Un vaivén zarandea a las emociones a lo largo de la historia, se les reconoce y ubica, se busca subyugarlas o se exaltan hasta tomar el protagonismo de la vida humana. La autora propone conocerlas, analizarlas, experimentarlas con plenitud y compartirlas porque pueden llegar incluso a tocar el espíritu.
Vincent Van Gogh escribía a su hermano Theo, una tarde de 1888: «¿No es la emoción, la sinceridad del sentimiento de la naturaleza, lo que nos lleva? Y aunque esas emociones sean a veces tan fuertes que se trabaja sin sentir (…) es preciso recordar que esto no ha sido siempre así, y que en lo porvenir habrá también días pesados, sin inspiración. Así pues, hay que batir el hierro mientras está caliente y poner de lado las barras forjadas».1
Aunque muchos artistas hablan de su proceso creativo, ninguno me parece tan elocuente como Van Gogh en sus confidencias a Theo. El pintor impresionista discurre entre sus conflictos económicos, el precio de telas y pinceles, hasta el dolor más íntimo de su alma; supo arrancar al mundo el misterio del movimiento y plasmarlo en un lienzo como nadie había hecho antes.
En esa extensa carta del 6 de junio, Vincent explica la fuerza de su inspiración y sus previsiones para los tiempos de aridez emotiva. Todo artista sabe que la emoción guía el espíritu del arte pero no basta, hace falta el trabajo y la disciplina para que la obra sea.
Comparto aquí algunas ideas sobre la relación entre el arte y la vida emotiva, no sólo en el artista, sino en el espectador, considerando experiencias y reflexiones personales desde la antropología y el arte teatral. Pienso que la clave reside en la intensidad con que la persona es consciente de sí misma en su mundo.
La relación entre emoción y arte es compleja, requiere nociones sobre la vida emotiva y ciertos parámetros sobre el arte como actividad y como experiencia. Ya decía Schiller en su Primera carta sobre la educación estética del hombre que es una tarea tan digna como difícil y sólo puede realizarse apelando a la inteligencia y al corazón.2
LA EMOCIÓN MUEVE NUESTRO INTERIOR
La vida afectiva se caracteriza por ser inestable e intensa. Nuestros estados de ánimo varían y aunque tengamos cierto «talante» (predisposición hacia ciertos «tonos» de vida), en un solo día podemos experimentar diversas emociones. Es normal. La etimología de la palabra refiere, ante todo, al modo en que los estímulos que percibe un ser viviente lo afectan subjetivamente, psíquica y fisiológicamente.
Innumerables estímulos alteran cada día nuestro estado original, rara vez neutro, que nos dispone para la vida y la acción. Las emociones son el modo en que interiorizamos las experiencias vitales, algo que se mueve en nuestro interior ante cada encuentro existencial; en cada suceso la persona va, desde el puro conocimiento hasta su implicación vital.3 Mientras más profunda sea esa implicación más rico será su mundo emotivo.
Ver una puesta de sol con todos sus colores podría no ser más que la recepción física de meras longitudes de onda. Los seres vivos, en general, no sólo captan esa información, sino que la valoran respecto de lo que juzgan conveniente o peligroso. Al ver que la luz disminuye, un animal busca refugio, pues valora peligro. Cada noche, al percibir el atardecer actuamos en consecuencia, por ejemplo, damos fin a unas actividades y nos disponemos a otras.
Sin embargo, a veces la persona pone verdadera atención a lo que sucede en el cielo y no lo valora sólo en sentido práctico, interpreta lo que percibe y lo integra en un sistema personal y cultural más complejo.
Supongamos que alguien sensible ante ese espectáculo natural se conmueve y reflexiona, por ejemplo, en la conciencia íntima de la temporalidad, no sólo como idea, sino con la experiencia intrínseca de que el día concluye y con él sus oportunidades, de que lo que contempla no será igual nunca más; se vuelve espectadora, se reconoce a sí misma en esa situación y se emociona.
Las emociones suscitan fenómenos psíquicos y se exteriorizan en fenómenos físicos; síntomas que hacen pensar hasta qué punto pueden ser verdaderas manifestaciones de la integración personal. Una persona libre, inteligente, voluntaria, siente y experimenta con plenitud cuando se implica de modo vital.
