En el Banquete de Platón, uno de los textos más antiguos que se conservan sobre la naturaleza del amor y sobre el origen de los sexos, se refiere por boca del personaje de Aristófanes que, en el principio, la raza humana se constituyó por seres muy superiores a los actuales: los andróginos, que poseían en sí mismos el principio masculino y femenino, es decir eran, a la vez, varón y mujer. La superioridad provenía de que el andrógino poseía -en sí- el poder dar la vida sin necesidad de ningún concurso ajeno, ni siquiera el de los dioses.
La conciencia de su poder llevó al andrógino a menospreciar a Zeus, quien decidió castigar esta arrogancia: partió por la mitad al andrógino, dividiendo la raza humana en individuos heterogéneos, varones y mujeres. Ese corte produjo una carencia de origen, y desde entonces, el hombre está escindido, alienado en sí mismo. Perdió su autosuficiencia y es ahora un ser dependiente, carente, e incluso, sin una conciencia clara de aquello que le falta.
El mito platónico del andrógino revela algo que todos experimentamos: la carencia congénita de cierto anhelo, inexpresable, de plenitud, de consumación y de reposo. Octavio Paz lo expresa con lucidez admirable: El hombre es el único ser que se siente solo y el único que es búsqueda de otro… El hombre es nostalgia y búsqueda de comunión. Por eso cada vez que se siente a sí mismo siente como carencia de otro, como soledad» (1).
Definir la propia vida en la dirección de ser otro resulta ciertamente algo demasiado abstracto. Pero si el otro es un otro concreto, con nombre y apellidos, la situación se simplifica notablemente, porque nos introducimos entonces en la esfera del amor.
Unión y autodonación
Después de la ruptura del andrógino, y en vista de su miserable situación, Zeus se compadeció y tomó medidas para que los efectos de la escisión no lo destruyeran por completo. Envió en su auxilio un dios: Eros, que representa la fuerza por la que cada parte busca su completamiento, aquella unidad en la que era un ser pleno, poderoso y autosuficiente; en una palabra, feliz.
Constatable en la propia subjetividad y en la ajena, es el hombre como flecha que apunta al completamiento de algo que ansía, aunque no acierte a comprender qué ni cómo será. Algunas pautas señalan, sin embargo, la dirección de la flecha: no soy el que soy, anhelo ser otro, o más bien completarme en otro. Esos imperativos no son sino uno e idéntico: «seré yo mismo en la medida en que llegue a ser otro». O dicho en palabras de Octavio Paz: «ser uno mismo es, siempre, llegar a ser ese otro que somos y que llevamos escondido en nuestro interior, más que nada como promesa o posibilidad de ser» (2). La dinámica existencial no será sino «separarnos del que fuimos pata internamos en el que vamos a ser, futuro extraño siempre» (3).
En el mito del andrógino y en todas las categorías griegas, el Eros (amor) se concibe sólo como deseo. Apetito, tendencia. En nuestro lenguaje ordinario – y también filosófico – el término amor tiene distintos sentidos, porque no sólo se aplica a muchos tipos de relaciones intersubjetivas o no- sino también a diversas fases y momentos de cada una de esas relaciones. Actualmente en el lenguaje común designa principalmente un tipo de relación intersubjetiva entre hombre y mujer, aunque también se usa para indicar relaciones entre padres e hijos, entre el hombre y Dios, entre un hombre y sus ideales, su tierra, su profesión… y también para designar relaciones de amistad, simpatía, etcétera.
Entre todas esas relaciones, las que parecen guardar un paralelismo más estricto entre sí son las del amor hombre-mujer (amor esponsal) y el amor entre el hombre y Dios o amor místico, pues todas las expresiones del uno parecen intercambiables con las del otro. En ellas el amor consiste especialmente en autodonación y unión, en identificación con el amado.
A partir de este punto la problemática del hombre se vislumbra en solución: el amor resultará constitutivo de su propia humanidad, porque el amor lleva al despojamiento de cada uno para realizarse en otro, a la muerte y a la comunión, a la soledad ya la realización.
«¿Te amo? Yo soy tú»
Amar es transformarse en otro: el amante cambiarse en el amado (4). Los propios enamorados consiguen expresar algo de eso cuando dicen que quisieran comerse el uno al otro. Los medievales gustaban de repetir, aludiendo a un pasaje del Cantar de los cantares (5,6), que el amor licúa al amante, aludiendo a la facilidad con que el líquido se amolda al recipiente. Milton ha sido muy expresivo al imaginar criaturas angélicas con cuerpos hechos de luz, que pueden conseguir una total compenetración. Charles Williams dijo algo de eso con estas palabras: «¿Te amo? Yo soy tú».
