La familia, el lugar donde se aprende a ser libre

IS340_Carlosllano_5o_principalCon tanto vigor como precisión, Carlos Llano analiza el tema de educar en la libertad, concepto difícil por el acoso que muchos valores tradicionales, incluida la familia, sufren de parte una sociedad que prefiere el nihilismo banal a la capacidad de compromiso, de renuncia o don de sí, fuente de la verdadera libertad personal.
Para hablar de libertad y educación hemos de reconocer dos aspectos distintos: la libertad de la educación –la educación debe ser libre– y la educación de la libertad –la libertad debe educarse, enseñarse.
Se aborda con mayor frecuencia la libertad de la educación; en este caso yo hablaré de la educación en la libertad, tarea asignada a la familia, pues sostengo la tesis de que la familia es el lugar natural en donde se aprende a ser libre.
«La libertad de educación» es un aspecto más de la persistente pugna ideológica entre el Estado y el mercado. Unas ideologías son partidarias de más Estado y menos mercado, y otras prefieren dar más espacio a la libertad mercantil reduciendo a un mínimo la intervención estatal. En unos, la rigidez de los reglamentos estatales debería dulcificarse por la flexibilidad de los intercambios mercantiles; para otros, la anarquía de la libertad de comercio habría de ser basculada por la ordenación del Estado.
La historia ha mostrado que el Estado no necesita ser propietario ni gestor de las entidades públicas para tener el control que como Estado le corresponde. Un importante estudio de Price Waterhouse deja claro que para controlar no se necesita ser propietario ni gerente de lo que se controla.
Todo esto afecta a las instituciones estatales de enseñanza y nos lleva a preguntarnos si el Estado es tan mal educador en las escuelas como lo ha sido en la dirección de las empresas.
Pero la educación no se debate sólo en la pugna entre el Estado y el mercado. La influencia de los medios de comunicación ha crecido aceleradamente y su influjo persuasivo es más penetrante que el de cualquier escuela privada o pública.
El problema más grave, la gran grieta de la educación contemporánea está en haber separado el acopio de conocimientos de la formación del carácter. No es sólo una grieta en la educación. Christopher Dawson advierte que la gran tragedia contemporánea es haber separado al conocimiento científico de la vida personal.
El Estado (control y poder), el mercado (dinero) y los medios de comunicación (influencia social) son, por disímbolos que parezcan, piezas homogéneas de un mismo modelo, dada su facilidad de intercambio: puedo cambiar poder por dinero, dinero por poder, poder por influencia, influencia por dinero… Es lo que Octavio Paz denominó agudamente «la monotonía circular del mercado», modelo social que presenta síntomas de fatiga, y puede dejar de ser el paradigma dominante.
Esos tres elementos invadieron los espacios sociales a tal punto que marginaron el mundo ordinario de la vida, que Edmund Husserl llamó el Lebenswelt, y mi maestro José Gaos tradujo como «el mundo de la vida corriente». Ese mundo en el que se dan las relaciones propias de las comunidades de carácter personal, cuyo prototipo es la familia.
No es verdad que lo serio de la existencia se localice en el Estado; el mercado y los medios han querido convencernos de que lo que no puede reglamentarse, venderse o publicitarse carece de seriedad, es lúdico o lírico, jocoso o sentimental.
Samuel Huntington, autor de The clash of Civilizations?, afirma que lo que más le importa a la gente no es la ideología política o el interés económico sino la fe y la familia, la sangre y las creencias, son las realidades con las que los pueblos se identifican y por las cuales están dispuestos a luchar y a morir.1 Y Franco Kuharic, Cardenal primado de Croacia, añade a esos conceptos el lugar donde se ha nacido y donde se vive.2
 