Es famoso el ejemplo del escritor francés Stendhal, que ante la contemplación de las obras de arte en Florencia –en particular durante su visita a la Basílica de la Santa Cruz– sufrió un ataque nervioso. La psiquiatra Graziella Magherini llamó Síndrome de Stendhal o de Florencia a ese fenómeno del espectador profundamente conmovido, saturado por la belleza.4 Así lo describe Stendhal: «Absorto en la contemplación de la belleza sublime, la veía de cerca, la tocaba por así decir. Había alcanzado este punto de emoción en que se encuentran las sensaciones celestes inspiradas por las bellas artes y los sentimientos apasionados. Saliendo de la Santa Croce, me latía con fuerza el corazón; sentía aquello que en Berlín denominan nervios; la vida se había agotado en mí, andaba con miedo a caerme».5
NO CONFUNDIR EMOCIÓN CON SENTIMIENTO
Cuando las emociones responden a un sistema complejo de creencias y se integran en un modo de ser habitual, constituyen un grado más complejo de emotividad: hablamos entonces de sentimientos. Son un modo emocional más estable y por lo mismo, más profundo, más libre y más humano. Podría decirse que hay un referente afectivo adecuado a cada operación humana, desde el apetito y la sensibilidad hasta la unidad espiritual del hombre libre.
Por su relación con la estimación, las emociones suelen ser positivas hacia lo que se aprecia o negativas contra lo que se rechaza. Permiten que la persona se implique en un entorno y tome postura respecto a él, y este sistema funciona desde su sentido básico de supervivencia hasta la revelación de su mundo espiritual.
Sin embargo, a los humanos no sólo nos afecta la realidad pura, nos dejamos seducir y engañar voluntariamente por un entorno ficticio y por lo que sugiere. Dejamos que sus estímulos jueguen con nuestro sistema afectivo y nos transformen de alguna manera.
Casi todos hemos experimentado cómo una manifestación artística afecta nuestro estado de ánimo, por ejemplo el cine. Sin importar nuestro humor previo ni la calidad de la película, al final notamos nuestro ánimo cambiado. Ese par de horas no transforma la realidad, ni nuestras preocupaciones, pero nos cambia de algún modo. Una historia más o menos compleja nos ha interpelado y puede causar buen humor, terror o tristeza. En general es sólo una alteración pasajera, el espectáculo nos «entretuvo», que es como decir que nos tuvo entre paréntesis, entre realidades. Cuando algo nos «distrae», cambia nuestra atención hacia otra cosa, cuando nos «divierte», aligera nuestro ánimo, lo cambia de un modo a otro.
LOS GRIEGOS Y LA FICCIÓN COMO CATARSIS
Aceptar la ficción es un ejercicio de libertad, manifestación de la riqueza personal humana. Sin embargo no está exenta de conflictos. Que nuestra afectividad sea inestable y fácil de engañar ha despertado alarmas a lo largo de la historia, sobre el modo en que las emociones contribuyen a conseguir el bien y la felicidad.
La cultura griega examinó la vida afectiva. A las emociones las llamaban «pasiones». Hoy esa palabra tiene una connotación más específica. Para ellos, las pasiones eran actividades psíquicas ante estímulos que uno recibía, sin poder evitar ni los estímulos, ni las respuestas que despertaban en el alma. Se reconocía en los artistas la capacidad de «mover el alma» y generar emociones, pero no siempre se consideraba manifestación de libertad. Platón afirmaba que los dioses, a través de los poetas, tocaban los corazones con un poder expansivo y contagioso que unía a los espectadores bajo un sentimiento ante el cual comparecía de algún modo la verdad divina, pero su origen no era racional ni humano.
Para los griegos las pasiones eran inevitables y podían ser la ruina de un hombre de bien. Se ubicaban en la parte irracional del alma y se vinculaban con las realidades más próximas y urgentes de la vida. Los sofistas se preciaron de ser capaces de persuadir al auditorio a creer y aceptar lo que ellos proponían apelando al sistema de creencias de sus espectadores y moviendo algunas percepciones en sus discursos. Aristóteles mismo dedicó su obra Retórica a describir el elenco de emociones humanas y el modo en que pueden aprovecharse para mover el pensamiento y la deliberación de una audiencia.
