El movimiento de grupos humanos a través de fronteras y continentes es un fenómeno de nuestro tiempo. Cuáles son los principales argumentos en pro y en contra de prohibir, permitir o controlar este flujo de personas?
Hace diez años el escritor libanés Amin Maalouf publicó un ensayo titulado El desajuste del mundo. Cuando nuestras civilizaciones se agotan (2009). Predice ahí que la migración será la gran batalla de nuestra época, la prueba de fuego para el mundo occidental. En los últimos diez años hemos sido testigos de migraciones masivas y desplazamientos forzados en distintas partes del mundo y por distintos motivos: guerras, inestabilidad política y económica, hambrunas, cambio climático, persecuciones y trato inhumano. La migración se percibe en varios países como una amenaza. Ante el flujo migratorio masivo hay, por una parte, quienes por distintas razones reprueban la entrada de los migrantes: racismo, clasismo, xenofobia, miedo a otras costumbres, temor a que el extranjero ocupe su empleo o a que se convierta en un criminal, etcétera. Muchos piensan, por lo tanto, que controlar, e incluso cerrar las fronteras, es primordial para la seguridad nacional y, en consecuencia, esperan que los gobiernos impidan la entrada a los migrantes. Por otra parte, existen quienes, a pesar de los desafíos que representa la migración, se percatan de que estamos ante una crisis humanitaria y consideran prioritario proteger a esas personas que huyen de la violencia o de otra clase de condiciones adversas en sus países de origen.
Las alternativas para afrontar el flujo migratorio masivo son varias: desde quienes plantean la abolición de las fronteras permitiendo la libertad absoluta de circulación, hasta quienes, por el contrario, piensan que deben cerrarse. Una postura intermedia plantea una apertura controlada. Los partidarios de la abolición ven en la entrada de migrantes una estupenda oportunidad para aumentar los empleos, robustecer las economías y salvar el futuro de aquellos países en los que la población se ha avejentado y las tasas de natalidad son alarmantemente bajas. Sin embargo, quizás esta alternativa sea la menos popular: la mayoría de las personas ve en el flujo migratorio una amenaza a la seguridad y estabilidad de su país. Se piensa que entre las oleadas de migrantes se infiltran terroristas, delincuentes, gente con un bajo nivel educativo y con otras costumbres, y personas en extrema pobreza dispuestas a delinquir para poder sobrevivir. En pocas palabras, se corre el riesgo de permitir la entrada a gente considerada indeseable. Hay quien piensa, en contraste, que algunos migrantes podrían ser gente honesta, pero no todos los países están en posibilidad de admitirlos: si un país no puede hacerse cargo del bienestar de su propia población, mucho menos puede hacerlo de los migrantes. Se escucha ya en el discurso público, sobre todo en Estados Unidos, la amenaza de cerrar fronteras. Muy probablemente somos testigos de lo que ya comienza a ser la «ilegalización de la migración».
SI CERRAMOS LAS FRONTERAS…
Quienes piensan que las fronteras deben permanecer cerradas suelen basar su postura en dos clases de argumentos: los relacionados con la defensa de identidades culturales, y los relativos a la seguridad nacional. En lo que respecta a la primera clase, existen quienes defienden la importancia de la identidad nacional en tanto que sirve como un «foco de identificación primario» basado en el sentido de pertenencia (Margalit y Raz, 1990). En esta misma dirección, se piensa que el sentido de pertenencia nacional es un elemento que refuerza la dignidad e identidad de los individuos y que, cuando las instituciones están moldeadas por una cultura con la que las personas están familiarizadas, ello facilita la participación de los ciudadanos en la vida pública de su país (Tamir, 1993). Sabemos que lo anterior no necesariamente ocurre así: no es claro que una identidad compartida repercuta de manera definitiva en la vida cívica de un país. Es cierto, sin embargo, que determinados valores compartidos o formas de pensar similares, podrían facilitar la convivencia y la vecindad entre los ciudadanos de un país. Se ha resaltado el daño potencial a los valiosos vínculos intergeneracionales cuando los padres son incapaces de transmitir su cultura a sus hijos y nietos (Nickel, 1995). Por ello, una persona con un fuerte sentido de identidad o un ultranacionalista, no suelen ver con buenos ojos que su familia o su comunidad se vean invadidas por personas de otras culturas, costumbres o religiones.