FORMAR EN EL OFICIO DE HOMBRE
Peter Berger dice que «el hombre contemporáneo ha sufrido los efectos de la falta de hogar»,5 con fatales consecuencias. La familia deja de ser la caja negra de la educación y le damos carta de ciudadanía a lo que Ingelman llama «sociedad subterránea», más fuerte aún que la economía sumergida.
Porque en el seno familiar, de amistad y convivencia, de hermandad y filiación se forja la persona en su condición de puro ser, cada una tiene esa cualidad absoluta que corresponde a la persona como tal. Podemos dar rienda suelta a la nostalgia de «sentirnos en casa», porque ahí es donde adquirimos o recuperamos nuestra condición de personas, a resguardo de reglamentos que constriñen y de mercaderías invasoras.
Las escuelas proporcionan los conocimientos que requieren nuestros hijos como piezas funcionales en los oficios humanos. Pero sólo la familia es capaz de comenzar –con un comienzo definitivo, valga la paradoja– la formación del oficio de hombre.
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DOS CRITERIOS DE VALORACIÓN
Cuando pasamos del ámbito del poder, el dinero y la influencia, al de las relaciones familiares, nuestros criterios de valoración, nuestros baremos axiológicos, cambian de horizonte.
En el mundo del Estado y del mercado, rige el criterio axiológico de la generalidad: el mayor bien es el que beneficia al mayor número; si el mal es para pocos, es menos malo; y si el bien es para muchos es más bueno. Este principio tiende a degradarse, porque la bondad no se puede medir con unidades cuantitativas.
En el mundo del hogar, de la amistad, de las acciones fiduciales, de la pertenencia y la entrega –eso es la familia– no rige el criterio de generalidad sino el de incidencia. Vale más lo que cala más profundamente en la vida del individuo y el mal es menor si es sólo superficial o epidérmico; o, al revés, el mal es peor si afecta el fondo de la persona.
Para ilustrar la diferencia de estos dos criterios –de generalidad, que rige el ámbito público y de incidencia, que vive en el ámbito familiar– me valgo de dos imágenes: el niño en el incendio del museo y la niña de las trenzas rojas.
En el incendio del museo, guiado por el criterio de generalidad, rescataría del fuego aquel cuadro de Picasso, único en el mundo y por todo el mundo apetecido y apreciado; en cambio, dejaría en el fuego al pobre niño abandonado. Niños hay muchos; a juzgar por muchos gobiernos e instituciones, demasiados. Uno menos carece de importancia; más si está, como éste, abandonado; tal vez fuera incluso benéfico prescindir de él. Un Picasso ya nadie puede hacerlo. Un niño, cualquiera lo hace.
Si aplicamos en cambio el criterio de incidencia, la salvación del niño es la mejor posibilidad, porque lo mejor no es lo que beneficia a muchos sino lo que más afecta a la persona.
 
¿CÓMO SE EDUCA LA LIBERTAD EN LA FAMILIA?
Sabemos que los criterios de generalidad y de incidencia son criterios axiológicos complementarios. Pero en la sociedad mercantil el criterio de generalidad ha tomado la forma de la oferta y la demanda, y ha convertido estos dos principios en excluyentes. Barry Commoner, personaje partidario de la Conservación natural, en su disputa con el profeta mayor del apocalipsis demográfico,6 se extraña de que se hable tanto de una medicina para una enfermedad incurable como el cáncer, y nunca se diga nada del hombre que la descubriría si llegara a nacer.
La diversidad de criterios axiológicos nos impulsa a enfocar de un modo nuevo los problemas sociales y sus soluciones. Empecemos por la familia, por el niño del museo. No queremos sólo la libertad de la educación; queremos la educación de la libertad.
Sólo en la familia el hombre aprende a ser libre. La auténtica libertad habita en el hogar. Allí se suscitan los verdaderos valores que liberan al ser humano; en el horizonte de la familia aparecen los fines últimos que, al decir de Paz en Tiempo nublado,7 son los que de verdad cuentan, los que dan sentido a nuestra existencia, tal como él los enumera: la felicidad en esta vida, la salvación en la otra, el bien, la verdad, la sabiduría, el amor. Sobre todo, añadimos nosotros, la libertad. Este horizonte de finalidades últimas, de valores verdaderos, es la alternativa del futuro. En el Occidente requerimos de una resurrección, de un regreso al lugar en donde tales valores se encuentran delicadamente guardados.
¿Cómo se educa la libertad en la familia? No sólo porque en ella el hombre se siente libre y puede actuar de un modo que sería irrepetible fuera de su casa. Como dice el propio Chesterton: «el hogar es el centro de la libertad… Más aún, es el único centro de la anarquía. Es el único punto del planeta cuyo arreglo el hombre puede alterar súbitamente, donde puede hacer experimentos o permitirse un capricho. En todo lugar a donde vaya, debe atenerse a las normas estrictas de la tienda, la taberna, el club o el museo. En su propia casa podría, si le da la gana, comer sus comidas en el suelo. Yo mismo lo suelo hacer y ello me produce una infantil y poética impresión de excursión. Provocaría considerable trastorno si tratara de hacerlo en un restaurante. Es el único lugar tranquilo, el único lugar salvaje en un mundo de reglamentos y de tareas. Uno solamente puede retozar en su casa, pequeña omnipotencia humana, cámara de la libertad».8
La familia no es el centro de la libertad por ser el rincón privilegiado de nuestros caprichos. Es el centro de la libertad, el lugar propio de su desarrollo y expansión, porque es el caldo de cultivo de tres componentes que constituyen la esencia de la libertad: la capacidad de compromiso, la capacidad de renuncia y la capacidad del don de sí.
 