Resulta experiencia cotidiana la transformación patente que el amor opera en el matrimonio, en el noviazgo, en la relación espiritual con Dios. Se hace lo que antes se relegaba, se aprecia lo que antes se detestaba y resulta accesible lo considerado hasta entonces como inalcanzable. Y al revés: cuando un amor humano o un amor divino no progresa es porque hay alguien que está siendo demasiado «él mismo», que no se transforma.
En el proceso transformante de la dialéctica del amor, el amante aprende que amar es «no albergar más que un solo pensamiento, vivir para la persona amada, no pertenecerse, estar sometido venturosa y libremente, con el alma y con el corazón, a una voluntad ajena… ya la vez propia» (5).
Tal síntesis nos ofrece lúcidamente el proceso de conversión del yo en otro yo. Primero, «no albergar más que un solo pensamiento», ya que el amante adopta el punto de vista del amado y, desde él, contempla la realidad entera. No sólo quien ama descubre en la distracción de su pensamiento aquello a lo que su corazón está inclinado ( «éste en sus amores piensa»), sino que identifica como comunes los pensamientos de ambos (6).
Entonces el amante «vive para la persona amada», no como alineación porque el otro no es otro cualquiera, ni tampoco siquiera, otro yo, sin relieve propio, ahora es mucho más: es el yo que estoy llamado a ser. Tan profunda resulta esa transformación que el principio de vida del amado es ya el principio de vida del amante; su vida es vivida desde otra vida, con otra vida, por otra vida:
¡Qué alegría, vivir sintiéndose vivido. Rendirse a la gran certidumbre, oscuramente, de que otro ser, fuera de mí, muy lejos, me está viviendo ()! (7).
Amor que se resuelve en fidelidad
De ahí surge el no pertenecerse, el Estar sometido, que no es violencia para quien ama complacencia ante esas cadenas: se siente afortunado de tenerlas, pues lo han liberado de la esclavitud de no ser. Por eso, todo se resuelve en una paradójica dicha: la dicha «venturosa» que es fruto de la libertad.
Emerge aquí la fuerza del amor, que permuta la pesadez de la obligación por la dicha del actuar deseado, de aquello que, ajeno, surge desde el fondo del ser propio. No hay liberación de leyes o de reglas, pero el gozo de quien hace suya la normatividad – cualquiera que ésta sea- otorga alas para surcar ligero los obstáculos y adelantar con prisa festiva hasta la meta.
El enamorado, como resultado de la unificación de sus principios vitales ( «con el alma y con el corazón»), actúa sin rémoras vacilantes. No se puede concebir otra vida, no imagina un mundo posible donde no aparezca el objeto de su amor, no sabría vivir sin aquella presencia amada, pero como quien ama es otro yo, la sometida voluntad es al mismo tiempo propia.
«¡Qué bien, dar uno entero su afán, sin recompensa! ¡Esta es la vida inmensa, el amor verdadero!» (8).
Para ello es preciso, sin embargo, la continua actualización. No puede el hombre, aunque lo prometa y desee, adueñarse del futuro; no puede donarse del todo y para siempre. Sólo puede hacerlo de manera sucesiva y perfectible: entregarse, para él, significa entregarse ahora con lo que ahora puede. Pero también significa entregarse a medida que va siendo, y siendo cada vez más el otro. Su entrega será paulatinamente más plena y más gustada.
Al final, el amor se resuelve, pues, en fidelidad. «La sucesiva reactualización de la entrega es la fidelidad. La fidelidad, por tanto, es constitutiva del amor, por lo que no cabe dividir a los amores en fieles e infieles. El amor fiel es, sencillamente, el amor verdadero; el infiel, sencillamente, no es amor» (9).
Amor humano, amor divino
En la base de la dignidad de la persona humana está el ser factor de la propia realización, de la propia transformación. Lo importante será entonces ver a qué o en quién nos convertimos. Hasta entonces caminamos por el laberinto, huyendo de nuestra soledad, en búsqueda de la salida. Al final del laberinto está la comunión, la unión con el otro, el amor. El amor es encuentro con el otro como comunión, como negación de soledad, como destino del hombre: «humanidad significa llamada a la comunión interpersonal y toda la historia del hombre sobre la tierra se realiza en el ámbito de esta llamada» (10).