La identidad nacional nos permite trascender nuestra mortalidad al ligarnos a algo cuya existencia parece remontarse a tiempos inmemoriales y prolongarse hacia un futuro indefinido (Anderson, 1983). En otras palabras, saberse parte de una tradición cultural construida en una nación, nos vuelve conscientes de nuestras raíces y nuestro legado. Sin embargo, esta clase de actitudes, no forzosamente reprobables, puede devenir con cierta facilidad en la defensa decimonónica de identidades esencialistas y de nacionalismos excluyentes. Si bien es cierto que la realización de las personas está en buena parte vinculada a su sentido de pertenencia a una nación, a una tradición, y en algunos casos a una religión, ello no debería convertirse en un obstáculo para reconocer, respetar y convivir con otro tipo de culturas. Si no queremos destruirnos unos a otros, es imperativo convivir y construir con lo diverso.
Quien defiende la necesidad de endurecer las políticas migratorias para proteger una identidad nacional, pierde de vista la riqueza que podría traer consigo la diversidad cultural. Es falso que en un marco en donde existe la diversidad sea inviable la preservación de tradiciones. Una gran tradición siempre puede coexistir y convivir con otras. Es un hecho que muchas comunidades de migrantes se han integrado sin dificultad alguna al país que los recibe conservando sus costumbres y su idiosincrasia y, al mismo tiempo, adaptándose al entorno cultural que los recibe: libaneses, mexicanos, guatemaltecos, norteamericanos, argelinos, marroquíes, iraníes, armenios, japoneses, franceses, coreanos, rusos, judíos, etcétera. En muchos casos, la interacción entre distintas tradiciones y culturas no sólo nos abre a la oportunidad de empatizar con otros seres humanos, sino también de enriquecernos de sus propias experiencias. Evidentemente, el encuentro con lo distinto y lo diverso podría generar algunas confrontaciones: así es la convivencia natural entre seres humanos. Habrá casos en donde los procesos de integración no resulten tan pacíficos. Una sociedad plural, democrática e incluyente, se pone a prueba por su capacidad para dialogar y formular mecanismos de integración, no exentos de dificultades. El conflicto es normal en las sociedades humanas. Por ello, es relevante la labor de actores sociales dedicados a impulsar vías resolutivas para la disminución del conflicto y la conservación de la paz y la convivencia social.
Es más complejo hacer frente a los argumentos relativos a la seguridad nacional que a los argumentos formulados para defender una identidad. En muchos casos, aquellos están bien justificados. Se piensa, ya lo decíamos, que la presencia de migrantes incrementa la inseguridad y los índices de criminalidad. Cuando los Estados no cuentan con las condiciones para garantizar a los migrantes la inserción en la dinámica social del país al que llegan, se corre el riesgo de que se sumen a otros sectores marginados sin acceso a la educación, a los servicios de salud y al empleo. El migrante, en consecuencia, es vulnerable a delinquir, a ser reclutado por organizaciones criminales, a convertirse, en resumen, en un parásito social. Se pierde de vista, con frecuencia, que también el propio migrante es vejado, explotado y denigrado, ya sea por las propias autoridades migratorias o por delincuentes: su integridad y sus derechos humanos están permanentemente en riesgo. En el caso de que existiese la posibilidad de integrarlo de forma regular a la sociedad, su situación no deja de ser difícil: algunos piensan que el migrante arrebata al nativo las oportunidades para estudiar o trabajar. Sin embargo, como veremos, el impacto migrante en el ámbito económico y laboral ha sido destacado por varios economistas como algo que en realidad es positivo.