Capacidad de compromiso
La familia es una gozosa fuente de compromisos profundos, serios, inamovibles, que se asumen con valentía y decisión. El hombre libre no es el que carece de vínculos sino, al revés, el que se compromete en profundidad. Como el árbol, que cuanto más profundas son sus raíces, más libre se encuentra para resistir el vendaval; al contrario de la arena suelta del desierto, libérrima carencia de atadura, es esclava de cualquier brisa ligera. Una persona que no se encuentra dentro de una familia, es fácilmente, voluble, carente de ligaduras, habitante de la nada.
 
Capacidad de renuncia
El compromiso implica renunciar a todo lo que es incompatible con mi compromiso. La renuncia es el gran ausente de nuestra civilización. No somos capaces de compromiso por nuestra incapacidad de renunciar a nada. Y somos incapaces de renunciar porque hemos atrofiado nuestras posibilidades de compromiso que son –digámoslo– posibilidades de amor.
El amor es el único precio de la renuncia. Me pregunto muchas veces: ¿qué precio tiene una sonrisa?, ¿qué cuenta presento cuando visito a un amigo enfermo?, ¿qué ocurriría si nos declaráramos en huelga y cesaran todas estas acciones libres y personales hechas al margen de la política o de la economía?, o peor aún, ¿qué sucedería si pasáramos factura por ellas? ¿En dónde, fuera de la familia, se aprende a sonreír, a servir, a practicar la ayuda al otro? ¿En dónde, fuera de la familia, se aprende a ser libre?
 
Capacidad del don de sí
Es fácil percatarnos de que si hay un lugar en la vida, si hay un lugar en la sociedad en donde se ensaye, practique y ejercite el acto supremo del don de sí, es en la familia. Y que fuera de ella es difícil y excepcional el acto de entrega de la persona. O, por mejor decir, quien no haya aprendido a ser generoso en el hogar no podrá serlo después, aunque quisiere, en el ámbito público. La entrega desinteresada de sí corre pareja con el sentido de la responsabilidad, con el control de los instintos; con la atemperación de las capacidades; con el dominio del yo; con la afirmación del carácter.
La entrega de sí mismo no sólo es el acto cimero de los libres, su ejercicio más noble y perfecto; no sólo es el acto fundamental para la educación de nuestra libertad. Es el acto educativo por excelencia. Así lo ve Juan Pablo II en su Carta a las Familias en donde dice que «cada hombre se realiza [se educa] mediante la entrega sincera de sí mismo porque –subrayamos esto–  la educación es, ante todo, ‘dádiva de humanidad’».9 Insistimos que en las escuelas pueden aprenderse oficios determinados y útiles, mientras que en la familia se aprende el más alto y fundamental de los menesteres: el de ser hombre.
Esta entrega de sí –que se esponja en el ámbito familiar– sigue derroteros distintos a los de las transacciones mercantiles; en cierto modo es su antípoda. Si en el mercado se trata de conseguir lo más contra lo menos posible; en el don de sí se trata de entregarlo todo por nada.
 