Planteó que por medio de la educación era posible moderar la afectividad humana; se podía estructurar y organizar el sistema de creencias sobre principios, bases estables y saludables mediante la formación de virtudes, modos de respuesta adecuados y sanos para los fines de la vida humana. Entre los recursos para educar a los jóvenes propuso enseñarles a apreciar y a producir música. Con un criterio ordenado de ritmo y armonía, el flujo de las emociones humanas encontraba un cauce que las ennoblecía y enriquecía a la comunidad.
Aristóteles también observó que las emociones provocadas en un ámbito de ficción consciente y voluntaria, el teatro, llevadas a sus máximas consecuencias, podían equilibrar la afectividad del espectador. Estaba convencido de que ese efecto, que llamaba catarsis, nivelaba la intensidad con que se vivía y permitía llevar una vida emocional y moralmente saludable. Y esto no ocurría en soledad, sino en comunidad: todos los que presenciaran o leyeran el espectáculo estarían hermanados en la experiencia catártica.
¿CONVIENE ELIMINAR LAS EMOCIONES?
Otros en la historia han querido eliminar las emociones. Al no ser racionales, según las entendían, era más fácil renunciar a ellas y vivir en una completa apatía, o un estado llamado «ataraxia», que renunciaba a aceptar las alteraciones de la vida. Así, el hombre permanecería siempre estable, una de las características de la virtud. También era posible buscar la resignación, especie de aceptación racional de las adversidades que aquietan las emociones, fue la opción predilecta entre los estoicos romanos, quienes escribieron discursos que motivaban a la aceptación racional de algún hecho particularmente doloroso, como la muerte, vejez, pérdida de un amigo o de la posición social.
En el siglo XVIII, el poeta Schiller discrepa de esta opción: anular la emotividad deshumaniza, porque disocia al ser humano de su entorno natural y social. Es mejor educar la sensibilidad para vincular al ser humano con la naturaleza y su comunidad a través de un espíritu refinado.6 Por otro lado, los empiristas tuvieron razón al decir que lo que se siente está más presente en la conciencia. Las emociones, por su presencia, pueden parecer más claras a la conciencia, pero son como la cabeza de la cerilla. Arden, se consumen y después queda poco de la lógica que las hizo nacer. Otra paradoja de la vida emotiva es que las emociones son confusas en su conjunto, pero nítidas en su manifestación presente, y en su elocuencia puede comparecer la verdad.
LA EMOCIÓN REAL O FICTICIA INFLUYE
Las emociones son verdaderas. Nadie puede negar cuando siente algo. Puede dudar de la claridad del estímulo, si es adecuado o desproporcionado, si es confuso explicarlo, pero indudablemente lo siente.
Pensemos en una madre que espera al hijo que llega tarde a casa. Inevitablemente en ese tiempo imagina situaciones aterradoras, un retraso de veinte minutos basta para ver en la pantalla de su propia fantasía varias películas: en una, su hijo sufre un accidente; en otra es víctima de un robo o ataque; en aquella, encontró a un amigo y se olvidó de informar sus planes. Cuando por fin llega a casa encuentra a su madre alterada, ansiosa, aterrada, ha vivido toda una gama de emociones por cortesía de su propia imaginación. Nada pasó, pero en su interior vivió cada historia y sintió el flujo de emociones en cada contexto. Intensa vitalidad que construye una emotividad compleja.
El ejemplo muestra que el estímulo, aun ficticio, instala a la persona frente a su posición existencial, ante la realidad tal como se presenta a su conciencia. No se logra salud emotiva negando las emociones, sino moderando y contextualizando sus estímulos. El problema es que, ante la actual liberación y deconstrucción de la vida emotiva, hemos abierto el camino a la tiranía. Se puede alimentar de estímulos falseados y valoraciones deformadas, como ocurre con los niños que miran los programas violentos en la televisión sin darle peso a las acciones y sus implicaciones.
La educación desde el arte ofrece la cualidad de crear contextos y relaciones en que las emociones se viven y se comparten. No suceden en el alma sola, se acompañan y se establecen comunidades de experiencias, como ocurre a quienes ven una obra o una película y dialogan sobre lo que han sentido y vivido en la ficción.
Una vez, en un programa de radio me preguntaron sobre la violencia en los programas infantiles. Para asombro de mi anfitrión no critiqué la violencia de las series y juegos de video, sino la falta de diálogo y criterio con que se «consumen» los contenidos de los medios.
