Quien trabaja en cada área de su vida, puede aspirar a la madurez integral, íntimamente relacionada con la felicidad y la plenitud.
El término madurez se refiere a un estado de la persona que ha alcanzado un determinado grado de perfección o plenitud en su desarrollo, correspondiente a su edad cronológica. La inmadurez, por el contrario, caracteriza a quien no ha evolucionado lo suficiente para conseguirlo, porque no ha adquirido aún las cualidades que serían propias en sus circunstancias. Así, por ejemplo, sería inmaduro el adolescente que actúa como un niño carente de toda responsabilidad o el adulto incapaz de dominar sus emociones, reaccionando como adolescente.
Ordinariamente, cuando se habla de madurez se suele entender principalmente la madurez psicológica o emocional. Así, se considera madura una persona estable en sus estados de ánimo o quien posee empatía y se relaciona bien con los demás. No cabe duda de que esta madurez psicológica, centrada especialmente en el campo afectivo de la personalidad, es fundamental y relevante. Sin embargo, no es la única madurez que puede destacarse.
Hablar de madurez integral significa preguntarse por todos aquellos ámbitos que forman parte de la madurez total de la persona. ¿Cuáles son y cómo se descubren? El camino para acceder a ellos puede tener dos momentos. Primero, la pregunta por la estructura de la persona, es decir, por aquellos elementos que la constituyen esencialmente y cuyo desarrollo dará lugar, en cada caso, a un diverso aspecto de madurez. En segundo lugar, la pregunta por las relaciones de la persona consigo misma y con otras realidades (los demás, el entorno y con Dios), de las cuales derivan otros tantos ámbitos en los que es preciso desarrollar la madurez para completar el conjunto que dará lugar a la madurez integral.
Sin pretender ahora profundizar en cada uno de los ámbitos que iremos descubriendo, bastará con entender sus características básicas para saber de qué hablamos en cada caso, y para adquirir una visión de conjunto de la madurez integral. Comencemos por la estructura de la persona. Los elementos esenciales que intervienen en su composición son inteligencia, voluntad, afectividad y corporeidad. Cada uno requiere desarrollarse, de manera que se oriente hacia su respectivo perfeccionamiento. En consecuencia cabe hablar de cuatro ámbitos de madurez, en función de esa estructura:
1) Madurez intelectual. La función propia de la inteligencia es conocer la verdad con objetividad, de manera que la madurez en este ámbito consistirá en adquirir un conocimiento verdadero sobre aquellos posibles campos de la realidad que a cada quien le corresponda conocer, según sus circunstancias. El médico tendrá dominio de su propia especialidad, el abogado, el artesano o el científico, lo mismo. Pero además, existen aspectos comunes para todos que corresponde a la inteligencia conocer y que forman también parte de esa madurez intelectual, como serían las respuestas a las preguntas importantes de la existencia: ¿qué es la persona humana?, ¿qué sentido tiene la vida?, ¿cómo se consigue la felicidad?, etcétera. Quien tiene claridad sobre estas cuestiones ordinariamente tendrá también convicciones sólidas, criterio seguro para guiar su conducta a corto y largo plazo, con una visión objetiva del momento en que vive. En cambio, la confusión o la superficialidad sobre las cuestiones importantes de la vida, y la subjetividad para juzgar las circunstancias, serán manifestación de inmadurez intelectual.
2) Madurez de la voluntad. Una voluntad madura se caracteriza por dos notas principales: ser buena y fuerte. Es decir, está orientada habitualmente al bien objetivo −contrario al egoísmo o al capricho− y tiene el vigor suficiente para actuar como quiere (por contraste con quien no puede, porque carece de fuerza de voluntad). Esta madurez requiere seguir un proceso de desarrollo, mediante actos buenos que frecuentemente requieren esfuerzo y que, paulatinamente, irán haciendo a la voluntad buena y fuerte. En este camino juegan un papel importante las virtudes: hábitos que proporcionan precisamente esas dos características. Por contraste, la falta de madurez en la voluntad conduce a la frustración, porque falta la capacidad para llevar a la práctica lo que se quiere, con la consiguiente dificultad para aceptarse a sí mismo y asumir las propias circunstancias.
3) Madurez emocional. Más difícil de formar que la inteligencia y la voluntad es el mundo de los sentimientos y las emociones, porque el camino es menos claro. Para la formación de la inteligencia el cauce suele estar más definido −estudio, reflexión, etcétera−, lo mismo que para el desarrollo de la voluntad −la orientación al bien y el esfuerzo− mientras que determinar la vía para la maduración de la afectividad implica atender y conjuntar diversos factores que la constituyen o influyen en ella −genéticos, familiares, educativos, etcétera− y que difícilmente se sistematizan. En buena medida, la formación de los sentimientos y emociones se adquiere «por contagio» en la convivencia con otras personas, especialmente en la familia, aunque ciertamente el apoyo de una voluntad y una inteligencia bien formadas ayudarán de manera importante a su maduración, ya que la madurez emocional consiste, en buena medida, en el autodominio y en la capacidad de encauzar positivamente −que no reprimir− las emociones. También los valores estéticos favorecen considerablemente la madurez emocional, porque el contacto con la belleza modula los sentimientos.