EL IMPULSO DE DAR, DE COMPARTIR
En el mundo de la vida pública rige el criterio operativo de la eficacia; se trata de alcanzar aquello de lo que carecemos, por ese movimiento fuerte del ser humano que llamamos desiderium. En el mundo ordinario de la vida familiar rige el criterio operativo de la fecundidad, por ese movimiento no menos compulsivo y apremiante, llamado effusio, que nos impele a compartir lo que tenemos. La eficacia persigue lograr objetivos; la fecundidad, expandirse en frutos.
El mercantilismo imperante, ha propalado la errónea idea de que el impulso natural del hombre es el deseo de remediar nuestras carencias y no la efusión de nuestra plenitud. Quienes así piensan han marginado precisamente la vida familiar y su mordiente educativo; la vida del espíritu, que se acrecienta al compartirse, limitándose sólo a la materia que se pierde cuando se comparte. Machado lo decía con acierto: «Moneda que está en la mano tal vez se debe guardar: la monedita del alma se pierde si no se da».
Dije que la donación de sí mismo es la contrapartida de las transacciones mercantiles. Digo también, que la comunicación que se da en la familia es el polo opuesto de la que rige en el mundo de los medios de la comunicación social. Habermas acierta al decir que el paradigma de la comunicación no verbal es la de la madre con el hijo en su seno. Comunicación que dista mucho de ser silenciosa: al contrario, es una voz existencial magna y amplificada, aunque sea sin palabras: porque es –y las madres encinta lo saben bien– la donación de la vida.
Se me dirá que describo una realidad romántica e idealista. Yo digo en cambio que ésta es la realidad verdadera, y no la de las fantasías publicitarias, la de los engaños pragmáticos mercantiles, la de los vacíos discursos políticos.
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¿ES LA FAMILIA UN BIEN OPTATIVO?
Tales son las posibilidades de la educación de la libertad en la familia, pero no puede imaginarse el acoso que el Estado, el mercado y los medios de comunicación colectiva ejercen sobre el ámbito familiar para que su riqueza educativa se empobrezca.
El Estado reglamenta el número de hijos por nacer y las escuelas a las que podría acudir gratuitamente; el mercado invade el hogar con artefactos que desplazan a los hijos; nos hace preferir la cosa que puede comprarse y venderse, a la persona que no es objeto de transacción… los medios electrónicos nos llenan de imágenes de todos los colores y especies. Éste es el acoso, la sujeción, el amansamiento, la marca.
En muchos aspectos no se trata ya de reducir la potencialidad educativa y transformadora de la familia, sino de exigirla. El Cardenal Alfonso López Trujillo, dice que la familia no se ve ya como un bien necesario, sino optativo, y sus valores esenciales se presentan como un obstáculo para el ejercicio de la libertad humana. (¡Y nosotros que pensamos que la familia es el vivero de la libertad!).
 
