«Los pecados capitales están en cada esquina, en todos los hogares, y siempre los toleramos. Los toleramos porque son algo común, trivial». Aunque usted no lo crea, estas provocadoras palabras no provienen de una encíclica ni de un santo… Las dice el asesino serial John Doe, antagonista de Se7en; cuyo modus operandi es volver el pecado contra el pecador. La palabra «pecado» remite a Dios, pues el pecador se elige a sí mismo y olvida de su creador. Quizá por eso hoy, en nuestro mundo egoísta, lo trivializamos. Seamos realistas, cada vez menos personas practican el cristianismo y, al menos entre las elites culturales occidentales, se equipara al Dios de la Biblia con una fuerza mitológica que aparece en las monedas de EU.
Sin embargo, no pretendo hablar del pecado desde la teología, sino desde su concepción de olvido del hombre por el hombre. Aunque los griegos de la época clásica no tenían el mismo sentido de la moralidad que la cultura judeocristiana, sí usaban el término hamartía (desmesura, arrogancia, exceso, hybris) que más tarde daría pie a la noción cristiana de pecado.
LO QUE OCURRE EN LAS VEGAS…
¿De verdad el pecado es común y trivial? Responder que sí da miedo, porque entonces el mal es más poderoso y extenso de lo que solemos reconocer. Después de todo, el hecho de que exista un lugar como Las Vegas, «La ciudad del pecado», es una manera de hacernos sentir mejor, ¿no creen? Nos hace pensar que el pecado existe, pero que lo podemos controlar. Visitamos la playa o Nevada y creemos que lo que ahí sucede no repercute en el resto de nuestra vida. Encapsulamos el pecado, como quien pone en cuarentena el virus de una computadora.
Yo no vine a sacudir el avispero. Esa fue la intención de Sócrates y Jesucristo, y les fue como en feria. Lo que quiero decir es que resulta ingenuo creer que el pecado lo tenemos domesticado y que podemos señalar con el dedo dónde flaquea nuestra moralidad y dónde florecen nuestras virtudes.
Equivale a afirmar que los seres humanos pecamos en un lugar y un momento definidos. Ya después, y fuera de estos lugares, seguimos nuestras vidas de perfecta rectitud moral. No en balde algunos conocidos míos se justifican mediante esta frase tan socorrida: «Lo que ocurre en Las Vegas, se queda en Las Vegas». Pero, ¿a poco uno se quita tan fácilmente el trajecito de pecador? ¿Eso se puede?
El pecado, tarde o temprano, se convierte en una estructura, en un estilo de vida colectivo, en una cultura. Pensemos, si no, en nuestra querida capital.
LOS 120 DÍAS DE TENOCHTITLÁN
La ciudad de México, con la mano en la cintura, podría adjudicarse también el título de «La ciudad del pecado», después de todo, Las Vegas tan sólo monopoliza la lujuria y la avaricia. Pero el DF ha creado un campo de oportunidad más amplio para el resto de los desenfrenos humanos.
Según John Milton, Satanás, por culpa de su bíblico error, está cayendo eternamente a las profundidades del infierno. ¿El pecado que lo provocó? La soberbia.
Algo parecido ocurrió con el DF. La fundación de Tenochtitlán fue un primer pecado demasiado fatídico, un acto de entera soberbia. Podremos echarle la culpa a Huitzilopochtli y sus desconcertantes augurios, pero seamos honestos: sólo a nosotros se nos ocurre construir una ciudad sobre un lago, prácticamente en arenas movedizas. Bien nos enseñó Jesucristo que había que construir nuestras casas sobre piedra firme, para que la corriente del río no nos arrastrara. Pero con cada «cordonazo de san Francisco» el periférico se convierte en un tobogán gigante; Tláloc nos obliga a admitir que nos cegó la soberbia. Nunca podremos superar a la naturaleza. Los conquistadores españoles, encima de todo, reconstruyeron la ciudad en el mismo lugar. Como aderezo a esta soberbia fundacional, el regente Uruchurtu hace unas décadas decidió entubar los ríos; sólo Dios sabe por qué. Pero las lluvias torrenciales siguen sintiendo nostalgia de inundar Churubusco, Mixcoac y Chalco. Y los automovilistas en el pecado llevamos la penitencia.