4) Madurez física. El cuerpo juega asimismo un papel importante −aunque no el principal− en el conjunto de la madurez de una persona. Mente sana en cuerpo sano, solían señalar lo antiguos. La madurez del cuerpo será, lógicamente, relativa a la edad. Pero en todos los casos, puede decirse que tal madurez está relacionada con la salud y el buen funcionamiento del organismo. Ciertamente, aunque haya situaciones que no dependen de la persona −una enfermedad inesperada, un accidente, el paso de los años, etcétera−, el cuidado razonable que se ponga en el buen estado del cuerpo −mediante ejercicio, deporte, alimentación balanceada, atención médica oportuna, etcétera− colaborará a la madurez física. Cabe destacar la repercusión negativa que el descuido del cuerpo puede tener en la mente, por ejemplo, cuando la falta de ejercicio físico conduce al cansancio crónico del que es difícil recuperarse. Saber descansar, por tanto, es un arte que vale la pena tener en cuenta.
Además de estos cuatro ámbitos de la madurez integral, están las relaciones de la persona consigo misma −con el yo estático y con el yo dinámico−, con los demás −personas en particular y sociedad en general−, con el entorno y con Dios, de las que derivarán seis ámbitos más para completar así la madurez humana en su integridad.
5) Madurez intrapsíquica. Corresponde a la relación con el yo estático, es decir, con lo que cada quien es objetivamente, y consiste en la identidad consigo mismo. La persona madura está identificada con su propia realidad, se conoce y se acepta con sus cualidades y defectos. Tal conocimiento y aceptación incluyen su presente, pasado y futuro. Consecuencias de esa identificación son el autoestima y la seguridad personal. En cambio, la persona inmadura, que no se conoce o se acepta, suele vivir en conflicto consigo misma, por el rechazo que experimenta a su propio yo, con la consiguiente inseguridad que algunas veces puede expresarse, paradójicamente, con actitudes prepotentes.
6) Madurez operativa. Se refiere a la relación con el yo dinámico, es decir, con la persona actuando, lo cual incluye de manera relevante el trabajo, al que ordinariamente se dedica la mayor parte del tiempo. Una persona madura labora con calidad e intensidad, pero a la vez evita polarizarse en el trabajo, manteniendo un balance adecuado con el resto de sus actividades: dedicación a la familia, a los amigos, al descanso, a Dios, etcétera. Esta madurez también incluye el aspecto ético del obrar, puesto que no se trata solo de actuar por actuar o de actuar con eficacia, sino de que las acciones se orienten debidamente a su fin. Esto implica asumir criterios éticos claros que acompañen siempre sus actuaciones. Una señal evidente de inmadurez en este caso sería, por ejemplo, la corrupción, pues es contraria a la moralidad y a la dignidad de las personas.
7) Madurez interpersonal. Se trata de las relaciones con las personas individualmente consideradas. Aquí, el primer signo de madurez consiste en el buen entendimiento, en la capacidad de armonizar con los demás. La empatía −entendida como capacidad de situarse en el lugar de los demás para comprenderlos desde ellos mismos−, juega aquí un papel relevante. Lo mismo cabe decir de la amistad, elemento fundamental de madurez en un doble sentido: como factor de crecimiento personal (ya que nadie es autosuficiente y los amigos ayudan de manera determinante en el camino hacia la plenitud), y como apertura a los demás (puesto que la amistad exige dar lo mejor de uno mismo al amigo para ayudarlo a conseguir lo que más le convenga).
8) Madurez social. Este ámbito se orienta a la relación con la sociedad a la que cada uno pertenece, desde la propia familia hasta el país en el que se vive, donde se procura aportar todo aquello que pueda favorecer a sus integrantes. El respeto a los derechos de los demás, la solidaridad, la ciudadanía y, en especial, la preocupación por las personas más necesitadas, caracterizan a una persona madura, por contraste con el individualista que, movido por el egoísmo, prescinde de esos enfoques.
9) Madurez ecológica. Esta madurez lleva a considerar con respeto los diversos elementos que forman parte de la creación sin excluir ninguno, comenzando lógicamente por el propio hombre. Se trata, por tanto, de una ecología integral. En este ámbito, la persona madura contempla la naturaleza con agradecimiento al Creador, la cuida, se siente responsable del medio ambiente, evita la contaminación, cuida la biodiversidad y los ecosistemas, sin perder de vista que las personas ocupan un lugar jerárquicamente superior al resto de los seres de este mundo. Esto lleva a defender, junto con la naturaleza material, la dignidad de la persona y a procurar ayudar a quienes se encuentran más desprotegidos en el conjunto del mundo.
10) Madurez espiritual. Finalmente, la adecuada relación del hombre con Dios da origen a la madurez espiritual, que se caracteriza en primer lugar por tener claro el fin para el que hemos sido creados, el cual consiste en la santidad, que a su vez se identifica con la unión definitiva con Dios al término de esta vida. El camino hacia esta meta cuenta con las virtudes de la fe, la esperanza y la caridad, que Dios otorga, y que favorecen la identificación con su voluntad en la vida ordinaria. Esta madurez se manifiesta también en la unidad de vida, que es coherencia entre lo que se cree y lo que se vive, por contraste con quien lleva una doble vida al no procurar ajustar su conducta a su pensamiento y a sus creencias. Igualmente es señal importante de madurez espiritual el abandono en Dios, que nace de la confianza en Él, como la de un hijo pequeño con su padre.
En conclusión, la madurez integral incluye estos diez ámbitos, que a su vez se conectan entre sí y forman un todo. Es, desde luego, una meta que nunca −mientras caminamos en esta vida− podrá alcanzarse de manera total, pues siempre será posible avanzar en estos ámbitos de madurez. Cabe también advertir, finalmente, que la madurez integral está íntimamente relacionada con la felicidad, la cual es consecuencia de tener la vida lograda, al procurar llevar a plenitud cada uno de los diez ámbitos referidos.