ACOSO INCISIVO Y DEMOLEDOR
El Estado, el mercado y los medios de comunicación colectiva son nobles instituciones de las que no podemos prescindir. Pero por el sesgo materialista de nuestra cultura se han unido, con sus intrínsecas divergencias, para fomentar un nuevo estilo de vida con una perspectiva vital que se opone abiertamente a los valores donde florece la libertad bien enraizada, y que describimos antes como capacidad de compromiso, capacidad de renuncia y capacidad de don de sí.
Es difícil tratar esta oposición a los valores profundos, pues parece más bien un conjunto de sarpullidos puntiformes y caprichosos, pero está dejando en nosotros y nuestros hijos un poso de aspecto oscuro. Esta corriente asistemática constituye una parte importante (y peligrosa) de nuestra cultura, que procuraré resumir en pocos trazos, porque nuestra actual tarea será reconstruir la personalidad de la familia, en medio de este deslave generalizado.
A la capacidad de compromiso, de renuncia y del don de sí se enfrentan en bloque y radicalmente el hedonismo, el consumismo y el sin defensas.
El hedonismo, entendido no sólo como búsqueda absolutizada del placer sensible sino, más aún, del placer instantáneo, aunque pasajero. El hombre se mueve bajo la urgencia de la procuración acelerada de satisfacciones sucesivas. José Gaos encuentra en ello una nota característica de nuestro tiempo: la progresiva velocidad en el acceso a nuevas satisfacciones, el continuo desplazarse sin sentar plaza (tener sosiego, acogerse a un hogar permanente es la nota característica de la familia como nosotros la concebimos).
Así, el apetito constitutivo que el hombre posee hacia el bien infinito se sustituye por una sucesión infinita de bienes finitos. Arrastrado por esta compulsión de satisfacerse, pierde el dominio de sí mismo, aquello que antes se denominaba aguantarse y aguantar, tanto el deseo de placer como las inevitables situaciones dolorosas que la vida nos depara.
El hombre ha perdido no sólo la capacidad de renuncia, sino la aptitud de resistencia (de aguante) ante lo uno (el deseo de placer) y ante lo otro (la entereza en el dolor).
La eliminación del aguantar subjetivo corre pareja con la supresión del prohibir objetivo. Prohibir sería malo y permitir sería bueno. Así, el tono de vida hedonista desemboca en el permisivismo, otro trazo de la cultura actual, si es que ambos –hedonismo y permisivismo– no se identifican. Las categorías morales de la vida humana no residen en el permiso o la prohibición, sino en el bien y en el mal: será bueno prohibir lo malo y será malo prohibir lo bueno.
El permisivismo, como el relativismo, son teorías suicidas: si todo debería estar permitido habrá de permitirse también el prohibir. Gilles Lipovetsky, autor de El crepúsculo del deber, dice que la vida permisiva desencadena un ascenso del individualismo, una depauperación de nuestras disposiciones de entrega, un retraimiento de lo que hemos denominado don de sí.
El consumismo es el apremio por sustituir unos bienes de uso por otros supuestamente mejores: lo importante es que sean, sobre todo, distintos de los que yo y los demás usábamos antes. Es, en cierta manera, un modo de distinción. Al carecer de esa personalidad o carácter que se aprende en la familia, me distingo de los demás por las novedades que uso, aunque a la vez me identifiquen con otros que ahora las usan también, y voy siendo devorado por la cadena sin fin de malls y súper tiendas gigantescas y envolventes.
 
FAMILIA, ALTERNATIVA DEL FUTURO
La conclusión de estas reflexiones es que la familia no debe sólo parapetarse en defensa de los acosos. Primero ha de adquirir conciencia de que esos acosos son inocuos, epidérmicos, si no hay complicidad libre de nuestra parte, porque el compromiso, la renuncia y la capacidad de entrega están en nuestras manos, y no en las instancias mercantiles, ni en los oropeles televisivos: ninguno tiene fuerza sin nuestra complicidad libre.
Y, segundo, porque la familia es la alternativa del futuro, si sabe ejercer la libertad de la que es maestra. El origen etimológico del hogar es el fogón, la hoguera; no sólo en su sentido de resguardo, o refugio, sino también de irradiación, expansión e incendio. Tengamos el ansia de incendiar al mundo con los valores potenciales y explosivos de nuestros hijos. No se trata de salvarlos del incendio, sino de incendiar al mundo con ellos.
– Resumen de la ponencia que presentó el autor en el Primer Congreso Panamericano sobre Familia y Educación (mayo de 1994 en Monterrey, México. Año Internacional de la Familia), titulada «Libertad y educación».
 
Notas finales
1           Huntington, Samuel. Foreign Affairs, Nov-Dic. 1993, en respuesta a las críticas a su artículo «The clash of Civilizations?», ídem, Julio-Agosto 1993.
2           Excélsior, México, 26-III-94.
3           Antínez, Jaime. Crónica de las ideas, Ed. Andrés Bello, Santiago de Chile, 1988, p. 37.
4           Paz, Octavio. Tiempo nublado, Seix Barral, México, p. 206.
5           Un mundo sin hogar, Sal Terrae, Santander, 1979, p.80.
6           Eherlich, Paul. The Population Bomb, 1996.
7           Paz, Octavio. apud. p. 36.
8           Chesterton, Gilbert. «Lo que está mal en el mundo» En Obras completas. Janés Editor. Madrid, 1952.
9           Juan Pablo II, apud. No.16.

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No. 386 
Junio – Julio 2023

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