Hace algunas semanas, se discutió en redes si tenía sentido que el gobierno mexicano gaste dinero incentivando el estudio e investigación filosófica. Cuando hay millones de mexicanos que no tienen acceso a un sistema de salud de calidad ¿es correcto que el Estado patrocine la filosofía?
La filosofía es inútil. ¿Les suena esto? Probablemente han escuchado a alguien afirmarlo. Quizás ustedes mismos lo hayan dicho alguna vez. Quizá lo sostienen ahora mismo. Si tienen tiempo, quizá consientan detenerse a argumentar por qué la filosofía es inútil. Una de las razones, dirían, es que la filosofía no contribuye al progreso científico y tecnológico de una nación. Detrás de esta afirmación probablemente esté la premisa de que la ciencia y la tecnología son valiosas porque son útiles: inventar medicinas, fabricar materiales sustentables, producir energía limpia, programar aplicaciones que nos ayuden a evitar el tráfico en la hora pico, descubrir un agujero negro o una nueva especie de insecto, diseñar prótesis cada vez más similares a una extremidad perdida. Digamos que estamos de acuerdo en que la ciencia y la tecnología son valiosas porque producen cosas que nos permiten llevar una vida más agradable o menos dolorosa según sea el caso. Si pensamos esto, entonces no tendríamos problema con decir que algo es valioso en la medida en que procura una vida más placentera y menos dolorosa. Estimamos a la ciencia y a la tecnología en la medida en que son medios para algo.
¿Qué hace la filosofía? Lo primero que muchos contestarían es «nada». Otros podrían decir «pensar, escribir libros, dar conferencias, ser profesores.» ¿Qué valor tiene esto? ¿Qué genera? ¿Qué de útil tiene que existan personas dedicadas a pensar? ¿Pueden realizar una cirugía? ¿Evitan crisis financieras? ¿Inventan vacunas? ¿Impiden incendios forestales? ¿Han combatido la pobreza? En tanto que filósofos, no. Mi preparación filosófica no me permite saber cómo operar un corazón. Tampoco sé cómo crear una vacuna. Si me pidieran diseñar un plan para combatir la pobreza, requeriría de otras personas para generar un proyecto que contemple los gastos a largo plazo, que recoja datos demográficos, que tome en cuenta las costumbres alimenticias de la comunidad en cuestión, que analice el tipo de suelo y su potencial para la agricultura. Mi preparación filosófica no me ha formado como abogado, ni como médico, ni como agricultor. No diría, sin embargo, que he estudiado para ser un inútil. Entonces, ¿qué he aprendido de la filosofía y qué utilidad ha tenido?
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Cuando doy clases a mis estudiantes de preparatoria y de universidad pretendo enseñarles ideas, formas de pensar y de resolver problemas. Para quienes no sabían qué había escrito Aristóteles sobre la virtud, salen del aula sabiendo qué fue lo que escribió. No obstante, el objetivo no es que sepa, simplemente, qué escribió alguien que vivió hace 2,400 años. Lo que espero transmitir a mis alumnos es la respuesta que dio Aristóteles a un problema: cómo definimos una vida plena y de qué manera se alcanza. Si viéramos los tratados lógicos de Aristóteles, lo que esperaría enseñarles es la forma en que este filósofo se enfrenta al problema del conocimiento y del discurso: qué es el conocimiento verdadero, cómo se adquiere, cómo se expresa y por qué es posible que una mentira sea aceptada como una verdad. Aristóteles vivió en una época muy distinta a la nuestra, pero los problemas a los que se enfrenta –qué es la justicia, cuál es el mejor tipo de gobierno, cómo debe educarse a los ciudadanos, por qué nos gusta ir al teatro–siguen importándonos.
