fincada la amistad, lo deja partir, confiándole un secreto: “Los hombres han olvidado esta verdad. Pero tú no debes olvidarla. Te haces responsable para siempre de lo que has domesticado” y concluye con un llamado: “Eres responsable de tu rosa…”.
“Entramos en las nubes”
Tenaz, responsable y fiel a su patria en conflicto, insistió en 1943 porque le mantuvieran la autorización para vuelos de guerra, pese a rebasar la edad límite. Con Francia invadida de nazis, al iniciar la Segunda Guerra Mundial, Saint-Exupéry defendió la libertad con los medios a su alcance. En Piloto de guerra habla de su ingreso a las Fuerzas Armadas y su desempeño durante la caída de Francia en manos de los alemanes. Refiere las veces que estuvo en peligro de muerte y su participación en vuelos de reconocimiento para detectar el avance del enemigo.
Tras la rendición de Petain, se exilió en Estados Unidos, pero el destierro de dos años no hizo sino fortalecer sus anhelos militares. Al regreso, en 1943, se incorporó al frente de guerra: realizó ocho vuelos militares, y al noveno –una difícil misión al sur de Francia sobre el Mediterráneo–, se interrumpió la comunicación con su avión y nunca se supo más de él. Era el verano de 1944.
Saint-Exupéry afirmaba que un avión es el medio ideal para explorar el mundo de los sueños: quizá en busca de su amigo el Principito. Como dijo León Werth: “En aquella noche cuando, perdido en el espacio y no sabiendo ya cuáles eran las luces de la tierra, tuvo que escoger entre los planetas, al haber perdido el suyo”.
En 1931, mismo año de su matrimonio con Consuelo Suncín, Saint-Exupéry publicó Vuelo de noche. No parecía el momento más propicio para presagios funestos, pero anticipó allí un episodio que bien pudo ser su desenlace:
“Bahía Blanca captó un segundo mensaje: Descendemos… Entramos en las nubes… Combustible para media hora….
“Después de estas palabras un texto oscuro apareció en la pantalla: … nada vemos….
“La onda corta es así, se le capta y luego, sin razón, queda sorda. ¿El combustible se habrá acabado o el piloto se juega su última carta penetrando en la tormenta? La voz de Buenos Aires ordenó a la estación: Pregúntenles. Los operadores encorvados, silenciosos, en camisa blanca… Sus dedos delicados tocaron los instrumentos, exploraron el cielo magnético. –¿Responden?. –No hay respuesta.
“Buscaban un signo de vida… ¿si el avión se hubiera remontado a las estrellas? Los segundos se escurrían. ¿El vuelo durará todavía? El silencio pesó… Entonces: Una hora cuarenta. Ultimo límite de combustible, es imposible que vuelen todavía. Y la paz se hizo”.
Saint-Exupéry es, ante todo, un pensador. Su producción literaria es interesante: profunda, la vida aflora en sus páginas, y –si lo anterior fuera poco– narra aventuras con gran amenidad.
Según los antiguos griegos, el mundo se componía de cuatro elementos básicos: tierra, aire, agua y fuego. Saint-Exupéry se desenvolvió en ellos, elementos esenciales de su mundo.
Auténtico aventurero, con esa independencia que su orfandad a los cuatro años debió incrementar, recorrió la tierra los primeros cuarenta y cuatro años de nuestro siglo: la ciudad de Lyon lo vio nacer a fines de junio de 1900.
Más de veinte años surcó los aires en calidad de piloto aviador. Como no pudo ser marino, según deseaba, contempló el agua desde su avión; en continuos viajes lejanos, cruzó la inmensidad de los océanos de un continente a otro: Europa, América y Africa, llevando consigo la llama de un fuego interior que sigue encendido, a través de su obra, cincuenta años después.