DILEMAS DE LAS FRONTERAS ABIERTAS
Quienes piensan que las fronteras deben permanecer abiertas suelen, al igual que quienes defienden el cierre de fronteras, basar su postura en dos tipos de argumentos: los que, en concordancia con los partidarios de la abolición de fronteras, piensan que el migrante aporta diversidad y riqueza cultural al país al que ingresa; y quienes consideran la migración favorable por motivos de conveniencia económica y comercial. Amartya Sen ha sostenido que la identidad no es el resultado de la pertenencia a una determinada matriz cultural ni la sumisión a las instrucciones de un horizonte civilizatorio. Se trata, por el contrario, de una fusión compleja en la que se encuentran –no sin conflicto– elementos tradicionales y novedosos (Sen, 2007). Piensa, en definitiva, que la identidad de los ciudadanos posee un carácter plural y que sería un error intentar reducirla a una sola dimensión. En la misma sintonía, Seyla Benhabib sostiene que las culturas son prácticas humanas complejas, fraccionadas en el interior de narraciones en conflicto que se constituyen a través del diálogo con otras culturas. De ahí que conciba la identidad como un proceso de negociación dinámico y proponga el concepto de «ciudadanía flexible» como una vía para salvaguardar el universalismo político (Benhabib, 2002). En un reciente libro titulado The Lies that Bind. Rethinking Identity (2018), el filósofo Anthony Appiah, abonando a lo anterior, observa cómo por mucho tiempo hemos tendido a exagerar nuestras diferencias con los demás y a remarcar las similitudes con «los nuestros», como si el mundo estuviese constituido por tribus monolíticas enfrentadas entre sí cuando, en realidad, cada uno de nosotros contiene en sí mismo varias identidades.
Aunque es legítimo que los países quieran preservar su propia cultura, la defensa de los valores propios no debería llevarnos al extremo, es decir, a una especie de aislamiento y hermetismo social que derivaría en mentalidades estrechas. Hay que ser conscientes, sin embargo, de que establecer los límites y condiciones para delinear la interacción entre culturas dominantes y culturas tradicionalistas es complejo. En muchos casos el sincretismo cultural y la hibridación ha sido fácil, y ha derivado en nuevas formas de cultura muy ricas; en otros casos ha habido imposiciones que han disminuido e incluso han hecho desaparecer otras formas de cultura. La apuesta por la apertura cultural implica algunos riesgos que han sido vistos por los críticos de las filosofías multiculturalistas. En efecto, partidarios del multiculturalismo como, por ejemplo, los filósofos canadienses Charles Taylor y Will Kymlika, piensan que el reconocimiento de la diversidad de las culturas, así como su integración en la esfera pública, es esencial. De ahí que aboguen por el respeto a toda clase de valores definitorios para determinada persona o grupo. Sus críticos, por el contrario –entre ellos Samuel Huntington–, consideran que las coincidencias culturales facilitan la cohesión y convivencia de los individuos, mientras que las diferencias ocasionan escisiones y conflictos. Por ello, buscan fortalecer la unidad de los integrantes de una determinada cultura y miran con reservas, y hasta con temor, el encuentro con otras tradiciones o civilizaciones.
Con respecto a quienes defienden que la migración es conveniente por su efecto positivo en la economía y el comercio puede recordarse a George Borjas (2013; 2017), economista de la Harvard Kennedy School, quien sostiene que la migración beneficia a los nativos en el mercado laboral. Reconoce que el efecto económico neto de la migración sobre la economía es positivo, pues parte de la base de que el número de empleos disponibles en una economía no siempre es constante. Considera que su entrada al mercado laboral incentiva a los empresarios a adoptar cambios tecnológicos o a invertir en nuevos productos más intensivos en mano de obra. Añade que, en muchos casos, los migrantes no compiten con los nativos en el mercado de trabajo pues se especializan en otro tipo de empleos, lo que a su vez mejora la productividad. Todo ello implica que la migración puede aumentar la cantidad de empleos. Un ejemplo de ello puede verse en Turquía, que para 2013 ocupó el puesto 71 (de 185) en la lista de países con mayor facilidad para hacer negocios (Doing Business 2013). En 2018 pasó al puesto 60 (Doing Business 2013). La presencia de más de dos millones y medio de refugiados sirios ha propiciado la instalación de un número creciente de compañías con capital sirio. Esto último no quiere decir que alguna porción de la migración siria no haya tenido problemas de integración. Lamentablemente, el sector con mayor problema de adaptación es el de los pobres. Como lo ha hecho notar Adela Cortina (2017), en realidad el mayor miedo es ante los migrantes pobres.