ESTAMOS RODEADOS DE IDEAS
La idea de que el desarrollo científico y tecnológico trae la plenitud humana es eso, una idea; así como la felicidad aristotélica, la defensa maquiavélica del poder, la certeza cartesiana, la autonomía kantiana y la liberación femenina beauvoriana, son ideas. Podrán decir que todos tenemos ideas sobre cómo debemos comportarnos, qué es lo justo, por qué estamos aquí, a qué debe aspirar una nación, si el uso de armas está justificado o no, qué drogas deberían ser legales, por qué un género musical es mejor que otro, etc. Todos tenemos ideas sobre por qué el orden del mundo que nos rodea es el correcto y por qué no, dónde deberían hacerse algunos ajustes y con qué elementos mejor ni moverle. Cada una de las ideas que tenemos nos define como individuos; nos mueven a relacionarnos con otras personas, pero también nos enfrenta con otras.
Intentemos definir la filosofía como la disciplina de las ideas. Ideas sobre la vida humana: su condición, el deber, si existe algo más que la materia, si existe el alma o si existe una entidad divina, cómo tener una vida buena, el amor, qué hace que un chiste sea gracioso, por qué existen leyes, por qué algunas personas ganan más dinero que otras. La respuesta dada a cualquiera de estas cuestiones –sea la que haya dado Aristóteles, nuestra abuela o nosotros mismos o un youtuber– construye una visión del mundo. La filosofía nos enseña a pensar sobre el mundo. En este sentido, todos tenemos una filosofía, una manera de pensar. Las ideas no flotan en la lejanía del cielo ni desaparecen como la flama de una vela ante la brisa. Respiramos ideas, devoramos ideas, prestamos nuestra carne a esas ideas hasta el punto en que podemos llegar a confundirnos con ellas. Aunque las ideas, a diferencia de los metales, las piedras y los huesos con los que lidian la ciencia y la tecnología, no pueden medirse ni pesarse, tienen un impacto en nuestra vida. ¿Cómo son esas ideas que nos forman? ¿Cómo quisiéramos que fueran? ¿Estaríamos tranquilos sabiendo que nuestro sistema de creencias es falso? ¿No es preferible la verdad antes que la mentira?
Si todos contamos con una filosofía, ¿será que todos somos filósofos? Si no se trata de saber qué escribió un escolástico del siglo XIII, ni de haber leído ciertos libros, sino de reconocer los problemas de la existencia humana y pensar sobre ellos, ya sea para formularlos de una manera distinta o para intentar dar una respuesta, entonces todos podemos filosofar si nos detenemos a pensar. Filósofo es quien se detiene a pensar sobre el mundo.
¿En qué sentido un filósofo se detiene? Nuestro día a día está atiborrado de trámites, de costumbres, de necesidades corporales. El mundo en donde vivimos nos demanda pagar la luz, la gasolina, la despensa, nuestros impuestos, decir «buenos días» al entrar a algún lugar, lavarnos las manos constantemente, dejar propina, dormir más de 6 horas, tomar agua y comer. El filósofo no deja de hacer estas cosas –por mucho que a veces se le represente como un ser desentendido de la realidad y de sí mismo–, pero suele cuestionarse por qué las hacemos. A veces la respuesta no nos llega inmediatamente o nuestra respuesta parece ser tan sólo un eslabón de una cadena de razones. Cuestionarnos por qué es mejor una democracia que una monarquía o si consumir productos veganos tiene algún impacto negativo en el planeta y en la vida humana, de alguna manera detiene nuestro actuar. Cuando queremos responder a tales preguntas, apagamos el piloto automático. Entramos, por así decirlo, en modo manual. Es decir, no damos por sentado nada. No nos conformamos con responder a «¿por qué la vida es así y no de otra manera?» con un simple «porque sí». El reto de filosofar es hacer una pausa sin desentendernos de la vida que pasa, de la vida que no se detiene con nosotros.