¿Pero es posible la exigencia de comunión como don total? En Octavio Paz la respuesta es explícita: «Nadie puede poseer del todo al otro porque nadie puede darse enteramente. La entrega total sería la muerte, total negación tanto de la posesión como de la entrega. Pedimos todo y nos dan: un muerto, nada» (11).
Resulta, en efecto, un cierto tipo de locura pretender una fusión así. Los casos de lo extra-racional están vinculados al amor porque éste llega donde la razón no alcanza. Wittgenstein defiende el valor del sinsentido pues la carencia de sentido no comporta falsedad o inexistencia. En su Tractatus afirma no sólo que hay verdaderamente lo inefable, sino que es ahí donde se encuentra precisamente lo más importante y valioso.
Todo amor se ha visto siempre también como algo divino. Divinidad y locura, aunadas a la conciencia de la intrínseca vocación al amor del ser humano, posibilitan el salto. Quizá sólo porque lo que llamamos locura no sea sino el modo incomprensiblemente lógico de la Sabiduría superior.
Dios ha revelado que la comunión de Él mismo con los hombres reviste el carácter de amor esponsal. Por boca del profeta habla a su pueblo de esta manera: «No temas, no te avergüences, ni te sonrojes, que no quedarás confundida… Porque tu Esposo es tu hacedor, Yahveh Sebaot es su nombre; y el que te rescata, el Santo de Israel… Porque los montes se correrán y las colinas se moverán, mas mi amor de tu lado no se apartará y mi alianza no se moverá» (12). Tal imagen de amor esponsal -la figura del Esposo divino en los textos proféticos- encuentra su afirmación y plenitud en la Carta a los efesios (5, 23-32): «Cristo amó a su Iglesia y se entregó a sí mismo por ella».
Misterio dialogante
El amor entre Dios y el hombre es presentado así como el amor del esposo a la esposa. El ha amado a cada persona singularmente pues se ha donado del todo para redimir, sin excepción, a cada hombre y a cada mujer. En la redención se manifiesta precisamente este amor de Dios y llega a su cumplimiento el carácter esponsal de este amor en la historia del hombre y del mundo. La fusión aquí del amado en el amante trasciende la impenetrabilidad y la limitación: «de modo que ya no hay hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (13).
En el vasto trasfondo de este gran misterio que expresa la relación esponsal entre Cristo y la Iglesia, la Eucaristía juega un papel central. Revela «hasta el fondo el amor esponsal de Dios. Cristo es el Esposo porque se ha entregado así mismo: su cuerpo ha sido dado, su sangre ha sido derramada. De este modo, amó hasta el extremo. El don sincero, contenido en el sacrificio de la Cruz, hace resaltar de manera definitiva el sentido esponsal del amor de Dios. Cristo es el Esposo de la Iglesia, como Redentor del mundo. La Eucaristía es el Sacramento de nuestra redención. Es el sacramento del Esposo, de la Esposa. La
Eucaristía hace presente y realiza de nuevo, de modo sacramental, el acto redentor de Cristo, que crea la Iglesia, su cuerpo. Cristo está unido a este cuerpo, como el esposo a la esposa» (14).
Parecería que el mismo Paz alcanza a intuirlo cuando explica, con precisión admirable, que «la misa no sólo es una actualización o representación de la Pasión de Jesucristo; es también una liturgia, un misterio donde el diálogo entre el hombre y Dios culmina con la comunión. Si mediante el bautismo los hijos de Adán adquieren esa libertad que les permite dar el salto mortal entre el estado natural y el estado de gracia, por la comunión, los cristianos pueden, en las tinieblas de un misterio inefable, comer la carne y beber la sangre de su Dios. Esto es, alimentarse con la sustancia divina» (15). Y en otra parte insiste: Soledad y pecado original se identifican. Y salud y comunión vuelven a ser términos sinónimos (16).
