En carne y sueño

Las dos cosas que hacen a los niños tan atractivos para casi todas las personas normales son: en primer lugar, que son muy serios, y en segundo que, en consecuencia, son muy felices. Son alegres con la perfección que sólo es posible en la ausencia de humor. Las escuelas y los sabios más insondables no han alcanzado nunca la gravedad que mora en los ojos de un niño de tres meses de edad. Es la gravedad de su asombro ante el universo, y asombro ante el universo no es misticismo, sino sentido común trascendente. La fascinación de los niños consiste en que con cada uno de ellos todas las cosas son hechas de nuevo, y el universo se pone de nuevo a prueba. Cuando paseamos por las calles y vemos debajo de nosotros esas deliciosas cabezas bulbosas -tres veces más grandes que su cuerpo- que definen a estos hongos humanos, deberíamos siempre y en primer lugar recordar que dentro de cada una de esas cabezas hay un universo nuevo, tan nuevo como lo fue el séptimo día de la creación. En cada uno de esos orbes hay un sistema nuevo de estrellas, hierba nueva, ciudades nuevas, un nuevo mar.
ESTRELLAS NUEVAS
Siempre hay en la mente sana una oscura sugerencia de que la religión nos enseña a excavar más que a escalar; una insinuación de que si de una vez pudiéramos entender el barro común de la tierra entenderíamos todas las cosas. De manera similar, albergamos un sentimiento de que si pudiéramos destruir de un golpe la costumbre y ver las estrellas como las ve un niño, no nos haría falta ningún otro apocalipsis. Esta es la gran verdad que ha estado siempre respaldando «el culto al niño» y que la soportará hasta el final. La madurez, con sus energías y aspiraciones sin fin, puede fácilmente convencerse de que encontrará cosas nuevas que apreciar; pero nunca se quedará convencida de que ha sabido apreciar debidamente lo que ha conseguido. Podemos escalar los cielos y encontrar nuevas estrellas sin número, pero siempre quedará la estrella nueva que no hemos encontrado, aquella en la que nacimos.
Nos fuerza de hecho a remodelar nuestra conducta según esta teoría revolucionaria del carácter maravilloso de todas las cosas. Aun cuando somos perfectamente simplones o ignorantes, la verdad es que tratamos el lenguaje en los niños como algo maravilloso, y el andar de los niños como algo maravilloso. Se le antoja pensar al filósofo cínico que en este asunto se lleva la victoria, que puede reírse cuando demuestra que las palabras o las cabriolas del niño son bastante comunes y ordinarias. Pero el hecho es que es aquí donde el culto del niño está profundamente en lo cierto. Cualquier palabra y cualquier cabriola es asombrosa en un montón de barro; las palabras y cabriolas del niño son asombrosas; y también es justo decir que las palabras y cabriolas del filósofo son igualmente asombrosas.
“… CUANDO SEAN MAYORES”
La verdad es que nuestra actitud hacia los niños es correcta mientras que nuestra actitud hacia la gente mayor está equivocada. Nuestra actitud hacia nuestros iguales en edad consiste en una solemnidad servil que cubre un grado considerable de indiferencia o desprecio. Nuestra actitud hacia los niños consiste en una indulgencia condescendiente que cubre un respeto insondable. Nos inclinamos ante gente mayor, nos quitamos el sombrero, nos abstenemos de llevarles la contraria de plano, pero no les apreciamos adecuadamente. Hacemos monigotes de los niños, les sermoneamos, les tiramos del pelo, pero les respetamos, les queremos, les tememos. Cuando respetamos algunas cosas en la persona madura, suelen ser sus derrotas o su sabiduría, lo que resulta bien fácil. Pero respetamos las faltas y los desatinos de los niños.
Probablemente llegaríamos mucho más cerca de la verdad de las cosas si tratáramos a todas las personas mayores, de cualquier título y tipo, precisamente con ese cariño oscuro y respeto deslumbrado con el que tratamos las limitaciones infantiles. Al niño se le hace difícil realizar el milagro del habla, y en consecuencia nos parece que sus equivocaciones son tan maravillosas como su precisión. Si adoptáramos la misma actitud hacia el Primer Ministro o el Ministro de Hacienda, si afablemente les animáramos en sus tartamudeos y deliciosos intentos de hablar como seres humanos, nuestra visión sena mucho más sabia y tolerante. Un niño tiene maña para hacer experimentos en la vida que son por lo general saludables en sus motivos, pero a menudo intolerables en la comunidad doméstica. Si pudiéramos tratar a todos los filibusteros negociantes y a
los presuntuosos tiranos de la misma manera, si les reprocháramos con suavidad sus brutalidades como si fueran pintorescas equivocaciones en el desempeño de la vida, si les dijéramos sencillamente que ya “Lo entenderán cuando sean mayores”, estaríamos probablemente adoptando la mejor y más aplastante actitud que puede haber hacia las debilidades de la humanidad. En nuestras relaciones con niños demostramos que la paradoja es del todo verdadera, que es posible combinar una amnistía muy cercana al desprecio con una adoración muy cercana al terror.
UNA RAZA NUEVA
La rectitud esencial de nuestra actitud hacia los niños se encuentra en el hecho de que sentimos que tanto ellos como su modo de comportarse son sobrenaturales, mientras que, por alguna misteriosa razón, no tenemos el mismo sentimiento sobre nosotros ni sobre nuestro modo de comportarnos. La misma pequeñez de los niños hace posible que les miremos como si fueran prodigios maravillosos; nos da la impresión de que estamos tratando con una raza nueva que sólo se puede ver con microscopio. Dudo que alguien con un mínimo de ternura e imaginación pueda ver la mano de un niño sin quedarse un poco asustado. Es tremendo pensar en la esencial energía humana que mueve algo tan diminuto; es como imaginarse que la naturaleza humana podría vivir en el ala de una mariposa o en la hoja de un árbol. Al contemplar vidas tan humanas y sin embargo tan pequeñas, sentimos como si nosotros mismos nos hubiéramos inflado hasta alcanzar dimensiones vergonzosas. Sentimos el mismo tipo de obligación hacia esas criaturas que podría sentir una divinidad si hubiera creado algo que no pudiera entender.
La pesada dignidad de sus voluminosas cabezas es más entemecedora que cualquier medida de humildad; su solemnidad nos ofrece más esperanza por todas las cosas que mil carnavales de optimismo; sus ojos grandes y brillantes parecen contener en su admiración a todas las estrellas; la ausencia fascinadora de la nariz parece damos la insinuación más perfecta del humor que nos espera en el reino de los cielos.

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

Newsletter

Suscríbete a nuestro Newsletter