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La imagen del filósofo desentendido de la vida cotidiana es muy antigua. Los primeros filósofos fueron vistos con recelo por sus contemporáneos debido a que vivían de una manera distinta a la mayoría de las personas, cuestionaban lo que el hombre común consideraba verdadero e invitaban a quienes se detuvieran a escucharlos a hacer lo mismo. Sócrates, probablemente el filósofo occidental más famoso de la historia, fue condenado a muerte acusado de pervertir a la juventud con sus ideas. Sócrates, cuyas enseñanzas podemos conocer a través de Platón, se dedicaba a buscar las ideas que habían construido la sociedad y las costumbres de su tiempo. Sin embargo, cuando iba con supuestos expertos sobre, por ejemplo, la justicia, Sócrates se encontraba con que no había una sola definición de justicia. Y estas diferentes ideas sobre la justicia convivían una con la otra. ¿Cómo confiar en las leyes de una ciudad si entre sus propios ciudadanos no hay un consenso sobre qué es la justicia? Preguntas como éstas ponen en peligro el orden de una ciudad. La actitud inquisitiva del filósofo es incómoda y peligrosa. Visto así, no es que el filósofo esté desentendido de la vida cotidiana, más bien la disecciona y expone sus nervios.
Si bien la ciencia y la tecnología avanzan a pasos acelerados, sus creaciones y descubrimientos no han podido dar respuesta a las grandes cuestiones humanas: cómo debemos vivir, por qué una noticia falsa puede lucir tan similar a una verdadera, cuáles son los límites de la ciencia –si es que debe tenerlos–, por qué valoramos tanto la democracia, qué es el arte. Es lógico, la ciencia no tiene por qué responder a estas preguntas, sino cada uno de nosotros. Como personas, toda problemática humana nos atañe y nos exhorta. La filosofía debe tomar la vida entre sus manos, preguntarse qué ideas la han construido de esa manera y descubrir los vínculos entre sus cimientos.
MUNDANIZAR LA FILOSOFÍA
Si me preguntaran cuál es la tarea de un filósofo en el siglo XXI, diría que es tomar entre sus manos la vida cotidiana y sus preocupaciones más inmediatas: el cambio climático, una política multicultural, el mundo virtual, el género y la identidad, el valor de las opiniones y los cambios en los criterios de verdad, las categorías políticas y su carácter histórico. El filósofo tiene la responsabilidad de mantener una actitud crítica ante estas preocupaciones actuales, es decir, su análisis no debe obedecer a intereses personales ni particulares. Si así fuera, el filósofo no sería más que un artesano de discursos, de frases ambiguas, de ideas que halagadoras. Séneca (4 a.C.-65 d.C.), filósofo y político romano, criticaba a quienes querían hacer por filosofía el mero arte de la palabra. Para Séneca, la filosofía no es un medio para el placer, no es objeto de ostentación ni para entretenerse cuando uno anda de ocioso, sino para examinarse a uno mismo, a su entorno, y dirigir el alma hacia lo que debería ser. Si la filosofía olvida su función formadora de almas, entonces se convierte en filología. El filósofo pretende aquello que sería más excelente para el ser humano en tanto que humano.
Si la filosofía es considerada un lujo, un artificio que tuerce la realidad y la pervierte, un sinsentido, una necedad, una reliquia, es porque hay una crisis en la filosofía. En ocasiones, la desdemedida especialización académica puede alejar a los filósofos de cuestiones apremiantes, cotidianas, generales. El filósofo que, por concentrarse en una carrera académica, se olvida de las preocupaciones del día a día del resto de las personas, pierde sobre qué pensar, se despide de las ideas fértiles.
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Lo propio de la filosofía es la visión de conjunto, no la visión microscópica. Lo diré de una manera provocativa, el filósofo es un generalista profesional o un especialista en generalidades. La especialización, sin duda, clave para el cultivo de la ciencia y el desarrollo tecnológico y económico. Hay ciertas áreas del conocimiento, incluso de la política, que corresponden sólo a los especialistas. El progreso humano depende, en muy buena medida, de los especialistas. Pero en un mundo de especialistas, también hace falta personas que pretendar conectar las especialidades y a dar una visión de conjunto. Para ello el filósofo debe estar al tanto de la experiencia de lo cotidiano, tener cultura general, estar enterado de lo que pasa en su entorno inmediato, ejercitar su músculo crítico y tener la humildad necesaria para reconocer sus propias limitaciones. Y es que la filosofía más que brindar respuestas, se empeña en hacer las preguntas correctas. La visión de conjunto permite reconocer cuáles son las preocupaciones que subyacen a las miles de respuestas que se ofrecen como una vía rápida para ser más feliz.