Es cierto que los procesos de ingreso y aceptación de un migrante con determinado nivel de estabilidad económica, y que representa una fuerza laboral real para el país de ingreso, es mucho más sencillo que la del migrante en condiciones de pobreza. El paso de migrantes centroamericanos por México con la intención de ingresar a Estados Unidos, por ejemplo, inquieta a ambos gobiernos precisamente porque se trata de personas de bajos recursos. Adela Cortina ha acuñado el término «aporofobia» para designar el rechazo, temor y desprecio al pobre. Es cierto que nuestras sociedades son poco empáticas con el necesitado. Un dilema añadido a este respecto es si un país debería atender al migrante pobre en vez de hacerse cargo de sus ciudadanos en condiciones parecidas. Aunque la disminución de la pobreza ha de ser prioritaria en cualquier sociedad democrática, no se puede eludir la responsabilidad con el migrante. No en balde, existen acuerdos internacionales que comprometen a la mayor parte de los países a colaborar en la protección de migrantes, especialmente a quienes, por distintas situaciones de emergencia, se vieron forzados a abandonar su país.
Coincidimos con Adela Cortina en que habría que pensar en los medios que tanto gobierno como sociedad civil deberían desarrollar para incluir al migrante: la dignidad de toda persona lo exige como un mínimo de justicia. Creemos que toda política migratoria debe considerar esas exigencias de justicia, pero, además, ha de tener como base lo que denominamos una «ética de la hospitalidad». La hospitalidad hacia el migrante, sin importar sus condiciones económicas es, como también ha sostenido Adela Cortina, un signo de progreso cultural y civilizatorio. Habría que añadir que es también un signo de humanidad.
POR UNA ÉTICA DE LA HOSPITALIDAD
Cada una de las posturas anteriores, a saber, la abolición de las fronteras, el cierre de las mismas y la apertura controlada, plantean algunas ventajas y desventajas. La apertura absoluta parece utópica, aunque, con cierto optimismo, deberíamos considerar esta opción como un ideal moral deseable. Aunque esta alternativa apuesta por el libre tránsito y la libre asociación como derechos básicos de los individuos, muy probablemente estamos en un momento crítico en el que, lamentablemente, la confianza y la fraternidad entre los países y entre las personas ha sido minada por conflictos pasados, por ofensas presentes, y por intereses políticos y financieros difícilmente eludibles. El resentimiento, la envidia, el odio, y también los riesgos comerciales, han hecho que los países se mantengan alerta ante posibles agresiones. Se suma que el tráfico de armas, drogas, personas y otros productos ilegales, son un motivo razonable para mirar como imposible la abolición de fronteras. La reacción contraria a la abolición de fronteras, es decir, su cierre, sería perjudicial no sólo para el comercio y la economía local y global, sino que violaría derechos humanos universales como el libre tránsito y la libre asociación, además de que acarrearía consecuencias muy negativas como la separación de familias, y la ruptura de sociedades comerciales y acuerdos internacionales.