Como si esto fuera poco, los defeños (me han dicho mis conocidos) somos insoportablemente soberbios frente a los provincianos. Ya de por sí la palabra «provinciano» la usamos inapropiadamente y con desprecio. Nos jactamos de tener cines, universidades, restaurantes, espectáculos, etcétera. Pero, ¿qué se esconde tras esa soberbia? Un pecado llama a los otros; y en este caso la soberbia no es más que la máscara de una profunda envidia. No sólo porque «provincia» está mucho mejor ubicada que nuestro lago. Se trata de una envidia por la tranquilidad de sus vidas, por los altos índices de bienestar fuera de la mancha urbana, por esa altísima esperanza de vida de quienes no respiran esmog día y noche. Cada mañana, cuando salgo rumbo a la universidad para enfrentarme a un raudal de luces rojas que se mueven a paso de tortuga, siento envidia de mis colegas que no necesitan gastar tres horas al día en automóvil.
Dante Alighieri, retomando la teología de Tomás de Aquino, considera que la ira es el deseo de causar daño a alguien bajo el pretexto de justa venganza. En el quinto círculo del infierno, los iracundos están atrapados en las fangosas aguas del lago Estigia, condenados a darse golpes y mordiscos eternamente. Obviamente esto es un piropo frente al tráfico de viernes de quincena, que despierta en nosotros a la bestia del Apocalipsis. La ira es la válvula de escape para el rencor histórico que nos guardamos en el corazón. No sólo se trata de desquitarnos con los coches de placas de provincia, a los que claramente queremos hacer la vida de cuadritos; salvo los mexiquenses, que ya se defienden mucho mejor que nosotros. Pero es que detrás de esa urbanización de la ira se esconde el sentimiento de que no nos merecemos este suplicio.
NO HAY DIABLO CHIQUITO
La gente cree que la pereza es un pecado inofensivo. Acapulquito en la azotea, ¿qué mal le hace al mundo? Pero están muy equivocados. El pecado capital no es propiamente la pereza. Los teólogos medievales le llamaron más bien «acedia», que etimológicamente significa «negligencia». Si saben qué es la evasión, ya entienden este pecado capital. Se trata de una profunda desesperación que se expresa como un reiterado descuidado de las obligaciones propias.
Es cierto que los defeños trabajamos durante jornadas larguísimas, comparables a la esclavitud. Pero también nos evadimos a la menor provocación, y eso es lo más peligroso del asunto. Nada hay de malo en bajar el switch el domingo de 3 a 5 para ver el futbol; no es acedia, sino un merecido descanso para regresar el lunes a la oficina. La acedia es desesperanza, y por eso se nutre de droga que aturde la mente. Un partido de la selección mexicana, así sea amistoso contra la selección suplente de Trinidad y Tobago, puede paralizar la ciudad como un infarto. Estamos tan cansados y aburridos, que necesitamos aferrarnos al menor pretexto.
Y hablando de infartos, como acompañante predilecto de este pecado, la gula se manifiesta en cada salida del metro o parada del camión. Se trata de un perenne aroma a fritanga que envuelve la ciudad. Incluso en los semáforos, las monjitas se han vuelto agentes del mal, que incentivan nuestro constante antojo de carbohidratos con sus galletitas. Todo sea por una ventana para escapar del infierno que hemos ido cimentando con varilla y concreto. La gula chilanga tiene un toque de evasión.
A estas alturas sólo nos quedan los dos grandes pecados que han convertido a Las Vegas en la capital mundial del pecado. Quienquiera podrá ir con toda paz a empaparse de perversiones una vez al año en el desierto de Nevada. Pero la verdad no les hace falta el viajecito, como para destramparse en lujuria y avaricia. Aquí hay suficiente pretexto para condenar nuestras almas.
No estaba pensando, por supuesto, en las incontables casas de masajes de Pedregal y Lomas de Chapultepec, que han venido a suplir los Table Dance. Tampoco era mi idea señalar ese templo del consumo llamado Centro comercial Santa Fe, donde todos nosotros nos engolosinamos con el deseo de poseer y poseer.
La lujuria y la avaricia son casi lo mismo: avidez de placer y riqueza. La raíz de lujuria es luxus, lujo. Pero el lujo nunca es instantáneo. Se acumula por generaciones y hasta tiene apellido. Se regionaliza y acapara zonas de la ciudad que se convierten en bastiones de la desigualdad institucional; fortalezas impenetrables donde no se conoce la pobreza y hasta se desprecia. Ya se ve que el pecado está en cada esquina y lo hemos vuelto un asunto trivial.
* Con la colaboración de Víctor Gómez Villanueva