Leí ahí un pasaje de la Ilíada que narra cómo Aquiles engancha el cadáver de Héctor por los tendones de los pies y hace correr su carruaje frente a las murallas de la ciudad hasta dejar el cuerpo desfigurado. Los niños griegos leían y aprendían esta obra. Me parece que el problema no está en la violencia en sí, sino en el modo en que se recibe e interpreta, se banaliza y descontextualiza.
El niño griego sabía que las acciones de Aquiles eran motivadas por un dolor desmesurado y un deseo de venganza, y veían con más horror la falta de nobleza en las acciones del héroe que la imagen de un cuerpo sanguinolento. Reconocían con alivio la transformación del héroe iracundo que, una vez vuelto al orden y a la razón, ofrece al padre de Héctor un funeral honorable.
Aristóteles sabía que el aprendizaje a través de la ficción puede ser gozoso y que ver una fiera representada estimula y emociona sin tener que someterse al miedo real de enfrentarla. Si las emociones son nuestra forma de afrontar los acontecimientos cotidianos, su adecuada vivencia nos permite un mejor estar en el mundo. No se trata de renunciar a ellas, sino de integrarlas en toda su riqueza.
YOU ONLY LIVE ONCE (SÓLO SE VIVE UNA VEZ)
Vivir con intensidad es quizá la mayor seducción de nuestro tiempo. Ilustrada con artificios, la existencia cotidiana se anuncia con un vaivén colorido que puede resultar engañoso. Nos invitan a experimentar un flujo de emociones que descansan en una premisa soterrada: nada permanece, sólo tienes el presente y se te fuga. Y.o.l.o. You only live once, se erige como lema de una sociedad que se debate entre crisis económicas, políticas, morales…
Con frecuencia, en lugar de la biografía vibrante, engarzada con momentos de placer que ofrecen los modelos contemporáneos, se instala en la sociedad el tedio, la saturación de experiencias agostadas. Podríamos hacer como Platón: expulsar a quienes llenan nuestra vida con mentiras. Vemos cómo la confusa emotividad adolescente se prolonga en los jóvenes mucho más allá de la veintena, incapaces de poner sentido a su vida y, sobre todo, de encontrarse en ella.
Pero esas representaciones falaces contrastan con otras imágenes, otros espacios que apelan a los mismos corazones humanos y son capaces de transportarlos hacia una peculiar experiencia de plenitud. La vida emocional tiene la maravillosa cualidad de integrar al ser humano consigo mismo, al individuo con el todo, a las personas entre sí y al espíritu con Dios.
El problema del cambio de perspectiva es que las emociones tomen el protagonismo de la vida. Tenemos jóvenes emocionales, pero con emociones desajustadas que no dialogan con la realidad. Sienten sin modulación y olvidan el peso de las cosas, no por un momento o para ponerlas en perspectiva, sino como renuncia a asumir la gravedad de su propia vida y con ella su riqueza radical. El problema es que las emociones son reales, si alguno se siente triste por cualquier tontería, se puede discutir la causa, pero la tristeza se siente realmente, físicamente. La trivialización no nos hace más felices ni más ligeros, sino más tristes a causa de nada.
Aunque vivimos un mundo excesivamente emocional, no somos conscientes de lo que sentimos. Cuando, en una sesión de formación teatral pregunto a los actores ¿cómo te sientes? debo advertirles que «bien» no es una respuesta válida, es sólo una fórmula cortés que, por un lado implica «no pienso agobiarte con mis problemas», y por otro, «no quiero tampoco ser consciente de mi estado de ánimo». Sin embargo, los actores han de tomar conciencia de su estado emotivo presente porque es su punto de partida para trabajar en la sesión. Es interesante y sintomático que al principio les cueste mucho trabajo «saber» cómo se sienten.
Confundimos emociones (movimientos afectivos puntuales y efímeros) con los sentimientos, que responden a una afectividad más profunda y constante. La atracción que causa a la vista un actor bien parecido difiere del sentimiento de enamoramiento; mucho menos se parece a la decisión libre y consciente del amor comprometido. Los sentimientos son emociones más intensas, prolongadas, y aun ante la mutabilidad de la naturaleza de la vida afectiva se consideran más estables.
En la medida que enriquezco mi vida afectiva y gano en autoconocimiento, el flujo cotidiano de emociones fortalece y enriquece una vitalidad plena, consciente, humanizada. La donación y entrega del espíritu también se llenan con una afectividad más perfecta y no son realidades ajenas a nuestros anhelos: todos anhelamos la felicidad, la complicidad perfecta en otro yo que sea amigo, la paz y la contemplación de la belleza, de un modo u otro.