La opción de las fronteras abiertas, pero controladas, se ajusta a una política liberal en donde se reconoce que el libre tránsito es un derecho básico de los individuos, aunque se acepta que los Estados tienen derecho a condicionar el ingreso a su territorio mediante visas o permisos especiales, o simplemente pueden regular el ingreso a su territorio solicitando o no un documento de identidad. Esta alternativa asume también que es legítimo controlar las fronteras, ya que es obligación del Estado proteger la soberanía nacional y preservar la cohesión de sus ciudadanos garantizando además su seguridad. Sin embargo, el problema en este caso serían los criterios de selección de ingreso. Ya decíamos que, por lo general, los pobres son relegados. Recientemente también hemos sido testigos de algunos episodios en los que personas de determinada nacionalidad se han visto afectadas. Por ejemplo, en 2018 el presidente Donald Trump suspendió la entrada a los Estados Unidos a los ciudadanos de siete países: Venezuela, Irán, Libia, Corea del Norte, Siria, Yemen, Somalia. Aunque son países que, como se sabe, pasan por momentos difíciles, no puede inferirse que cualquier persona con alguna de esas nacionalidades deba ser tratada como alguien peligroso.
Con frecuencia se pierde de vista, en los procesos de selección, que los migrantes son personas y, en consecuencia, merecen un trato digno y humano. La migración no es un asunto exclusivamente político-administrativo, sino que trasciende el derecho de una nación a controlar sus fronteras. Es imprescindible proteger la integridad del migrante y garantizar el respeto a sus derechos humanos. Que en la práctica suceda lo contrario, es indignante. En una ética de la hospitalidad lo central es el respeto a la dignidad de las personas independientemente de su origen, género, nacionalidad y situación económica. Se trata de una ética que recomienda llevar a cabo procesos deliberativos muy cuidadosos en los que se tiene en cuenta tanto la capacidad que tiene cada país para ayudar, así como las condiciones de los migrantes que desean ingresar. La ética de la hospitalidad no apela a los buenos sentimientos, sino a una autoevaluación rigurosa sobre las capacidades de cada uno de los actores involucrados para intervenir de manera benevolente, pero responsable, en los procesos migratorios, y ayudar activamente a aquellos que han perdido el vínculo con su tierra, su hogar, su país.
Nos hemos enfrentado recientemente con que los flujos masivos desbordan la capacidad administrativa de los países de recepción y, por lo tanto, la ayuda se torna compleja y los procesos migratorios se vuelven prácticamente imposibles. En varios casos, el apoyo de campos de refugiados (algunos gubernamentales y otros de organizaciones civiles y religiosas) ha sido crucial. Es importante alentar esa actitud. Además, con la intención de conseguir soluciones eficaces al control de ese flujo inminente, se requiere la participación activa de varios sectores de la sociedad: gobierno, empresarios, universidades, y asociaciones civiles y filantrópicas. Sin la participación activa de todos estos actores sociales será imposible encarar una situación que es irreversible. Sin una ética lo suficientemente robusta, las medidas para afrontar la migración masiva se tornarán cada vez más inhumanas.
Una conocida parábola cristiana, la del samaritano, ilustra a la perfección la ética de la hospitalidad. En esta historia, un samaritano —un fuereño— se encuentra con un herido en el camino y lo auxilia. Se ha entendido que el samaritano es un amigo en la necesidad. Sin embargo, como observa Iván Illich (2005), en realidad es alguien que no sólo excede la frontera de su preferencia étnica, que es cuidar exclusivamente a los suyos, sino que, además, comete una especie de traición al auxiliar a su enemigo. Su acto es un ejercicio de libertad de elección cuya radical novedad ha sido pasada por alto: decide ayudar a quien percibe como un «extraño», incluso un «enemigo». En esta escena, explica Illich, se muestra que no existe forma de categorizar quién es nuestro prójimo porque todo ser humano lo es. Esta parábola es un llamado a una actitud ética, a un valor común indispensable para hacer brotar una forma de comunidad humana transformada: es cortesía, hospitalidad, benevolencia, humanidad.
Referencias
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* Este artículo se elaboró en el marco del proyecto fondo «Fomento a la Investigación UP 2018», bajo el código UP-CI-2018-FIL-MX-01.