Llamada que es plenitud
Todo hombre se sabe un ser desgraciado. Su desgracia, su antinomia de su anhelo de felicidad, aparece por todas partes: el niño ofrece el espectáculo de un deseo ilimitado cuando berrea con lloro frenético porque ha pedido un juguete, y el juguete no llega. Está persuadido que se le debe más, y se rebela ante la realidad cuando ésta choca con lo ambicioso de su deseo. Está presente también en el adulto. «Lo prueba de modo elocuente la insaciable búsqueda del hombre en todo campo o sector» (Enc. Veritatis Splendor, n.1), especialmente en el desarrollo de la ciencia y de la técnica.
No puede quedar sin explicación o sin respuesta la inagotable sed de felicidad que padecemos todos los hombres. La clave será descubrir por qué se origina y cómo se sacia; dónde se perdió y como hallaremos la media tablilla que nos completará el vacío. Porque entonces el andrógino colmará su paciencia.
Josef Pieper tiene la certeza de que el amor no solo realiza la unión en el fruto y es unidad en él, sino que además, la presupone (17). Dicho en otras palabras, nadie podría amar algo si aquello que ama, en un sentido difícil de explicar con palabras, no incluyera un ordenamiento intrínseco recíproco entre amante y amado, si no fuera una única realidad, si no pudiera ser vivido como algo fundamentalmente unitario; como un mundo en el que los seres son radicalmente semejantes y en el que, por su origen y de antemano, se encuentra una real relación de correspondencia. Paul Tillich, por su parte, ha aceptado esta realidad en su definición del amor. Dice que el amor no es tanto la unión de dos distintos y extraños tanto la reunificación de dos semejantes que se hallaban alejados uno del otro. Porque una separación o alejamiento no tiene sentido si no se presupone un estado de unión previa. (18).
Afirma Juan Pablo II que la llamada o vocación del hombre al amor hace comprensible la verdad de que Dios es en sí mismo amor (19). Nada tiene de particular que en el Papa encontremos la convicción de vialidad de tal plenitud, puesto que se trata del núcleo de la gran noticia que es el Evangelio. Lo sorprendente de la noticia es que eso que anhelamos (20) no es sólo posible, sino mayor. Porque no sólo colma sino que supera las expectativas del hombre.
La vialidad de esa plenitud que es reposo, paz y dicha se responde en la gran noticia del proyecto divino. Porque la verdad de que Dios es, en sí mismo, el amor como principio y como término, se hace más patente cuanto más cavamos en nuestra congénita carencia.
(1) El laberinto de la soledad. Fondo de Cultura Económica. México 1993, p.21.
(2) Idem p. 198.
(3) Idem p. 211
(4) Es propio del amor unir al amado con el amante, en tanto posible sea. DE AQUINO, Tomás, Suma contra Gentiles IV, c, 54.
(5) BALAGUER, Josémaría. Surco, Rialp, Madrid. 1986 n.797.
(6) «En el amor de amistad, el amante está en el amado en cuanto juzga como suyos los bienes o males del amigo, y la voluntad de éste como suya; de modo que parece sufrir en su amigo los mismos males y poseer los mismos bienes» (DE AQUINO, Tomas. S. Th, 1- 11, q.28, a.1).
(7) SALINAS, Pedro. La voz a ti debida. Se percibe aquí un eco de las palabras de San Pablo cuando dice. «para mí el vivir es Cristo» (Filipenses, 1,21). Y de aquellas otras: «con Cristo estoy crucificado, vivo, pero ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí. Y la vida que ahora vivo en la carne, la vivo en la fe del hijo de Dios. El cual me amó y se entregó por mí» (Gálatas, 2,20- 21).
(8) JIMENEZ, Juan Ramón. Diario del poeta y mar. CXIX
(9) JIMENEZ CATAÑO, Rafael. Poética del hombre. EUNSA. Pamplona 1992, p.27.
(10) Carta apostólica Mulieris dignitatem, n.7
(11) Los signos en rotación y otros ensayos. Alianza Editorial. Madrid. 1986, p.199.
(12) Isaías, 54, 4-10
(13) Gálatas, 3, 28
(14) Carta apostólica Mulieris dignitatem, p.26.
(15) Las peras del olmo. Seix Barral. México. 1985, pp. 97-98.
(16) El laberinto p.224.
(17) Las virtudes fundamentales. Rialp. Madrid 1976, p.431.
(18) Love, Power, Justice. New York 1954. p.25.
(19) Mulieris dignitatem. n.7.
(20) «La plenitud, la reunión, que es reposo y dicha, concordancia con el mundo, nos esperan al final del laberinto de la soledad» (El laberinto… p.175).