EL ARTE PUEDE TOCAR EL ESPÍRITU
Nos sentimos solos. Es verdad que nadie puede sentir mi dolor de cabeza o el de una vieja herida, pero cualquiera puede ponerse en mi lugar ante la pérdida de un ser querido o ante una buena noticia. Compadecerse y congratularse son ejemplos del sentir con otro, en común. Se fundan en la empatía, cuyo principio antropológico es de enorme riqueza. Una cualidad peculiar de las emociones es que, además de ser fácilmente estimuladas, son compartidas. La vida emotiva es comunicable al grado de ser capaz de ponerme en lugar de otro y padecer con él. La risa, el llanto, se contagian y se comparten por empatía. No es gratuito que las antropologías más ricas del mundo contemporáneo, como la de Edith Stein, pongan particular atención en la capacidad de sentir no sólo mis emociones sino las tuyas y ser capaz de vivir vidas «nuestras».
Las artes de representación ficticia son posibles por esta capacidad de la mente humana de sentir con otro, en las emociones nos hermanarnos por un rato. Al forjar, educar o estimular la capacidad empática desarrollamos la posibilidad de abrirnos a los demás y vivir con ellos «plenamente», no de modo superficial, sino en profundidad, y forjar sentimientos comunes y estables, generan grupos cohesionados, preparados y dispuestos a compartir la vida.
Pero es necesario un sano autoconocimiento para discernir entre lo mío, lo tuyo y lo que puedo asumir como nuestro; sentir con otro no es anularlo sino reconocerlo como otro yo, respetar su intimidad y su libertad y responder a su confianza con reciprocidad. Vivir juntos una emoción une. Reír o llorar juntos abre la riqueza de una vida compartida, que es siempre más valiosa, más plena. El arte abarca la experiencia racional, sensible, voluntaria al sujeto o «espectador» que se experimenta integrado en un contexto, enmarcado y separado de la cotidianidad. Ejercita nuestra posibilidad de volver al mundo cotidiano sin perder la novedad que colma la vida.
En la experiencia estética el arte puede llegar a tocar el espíritu. Cuando ocurre, la conciencia adquiere una comprensión que sale de sí, toca lo divino, lo humano, alcanza la comprensión clarificadora de mi lugar en el mundo. Sucede como un milagro raro y magnífico. Se da pocas veces y quien se aficiona al arte muchas veces va buscando repetir ese maravilloso encuentro, volver a encontrar ese instante de luz que le permitió sentir su totalidad existencial.
La mayoría de los artistas buscan, de un modo u otro, crear la ocasión para que comparezca el misterio porque son ellos sus primeros espectadores. No siempre es una búsqueda gozosa. Por lo general se encuentra mediante un camino de dolor en el que, sin quererlo, se hermanan con la ruta personal del otro que lo sigue.
¿Cuántas veces, ante un cuadro, una pieza musical, una poesía, en un espacio escultórico o arquitectónico nos sentimos revelados, tocados por la verdad? Algo ahí me llama con una fuerza que la inteligencia sola no logra entreverar, pero que degustará una y otra vez después del encuentro, como quien ha encontrado una nueva luz. El arte tiene la cualidad de tocar el espíritu, hacer tangible el infinito desde la emoción, desde ese núcleo en que el hombre es sí mismo ante sí. Devuelve a la realidad a un hombre vivo y abierto a la intensidad de su existencia.
NOTAS FINALES
1 6 de junio de 1888, V. Van Gogh, Cartas a Theo, Editorial Labor, Colombia, 1992, p. 222.
2 F. Schiller, Kallias, Cartas sobre la educación estética del hombre, Ed. Anthropos, Barcelona, 1990, p. 111.
3 Cf. J. F., Sellés, Los filósofos y los sentimientos, Universidad de Navarra, Pamplona 2010, pp. 97-100.
4 Cf. G. Magherini, El síndrome Stendhal, Espasa Calpe, Madrid, 1990, 222 p. La validez del “síndrome” como tal se discute mucho médicamente, pero el sobrecogimiento ante la belleza es real.
5 22 de enero de 1817, H-M. Beyle, El síndrome del viajero. Diario de Florencia, Gadir, Madrid, 2011.
6 F. Schiller, Kallias… Carta 6-6, p. 141.